SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR

 

Duodécima parte

 

Recobrando las ciudades perdidas ( 5 )

 

La ciudad de la hermosura de la santidad

 

Otra ciudad capital, cuya fundamental importancia nunca debemos perder de vista. Se puede trabajar con tesón en muchos aspectos del ministerio, tales como el evangelismo, el discipulado, la alabanza, el pastoreo en general, y todo lo demás, y por supuesto que todo esto tiene su lugar y debida importancia y resulta además necesario. Pero si esto no va acompañado de una clara y reiterada enseñanza, avalada por una vida totalmente acorde, sobre la necesidad de vivir con integridad y limpieza delante de Dios y de los hombres, se corre un riesgo muy grande.

Ese riesgo consiste en que se infiltre el pecado de una forma u otra y se manche el testimonio, malográndose y echándose por tierra el trabajo y sacrificio de muchos años, y a veces hasta de una vida entera.

La verdadera santidad es algo muy de desearse, pues aparte de su hermosura en sí, señalada por el subtítulo, nos brinda valores incalculables.

Digamos en prime lugar que no es algo meramente teológico y doctrinal, aunque evidentemente hay una teología y doctrina de la santidad, las cuales debemos tener muy claras.

Pero va más allá, al terreno de nuestra vida cotidiana, donde nos exige total transparencia y rectitud en todo lo que hacemos, decimos, y aun pensamos y sentimos. Y debemos agregar que cuando es auténtica – porque tristemente, también hay una santidad fingida y falsa – lleva el sello de una humildad  y mansedumbre que se discierne fácilmente, a diferencia del espíritu jactancioso que a menudo se advierte en quienes van en la otra línea – la de la fingida y falsa.

Es tan hermoso sentirse y saberse limpio! – naturalmente, por la infinita bondad y misericordia del Señor, y no como un mérito o logro propio. Es algo que nos restaura la dignidad que el pecado nos había quitado, y que nos da una íntima satisfacción, a la par que nos llena de confianza para servir a Dios y al prójimo.

Por el contrario, cuando uno se mancha andando en cosas turbias, dudosas o abiertamente sucias, todo eso se pierde. En situaciones como ésa lo único que cabe aconsejar es que se busque con urgencia y con toda sinceridad al Señor, a fin de obtener la gracia del don del genuino arrepentimiento. Esto, aparte de una profunda contrición en el fuero interno, traerá aparejado el inmediato abandono del pecado en todas las formas en que se lo había consentido, y la consiguiente restauración.

Será también necesario renovarse en un espíritu firme y constante, dispuesto a no tomarse ninguna libertad indebida, ni a reincidir en lo más mínimo.

Hay quienes después de haberse amancillado en su alma por alguna causa, en vez de reaccionar de la forma recién esbozada, continúan por su mal camino, intentando ocultar su pecado y acallar su conciencia, con justificativos y argumentos tales como “hay muchos que hacen lo mismo y cosas aun peores” o bien “no creo que Dios se ande fijando demasiado en lo que hacemos o dejamos de hacer” o tal vez “ algún día más adelante me arrepentiré y todo se arreglará.”

Esa manera de enfocar las cosas resulta muy peligrosa, y entre otras cosas muy graves, se corre el riesgo de llegar a un estado de conciencia cauterizada, que con frecuencia va acompañada de una paz totalmente falsa, pensándose que “todo está bien y no pasa nada”, cuando la verdad es todo lo contrario.

El pecado, entre otros muchos males, tiene el de ser muy engañoso, empañando nuestra visión y apreciación de las cosas. Nos puede servir de freno y protección a la vez, el tener presente y muy claro que cada vez que lo consentimos y nos damos a él, en mayor o en menor medida según el caso, le damos lugar al diablo en nuestra vida.

Éste, ni lerdo ni perezoso, sacará provecho de ello, introduciendo cuñas invasoras en determinados aspectos de nuestra vida interior, según sea la naturaleza del pecado al cual uno se haya abierto. Y para colmo de males, lo hará en muchas ocasiones con tal astucia que uno no se dé cuenta, por lo menos por un tiempo, pensando que todo está bien, e incluso que se podrá seguir haciéndolo impúnemente. Pero a su tiempo, podrá ser tarde o temprano, se le habrá de “pasar la factura,” que sin duda habrá de resultar muy cara,  carísima. 

Para evitar todo esto lo más aconsejable es cultivar una buena relación diaria con el Dios de amor y verdad, empapándonos en la comunión con Él y en Su blancura inmaculada.

Haciéndolo con propósito y perseverancia, esto irá creando en nosotros un amor instintivo a todo lo puro, noble y verdadero, a la vez que un rechazo y repudio a todo lo contrario. Si añadimos a esto una actitud humilde, una sana y constante vigilancia para no tomarnos ninguna libertad indebida, acompañadas de una dependencia diaria del Espíritu Santo, no será nada probable que caigamos o nos manchemos, viviendo así en la preciosa hermosura de la santidad, con todos los benditos beneficios que nos confiere.

Hace ya unos buenos años, un siervo de Dios fue invitado a ministrar la palabra en una iglesia situada en una ciudad determinada y de relativa importancia.

Se le alojó en un hotel de la misma, y al ir a buscarlo el pastor para llevarlo a una de las reuniones programadas, se encontró con que no estaba en su habitación.

Fue entonces al conserje y dándole su nombre le preguntó si lo había visto. Al recibir una respuesta negativa, el pastor, dándose cuenta de que el conserje no sabía de quién se trataba, empezó a describirle los rasgos físicos del pastor en cuestión. Tampoco esto le dio resultado, y sintiéndose impaciente y algo frustrado le dijo:

“Es un hombre que tiene cara de ángel y de santo,”

“Ah, sí” – fue la pronta respuesta – está en esa sala.”

Ni el nombre, ni la descripción de sus facciones habían servido para identificarlo, pero al recurrir a esas dos palabra, el conserje se dio cuenta en seguida de quién se trataba!

Cuando se vive cerca de Dios y en asidua comunión con Él, algo de esa pureza divina se absorbe y queda inevitablemente reflejada en el rostro, aun cuando uno no sea consciente de ello. Eso fue en realidad lo que le sucedió al mismo siervo al que nos referimos, que no se enteró de lo sucedido hasta que, unos buenos años más tarde,  al encontrarse con el mismo pastor, éste se lo contó.

El vivir de blanco cada día, aparte de ser una honra y una dicha, constituye una parte de gran importancia dentro de nuestra herencia en Cristo Jesús.

 Si por cualquier causa tú la has perdido, querido lector u oyente, o bien hasta ahora no la has apropiado en tu vivencia práctica, te animo con amor a que te pongas en campaña para reconquistarla, o bien lograrla por primera vez. El Espíritu Santo está de tu parte, y al ver en ti sinceridad, diligencia y fe, vendrá en tu ayuda para se cristalicen plenamente tus deseos – de eso puedes estar bien seguro.

 

F I N