Zorobabel y Josué – el retorno después de 70 años

Tercera parte

 

Estratagemas, y ataques de los pueblos vecinos.

 

Como sucede casi siempre, la reacción de los pueblos enemigos del pueblo de Dios no se hizo esperar.

Primeramente tomó la forma muy astuta de un ofrecimiento de colaboración.

“Edificaremos con vosotros, porque como vosotros, buscamos a vuestro Dios.”(Esdras 4: 2)

Felizmente Zorobabel, Josué (también llamado Jesúa) y los demás jefes de casas paternas, advertidos de que no sería sino para gran perjuicio, rechazaron la oferta con toda firmeza.

En el terreno espiritual, como así también en el material, muchas veces el enemigo ha empleado esta táctica, y hasta el día de hoy trata de seguir haciéndolo.

Cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, también salió con ellos una gran multitud de toda clase de gentes, y ovejas y muchísimo ganado. (Éxodo 12:38) Más tarde, en Números 11:4 se nos dice:

“Y la gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo…” lo cual incitó más a los hijos de Israel a llorar y codiciar carne.

En el ámbito de la iglesia, muchísimos son los casos en la historia en que un aumento numérico, con toda la apariencia de brindar beneficios muy grandes, como un incremento considerable en ofrendas y diezmos y otros de diversa índole, ha resultado en realidad una sutil infiltración diabólica que ha acarreado consecuencias desastrosas.

 

Fracasada esta estratagema, los pueblos de la tierra pasaron al ataque frontal, intimidando a Judá y buscando atemorizarlo para que no edificara la casa de Dios. Como si esto fuera poco, sobornaron a los consejeros de la región de forma persistente para obstruir y obstaculizar la obra.

Aquí se advierte la verdadera intención que tenían, por debajo y por detrás de la apariencia mostrada al principio de querer colaborar.  Lo que en realidad buscaban no era otra cosa que impedir que el templo se levantase, denotando un espíritu absolutamente contrario a Dios.  No vacilaban en emplear los recursos más viles, como la intimidación, el soborno y la mentira, lo cual ponía de manifiesta su odio a Dios y a la causa Suya.

Como a pesar de toda la oposición y las contrariedades la obra seguía, apelaron a la calumnia y la mentira, logrando que el canciller y el secretario, como así también los jueces y demás oficiales de la región, enviasen al rey de Persia, que entonces era Artajerjes, una carta en que se acusaba a Judá y Jerusalén, falseando los hechos y la verdad de la historia de una forma por demás engañosa.

Entre paréntesis, este rey Artajerjes es reconocido por algunos historiadores Artajerjes I Longímano, y debemos acotar que hubo varios Artajerjes en la historia de aquellos tiempos; asimismo hubo  más de un Darío y un Asuero, lo que ayudará a disipar algunos interrogantes que de otro modo se presentan en cuanto a las fechas, al compararse alusiones a reyes con estos nombres que aparecen en distintas partes de los libros de Esdras, Nehemías, Ester, Daniel, Hageo y Zacarías.

Continuando con lo que decíamos, la carta fue leída delante del rey, quien después de hacer realizar una investigación que dio lugar a un informe parcial y tendencioso, dispuso que cesase la obra y no continuase hasta que él diese nueva orden.

Demás está decir que no bien recibida esta respuesta del rey, el canciller, el secretario y todos sus colaboradores fueron con ella en mano a Jerusalén, y con poder y violencia hicieran que la labor de edificar se dejase por completo.

Así, algo que había empezado tan bien – en el tiempo y la voluntad plena del Señor – y además con el respaldo de su bendición en todos los sentidos, parecía que iba a terminar en el más rotundo fracaso. Pero la pericia y providencia divinas se iban a manifestar una vez más con sus maravillosos recursos, para sacar a flote la situación y llevar la importante empresa a feliz término.

Aun cuando no es posible afirmar con absoluta certeza por cuánto estuvo interrumpida la obra, se estima que fue por unos dieciseis años, un espacio de tiempo muy largo por cierto.

Durante el mismo la mano invisible del Artífice Eterno estaba obrando en secreto para forjar a dos siervos de la estirpe de los auténticos, que iban a aparecer en escena y traer la palabra de lo alto, eficaz y contundente.

 

La aportación de Hageo.-

Su nombre significa “Festival a Jehová” o bien “Nacido en un festival.”

A esta altura, Isaías, Jeremías y posiblemente también Daniel, ya habían entrado en su reposo, peo el linaje profético no ha quedado extinto, y en esta hora oscura y de gran crisis, junto con Zacarías, le toca a Hageo levantar y mantener en alto la antorcha del mensaje celestial.

Los dos capítulos del  breve libro que lleva su nombre, nos dan mucho material de interés que amplía nuestra comprensión de lo que estaba aconteciendo en Jerusalén y sus alrededores en ese entonces.

Mientras el relato de Esdras se centra en las dificultades causadas por la oposición del enemigo, en Hageo aparece otro factor, a saber la apatía del pueblo de Dios en cuanto al templo y su preocupación afanosa por sus propias viviendas.

A primera vista, esto podría parecer una contradicción entre lo que dice un libro y lo que dice el otro. En realidad no lo es, sino que podríamos decir que el escriba autor de Esdras ha consignado los hechos de la forma objetiva en que él los veía, mientras que Hageo está hablando desde la perspectiva divina, que más allá de lo tangible y visible, está viendo el estado y las intenciones del corazón.

La oposición de los enemigos y la orden de que cesase la obra eran muy reales, pero el Señor veía que, refugiados en eso se esmeraban en cuidar muy bien de sus propias casas, mientras que el templo quedaba desierto. (Hageo 1: 4 y 9)

Había tratado de llamarles la atención y que se diesen cuenta de que las cosas no estaban bien, retaceando Su bendición sobre las cosechas y sus labores, pero el mensaje enviado de esa forma no había sido comprendido (1:6 y 9-11)

A través de Hageo ahora lo hace llegar de forma verbal y con toda claridad. Junto con ello va una exhortación que resulta clave, y que al obedecerla los iba a sacar del atolladero en que se encontraban.

 

Subid al monte.-

“Subid al monte y traed madera, y reedificad la casa; y pondré en ella mi voluntad, y seré glorificado, ha dicho Jehová.” (1:8)

Espiritualmente, la analogía de “subir al monte” es muy clara: representa escalar del llano de la mediocridad a esas alturas de la comunión con el Señor, orando con tesón y llenándose de Dios y de Su gracia. Esto último será lo que dará verdadero sentido y sustancia a todo lo que hagamos en la obra y el ministerio en general.

Es muy fácil caer en una red de activismo que absorbe lo mejor de nuestro tiempo y nuestras fuerzas, con muy poco o nada de empaparse en la presencia de Dios para renovarse y recibir nuevas fuerzas de lo alto.

Aun cuando se encuentra en el terreno de lo alegórico, vale la pena notar como muchos siervos de Dios como Moisés sobretodo, pero también Abraham, Josué, Caleb, Elías y otros, de una forma u otra tuvieron su trayectoria jalonada con los montes y las alturas, tales como el Monte Moria, Horeb, el Sinaí, el Carmelo, etc.

Tampoco se nos debe pasar por alto que en los tres años de Su ministerio terrenal, Jesús, aparte de ser maestro, médico que sanaba a los enfermos de cuerpo y alma, liberador de los encadenados por malos espíritus y tantas cosas más, fue un buen alpinista. Su famoso sermón que aparece en los capítulos 5, 6 y 7 de Mateo, fue dado sobre el monte; al elegir a sus doce apóstoles, según se nos cuenta en Marcos 3: “…subió al monte y llamó a los que él quiso, y vinieron a él-”

Para la trascendente ocasión de la transfiguración, subió con Pedro, Jacobo y Juan a un monte alto (Marcos 9:2); y en muchas oportunidades los evangelios nos cuentan que subió al monte de los Olivos, de tal manera que Lucas 22:39 nos dice que solía hacerlo.

Claro está que esto no va para estimularnos a escalar la Sierra Nevada, el Aconcagua o el Everest. N obstante, a veces es bueno, si se puede hacer, subir a alguna altura para buscar a Dios y comunicarnos con Él de una forma especial.   A lo que vamos, en cambio, es a subir del llano de las bajezas y la apatía y superficialidad, a esas alturas hermosas y sublimes de la verdadera oración en el Espíritu, que nos llevan a una entrañable comunión y unión con el Padre y Su Hijo Jesucristo.

Así como el remanente en los tiempos que estamos considerando había de emprender la cuesta arriba con las manos vacías, para volver cargados de madera sana y sólida para la edificación del templo; así hemos de hacerlo nosotros con la “madera” de abundantes renuevos de amor, fe, palabras de bondad y aliento, apoyo desinteresado a nuestros líderes, gozo que proviene de la esperanza bienaventurada que ha renacido, y tantas cosas más que sólo podemos recibir de lo alto.

La exhortación iba en el plural – subid – dirigida a todos, pues era el privilegio y la responsabilidad de todos sin excepción el hacerlo en ese entonces, como lo es igualmente de todos nosotros hoy en día.

Qué revolución potente y transformadora veríamos en las iglesias de la actualidad si se diese que todos sus miembros se tomasen en serio esta exhortación! Todo el malestar y la frialdad imperante en muchas de ellas desaparecerían, para dar lugar a un bendito bautismo de amor y unidad entrañable, con las derivaciones más preciosas y duraderas que nos podamos imaginar.

El mensaje que trajo Hageo encontró un eco profundo, no sólo en los dos dirigentes, Zorobabel y Josué, el sumo sacerdote, sino también en todo el resto del pueblo.

Aquí resalta lo que a primera vista puede parecer solo un detalle, pero que en realidad reviste la mayor importancia.

“…vino palabra de Jehová por medio del profeta Hageo…”(1:1)

  “…oyó Zorobabel… y Josué…y todo el resto del pueblo la voz de Jehová u Dios.” (1:12)

Una de las cosas que sin duda distingue al verdadero siervo de Dios es la de poder dar la palabra de Dios con la voz de Dios. Cuando lo que oímos no viene así, podrá ser correcto, sano y aun bíblico, pero sonará como mera letra y en otros casos como algo seco y hueco,  y aun a veces traerá la semejanza del látigo que fustiga o el palo de la reprensión dura y áspera.

La voz es algo tan distintivo: alguien nos puede llamar por teléfono, por ejemplo, y sin dar su nombre, pero de ser un conocido nuestro, con sólo pronunciar una o dos palabras, generalmente sabremos quién es, por el solo hecho de que conocemos su voz, única e inconfundible.

Así es la voz del Señor para los que lo conocen. Hay un algo indefinible, muy  especial en la entonación y en el acento que hace que así sea. El siervo que trae así la palabra divina, aun conservando su forma de ser y su estilo peculiar y propio, según lo mueva el Espíritu que mora en él, podrá ser movido de distintas maneras: sintiendo el fuego del altar que arde en su pecho, o la más tierna y entrañable compasión y misericordia, o bien la ira santa por el pecado y la hipocresía, o una potente fuerza interior que la hace proclamar con energía por ser algo de especial importancia.

También podrá estar inmerso en la más profunda paz y confianza, lo que le hará hablar con absoluta calma y seguridad; o estar lleno del gozo del Señor, gozo que contagiará a los que le escuchen; o podrá tener hondos anhelos de comunicar a quienes le escuchan las gracias celestiales de que está hablando, lo que le hará intercalar aquí y allá el suspirar o el gemir del Espíritu, o bien, al tocar cosas deleitosas y sublimes, podrá derramar lágrimas de emoción santa, o fluctuar del silbo apacible y delicado al transmitir el secreto del consejo de lo alto, a la voz de trompeta o de trueno al querer despertar espíritus adormecidos, o alertar de peligros que se ciernen sobre el pueblo de Dios.

La gama de matices es muy amplia y variada, pero quien oiga, a menos que tenga una gran insensibilidad o esté muy endurecido y rebelde, podrá saber sin temor a equivocarse que lo que está escuchando viene de veras con la voz de Dios.

El verdadero siervo también sabe cuando está dando la palabra que le ha sido encomendada, con la voz que corresponde. Si en alguna ocasión no le saliera así, padecerá una frustración interna que le hará redoblar sus esfuerzos en la búsqueda del rostro del Señor inquiriendo ¿por qué?

  “¿No he sido lo suficientemente diligente?” o bien

  “¿Ha habido en mí un sutil y secreto deseo de lucimiento personal o protagonismo?” o “¿será que no he sabido entresacar lo precioso de algo vil y escondido, para así poder ser como Tu boca?” (Jeremías 15:19)

A veces, para su alivio, recibirá la respuesta de que no ha sido nada de eso lo que ha causado la falta de la unción a que está acostumbrado, sino el haber estado en un lugar de apatía y desorden, donde el Señor necesariamente se ve obligado a retacear esa gracia tan preciada y valiosa.

Para algunos que miran y tratan estas cosas con una fría objetividad y sin ir más allá de los estrechos confines del razonamiento natural, lo que hemos estado tratando de describir les pueda parecer como excesiva subjetividad, o emocionalismo, o tal vez una forma de misticismo no del todo aconsejable.

Reconocemos desde luego que hay ocasiones en que la palabra debe darse tal cual, y desprovista de esos matices, porque la situación quizá así lo requiera. No obstante, quien ha aprendido a los pies del Maestro a sacar Su palabra con Su voz, no podrá menos que estar de acuerdo, si no con la totalidad del detalle, sí con la esencia de lo que venimos diciendo.

 

 

Como se ha dicho anteriormente, la exhortación fue bien recibida por los dos dirigentes, Zorobabel el gobernador y Josué el sumo sacerdote, como así también por todo el resto del pueblo. Esa voz de Jehová su Dios con que Hageo la dio, les hizo saber sin lugar a dudas Quién le había enviado, y como corolario o resultado natural “…temió el pueblo delante de Jehová”. (!:12b)

  “El principio de la sabiduría es el temor del Señor”, se nos dice en Proverbios 1:17. Cuando uno se insensibiliza por la desobediencia y el pecado, ese temor tan bueno y sano en todo sentido para nuestra alma, se disipa para dar paso al factor contrario, esa falta de reverencia y aun respeto, que es a su vez tan perjudicial y peligrosa. Pero la bendita palabra viva de Dios tiene la gran virtud de restaurar ese temor con los consiguientes beneficios, y al mismo tiempo, otra virtud más reflejada al final de Hageo 1: 12 – nos hace sentir que estamos delante mismo de Dios.

Es fácil repetir de forma superficial y rutinaria la frase “delante de Dios.” Se la oye con mucha  frecuencia, y a veces, qué hueca suena! Empero, vivir de verdad en esa bendita presencia, y más aun poder transmitirla a otros, es algo fundamentalmente diferente y que sólo lo conocen los que viven cerca de Dios, como ese varón Hageo.

El pasaje nos estimula a las dos cosas: temer de veras al Señor, y vivir delante de él. Lo primero es un temor reverencial, profundamente respetuoso, que brota de tener una conciencia de Su maravillosa grandeza y gloria. Lo segundo es una consecuencia directa de lo anterior, que nos mueve a tener muy presente Su omnipresencia y saber que está muy al tanto de cada detalle de cuánto hacemos, decimos, pensamos y sentimos. Cultivar tanto lo uno como lo otro con la ayuda del Espíritu Santo, seguramente que redundará en considerable beneficio y progreso en nuestra vida espiritual.

Vista la buena acogida que tuvo la palabra traída por Hageo, el Señor le movió a dar una nueva palabra, y ésta de aliento, no de reprensión.

“Yo estoy con vosotros, dice Jehová” (Hageo 1; 13b)

Otra vez nos encontramos con algo que tan a menudo se repite superficialmente, y a veces sin que sea estricta verdad. Cuando el Señor está de veras con nosotros en cualquier empresa, los resultados se hacen sentir y ver con toda claridad.  No falta la provisión material o económica, la paz y la armonía imperan como una bendita constante, y el fruto sano y apetecible se evidencia a su tiempo.  Puede haber dificultades o contrariedades, pero si se mantienen la mirada y la confianza en Él y se sigue con fidelidad y fe la labor que a uno le ha sido encomendada, Su gracia siempre dará la salida o la respuesta necesaria.

Interrumpimos aquí para continuar en la cuarta parte.

 

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