SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR

 

Sexta parte

 

Recuperando las ciudades perdidas  (1)

 

“Y fueron restituidas a los hijos de Israel las ciudades que los filisteos habían tomado a los israelitas…” (1a. Samuel 7:14)

En todos los órdenes de la vida encontramos que hay puntos cruciales, en los cuales en muy breve espacio de tiempo,  tal vez en un solo instante, se cristalizan cosas de suma importancia. Por otra parte, antes y después de esos puntos cruciales, siempre vemos que hay etapas de gestación, crecimiento y desarrollo, carentes de grandes crisis, pero en las cuales hay un decidido progreso, aunque el mismo a veces sea lento y casi imperceptible.

En la esfera espiritual, podemos decir que, en general, tendemos a desear que todos los problemas se resuelvan y todas las metas se alcancen lo antes posible, y para ello se anhelan y se buscan nuevas experiencias con el Señor que respondan a esos fines. 

Si la búsqueda es sincera y correcta, Él dará esas ocasiones especiales en que uno es tocado por Su mano poderosa de una forma u otra, pero sólo en la medida y frecuencia que en Su sabiduría lo vea oportuno y conveniente. Una razón para esto es que, naturalmente, no podemos vivir puramente a  base de nuevas crisis y experiencias.

Peo hay más: hay cosas que aprender, obstáculos que superar y metas que alcanzar, para las cuales resulta más indicado y aconsejable el camino gradual, lento pero seguro, del progreso paulatino. Entre otras razones, está la virtud que esto tiene de ir forjando un carácter perseverante y estable, al perseguir el logro de los anhelos en las buenas y en las malas, día tras día, semana tras semana.

Esto nos ayudará a comprender, por lo menos en parte, por qué en las grandes experiencias que tenemos, o podamos tener con Dios en el futuro, mientras por un lado se solucionen problemas y se alcancen nuevas dimensiones de gracia, por la otra sigan quedando cosas por resolverse y nuevas alturas o medidas que se han anhelado, pero que todavía no se han alcanzado.

Para una formación y maduración sana, necesitamos sin duda los dos aspectos en su debida proporción; proporción ésta que en cada caso sólo la sabe determinar el Señor mismo en Su trato personal con cada uno de nosotros. 

Aplicando esto a la parte anterior, podemos vislumbrar el proceso de restauración, en primer lugar viendo ese vestigio inicial de Israel, “lamentando en pos de Jehová.”   Seguidamente, y trasladándolo al ámbito espiritual del cristiano o creyente descarriado que emprende el camino de la recuperación, tendríamos el quitar los dioses ajenos para servir al Señor solamente; a continuación  la preparación del corazón para tal fin, la sed y hambre que motivan la búsqueda intensa – quizá con ayuno – el ponerse a cuentas o reconciliarse con los hermanos donde sea necesario, etc.   Todo esto como algo que va evolucionando a través de los días, las semanas y probablemente aun los meses.

Seguidamente, podría venir a esta altura un toque claro y profundo del Espíritu Santo, poniendo fin al equivalente de la opresión de los filisteos, y así  entrar en una experiencia nueva de libertad y paz interior, lo cual marcaría un logro muy importante. Esto constituiría algo crucial, con un suspiro de victoria y todo el aliento y consuelo que conlleva.

(Antes de seguir adelante, por si hubiera alguna duda, se aclara que ni el orden ni el proceso tienen necesariamente que ser así.  Sobre todo en casos en que la desviación del camino y la decadencia no han sido ni muy pronunciadas ni prolongadas,  las cosas pueden resolverse satisfactoriamente de forma más sencilla y rápida.)   

No obstante, el ejemplo de Israel que estamos tomando de 1ª. Samuel 1 al 7, responde a la calificación de retroceso espiritual grave y crónico.

Así que, volviendo a ese punto crucial de liberación o victoria alcanzada, aun con lo mucho que signifique, uno se encontraría que todavía habría mucho que andar; por un lado, heridas internas que deben sanarse de forma integral; por el otro, valores espirituales y aun morales que se habían perdido y que resulta imprescindible recobrar.

A esto último corresponde la analogía de la cita y el subtítulo con que se encabeza la presente sexta parte.  Y usando el paralelo de las ciudades perdidas, y que recuperó Israel, pasamos ahora a hablar de las cosas que siempre se pierden en mayor o menor medida en tiempos de decadencia, y que resulta imperativo que se las recobre.

Todas las que iremos tratando son muy bien conocidas,  pero no por eso deje el lector u oyente de darles la debida importancia, pues son cosas fundamentales e insustituibles, y sin las cuales la vida cristiana y el servicio al Señor nunca podrá tener verdadera sustancia ni solidez.

 

La ciudad de la oración.-

Inevitablemente, siempre que uno se desvía del camino en las cosas del Señor, lo primero que se resiente, y hasta se abandona por completo, es la oración.

En realidad, nacemos a la vida cristiana con una oración.  Esa entrega inicial de nuestra vida al Señor, recibiéndolo de verdad en nuestro interior como Salvador, se concreta con una oración, que incluso en algunos casos puede ser la primera vez en la vida que uno ora de verdad.

Y de ahí en más, en todo desarrollo normal de esa vida recién comenzada, la oración pasa a ser una fuerza vital que la sustenta. Con ella lo tocamos a Dios, y Él nos toca a nosotros, lo cual nos nutre, alienta y consuela, y nos mantiene frescos y  renovados cada día.   

Hay quienes indirectamente niegan la importancia de estar a solas con el Señor, afirmando que ellos están constantemente en Su presencia. Con lo cual tácitamente dan a entender que apartarse expresamente para orar corresponde al nivel inferior de un niño espiritual.

Desde luego que debemos procurar estar siempre conscientes de Su presencia y ordenar nuestra vida toda a la luz de la misma. Pero resulta innegable que además de eso, para una vida correctamente relacionada con Dios, es totalmente imprescindible pasar un tiempo dedicado exclusivamente a la oración, sin que haya otras actividades u obligaciones que nos distraigan.

Como en todo lo demás, nuestro amado Señor Jesús es nuestro modelo y ejemplo perfecto en esto también. Él guardaba permanente comunión con el Padre, aun en los momentos de mayor actividad, estando rodeado de la multitud con sus múltiples necesidades y clamores. Sin embargo, no por eso dejaba de apartarse para orar a solas, muchas veces por lapsos de tiempo prolongados, y de esto los cuatro evangelios nos dan abundante testimonio.

El autor no puede menos que atestiguar que, a muy poco de recibir una liberación importante en su vida – de la cual sería muy extenso entrar aquí en detalles – su vida de oración tuvo un vuelco fundamental y drástico. Anteriormente la misma era más bien seca y de rutina, y a veces casi mínima o inexistente, excepto en los momentos de crisis o adversidad. Por lo contrario, de ahí en más se volvió en una fuerza propulsora interna que le movía a buscar el rostro del Señor, derramando su alma ante él como necesidad absolutamente primordial.

Aquello fue como recuperar en primer lugar lo que primero se había perdido en la marcha descendente: la ciudad capital de la oración. Y por la gracia del Señor, la recuperó con creces, pasando a orar desde entonces como nunca ante en la vida.

De esa forma, esa ciudad recobrada se convirtió en la base sobre la cual se edificó en gran parte la recuperación de las demás, y al mismo tiempo, el logro de una restauración integral y completa. Sobre ese aspecto en particular trataremos con más detalle más adelante.

Por ahora volvemos a subrayar la tremenda importancia de la oración, repetida, recalcada y corroborada en las Escrituras vez tras vez, y de forma tan clara y categórica.

Tomamos un ejemplo hermoso y aleccionador de un distinguido siervo del Señor de otrora. En una oportunidad pidió a un colaborador suyo que lo llamase dentro de media hora para atender a un compromiso, pasando dentro de ese lapso a aprovechar para orar. Pasada le media hora, el colaborador entró muy cuidadosamente y en el mayor silencio a la habitación en que estaba el siervo, consciente de que había en la misma una evidente presencia divina. Al ver su rostro, advirtió como una sensación de deleite tan exquisito, que no pudo menos que marcharse sin llamarlo, para no interrumpir la preciosa comunión, de la cual veía que estaba disfrutando.

Pasada otra media hora, volvió, y esta vez lo llamó por la premura del tiempo, aun cuando seguía en el mismo dulce y gozoso estado. Fue entonces que el siervo exclamó: “Qué pronto se pasa la media hora cuando estoy en comunión con el Señor!”

Con todo, la oración no siempre nos lleva a esas alturas maravillosas. Por supuesto que a veces nos puede resultar seca y árida, y las palabras de Jesús en el sentido de que debemos orar siempre y no desmayar (Lucas 18:1) parecen reconocerlo en alguna forma. Sin embargo, el perseverar aun en esas condiciones tiene sus virtudes y una de ellas es cultivar la constancia, aun “contra corriente” y eso es algo que indudablemente el Señor valora. Y una de las formas en que lo hace es brindarnos en la medida y la frecuencia que en Su sabiduría considera oportuno, tiempos de verdadero refrigerio para nuestro hombre interior, derramando raudales de gracia que nos inspiran y estimulan para que le sigamos buscando asiduamente.

Sin embargo, con la madurez de muchos años, veo indicado y oportuno señalar algo que otro siervo de antaño – Samuel Rutherford – tal vez no conocido por muchos lectores u oyentes – puntualizó hace muchos años. Y ello es el peligro de que tiempos de exquisita comunión se vuelvan en “pequeños dioses,” por así decirlo, y lo busquemos con el fin de disfrutar de ellos, que nos han sido tan dulces y agradables – y eso por supuesto que no está bien.

Añado el testimonio que sigue, de algo acaecido poco antes del fallecimiento de mi querida esposa. Estaba ya ingresada en un hospital, y sabedor el Señor de que su deceso acontecería muy pronto, pasó a consolarme haciéndome saber y sentir que Él mismo llenaría el gran vacío que iba a quedar después de 62 años de feliz matrimonio. Y lo hizo de una forma tan celestial – con una ternura y gracia tan exquisita, y con una dulzura indescriptible, como nunca antes había sentido ni conocido

. Pero aquí viene lo importante – esa dichosa experiencia, si bien sirvió para elevar mi vida espiritual a un plano muy superior – nunca he buscado que se repita –  basta de por sí como prenda segura de que Él está y estará conmigo siempre.

Por eso unos buenos párrafos más arriba señalamos que estos tiempos especiales de comunión dulce y exquisita Él los otorga en la medida que en Su sabiduría estima  que corresponde para nuestro bien, y siempre habrá de cuidar que no nos engolosinemos con las bendiciones, que es una trampa en que muy bien se podría caer.

Pero alguno se podrá preguntar: ¿Cómo puedo aprender de veras a orar?

Desde luego que hay un buen número de buenos libros y manuales sobre el tema, que sin duda pueden aportar mucho e inspirar y estimularnos en nuestra vida devocional. Sin embargo, a la hora de la verdad, hay una sola manera en que habremos de aprender, crecer y desarrollarnos en este terreno, y es orando!

Querido lector u oyente, toma conciencia de que tanto de nuestra actividad, tiempo y energía se invierte en lo terrenal y pasajero, que pronto quedará atrás como algo olvidado y sin valor, en contraste con lo celestial que perdurará por toda la eternidad.

 Deja atrás cuanto sea innecesario y aprovecha la primera oportunidad para encerrarte en tu despacho o habitación, para entendértelas a solas con tu Padre Celestial. Allí, sin demora, comienza a derramar tu corazón ante Él; a decirle que quieres amarlo de verdad, por encima de todo lo demás en la vida; que quieres hacer Su voluntad en todas las esferas de tu vida; que quieres ser puro y noble como Él es; que no quieres vagar más en el desierto de una vida estéril y mediocre; en fin, que tome de verdad tu vida en Sus manos, para hacer de ella lo que tenía en Su corazón para ti al crearte.

Esto no es ni más ni menos que tomar en serio la exhortación de Santiago 4:8 “ Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros” y ponerla por obra. Resulta claro que, librados a nuestros recursos no podremos orar auténticamente de la forma ya esbozada en el párrafo anterior. Pero al ver Él que hay sinceridad en nosotros, que vamos muy en serio, no tardará en enviar a Su Espíritu en nuestra ayuda – el Espíritu de gracia y de oración – (Zacarías 12: 10) y así nos encontraremos rogando y suplicando, con esos clamores profundos que brotan de la misma fuente de nuestro ser, y que son tan propios del genuino orar en el Espíritu. (Ver Romanos 8: 26)

 

F I N