Radicales y drásticos, no blandos y transigentes.
2a.parte
Continuamos señalando que no sólo los moradores de este mundo (versículo 9b,) sino también los siervos del Señor hemos aprendido justicia a través de los justos juicios de Dios.
Estos cobran una gran diversidad, y se adaptan a la gran variedad de vicisitudes y encrucijadas de la vida, y más que punitivos son correctivos. Ése es su fin primordial, es decir, corregir nuestras injusticias y deficiencias, e instruirnos entera y cumplidamente en el camino recto y limpio de la justicia.
El autor tiene muchos recuerdos de su aprendizaje en este terreno. Uno de ellos data de hace unas cuantas décadas, cuando lideraba una comunidad de fe y de vida.
Tras un período inicial de mucha bendición, un buen número de hermanos y hermanas se acercaron para unirse a la congregación, que no era muy grande y numerosa.
Algunos de ellos, descontentos en sus iglesias, expresaron su gran satisfacción al sentir la presencia viva del Señor, añadiendo, mas bien solapadamente, que donde ellos solían congregarse las cosas no eran así, o bien que no había amor, o que no “estaban en el Espíritu” o cosas semejantes.
Habiendo todavía cierta inmadurez de nuestra parte, los recibimos de buen grado, y no tomamos la precaución de consultar con el liderazgo de la iglesia de la cual procedían.
Pasó lo que siempre pasa. Después de “una luna de miel” de un período no muy largo, empezaron a crear problemas, manifestar descontentos, críticas y protestas, al punto que uno llegó a desear que no hubieran venido.
La lección quedó bien aprendida, y de ahí en más, cualquier solicitud de traslado se trató con los dos siguientes requisitos:-
1) Consultar primero al pastor o liderazgo de la iglesia anterior, lo cual, después de todo, resulta una cuestión de ética y respeto ministerial, y también, por qué no decirlo, de buena educación. Sin su aprobación, no se los debía recibir.
2) Comprobar que sus relaciones con los hermanos de su procedencia quedaban sanas y limpias, es decir, exentas de contenciones, disputas y heridas no sanadas.
Esta lección le sirvió de mucho, y a través de los años posteriores, ha podido aconsejar en su ministerio translocal a pastores jóvenes o bisoños, para así evitarles caer en el mismo error.
Este error en realidad es caer en la trampa de escuchar los halagos y las lisonjas con que vienen, sin advertir que traen la mala semilla de una trayectoria turbia o dudosa.

Pasamos ahora al versículo 10 del pasaje que estamos comentando, que está en abierto contraste con los tres anteriores, ya que en el mismo se pasa a referirse al malvado.
Después de los picos elevados de virtud que vimos anteriormente, no resulta del todo agradable descender a considerar las bajezas del malvado. Desde luego que no entraremos en detalles innecesarios sobre su proceder, ya que ello no sería edificante y hasta podría resultar contraproducente.
Aclaramos que por malvado se entiende a la persona que, teniendo a su alcance hacer el bien y lo que es recto y honrado, escoge deliberadamente hacer lo contrario.
Esto lo debemos diferenciar de quien peca, pero contra su voluntad, quizá dominado por un vicio o una fuerza interior que no puede superar. Este último necesita ser liberado, pero no se lo debe catalogar como malvado.
En cuanto a lo desagradable de este contraste, debemos tener en cuenta, con todo, que el Señor se vale muchas veces del contraste muchísimas veces en las Escrituras, como un medio muy eficaz para que verdades y principios importantes queden bien recalcados, y así se comprendan y asimilen debidamente.
“Se mostrará piedad al malvado, y no aprenderá justicia; en tierra de rectitud hará iniquidad y no mirará a la majestad de Jehová.”(26:10)
Tenemos un caso que ilustra muy bien esta afirmación, en un hombre de la casa de Saúl, llamado Simei. Cuando David huía a raíz de la revuelta de Absalom le arrojó piedras maldiciéndole fuertemente. (2a. Samuel 16:5-8)
No obstante, al regresar David tras la muerte de Absalom, Simei se postró ante él, disculpándose y reconociendo que había obrado mal y David le perdonó. (2a. Samuel 19:18-23)
Posteriormente, acercándose la fecha de su fallecimiento, David encargó a su hijo Salomón que le sucedió en el trono, que tuviese en cuenta lo sucedido y obrase según su sabio criterio. (2a. Reyes 2:8-9)
Oportunamente, Salomón ordenó a Simei que era un hombre que contaba con servidumbre y buenos medios de vida, que se edificase una casa en Jerusalén, y no saliese de allí a ninguna otra parte, so pena de que si lo hiciese sufriría la pena de muere.
Simei afirmó que esa sentencia del rey era buena y que él la acataría, habitando así en Jerusalén por muchos días. Sin embargo, pasados tres años, dos siervos de Simei se escaparon y huyeron a Gat, en tierra de los filisteos.
Al tomar conocimiento de ello, Simei, sin reparar para nada en el acuerdo con el rey, ensilló su asno y fue adonde se encontraban sus siervos y los trajo de vuelta a Jerusalén.
Ni qué decir que el rey Salomón, enterado de esto, hizo cumplir lo estipulado en el acuerdo, haciendo que se diese muerte a Simei, de lo cual se encargó Benaía, jefe del ejército.
La moraleja que se desprende de esto es: El malo no puede permanecer en la ciudad santa. O bien, como consta en la cita que hemos puesto anteriormente: “Se mostrará piedad al malvado y no aprenderá justicia; en tierra de rectitud hará injusticia, y no mirará la majestad de Jehová.”

El siervo auténtico – radical en cuanto al mal.
Volviendo ahora a los versículos 8 y 9, sobre los cuales expusimos sobre las grandes virtudes del siervo auténtico, pasamos ahora a relacionarlo con dos pasajes de los dos capítulos que estamos tratando – el 26 y el 27.
Los mismos nos presentan una actitud muy radical en cuanto a las fuerzas que conspiran contra nuestra alma, y la forma en que se las debe enfrentar.
“Jehová Dios, otros señores fuera de ti se han enseñoreado de nosotros, peo en ti solamente nos acordaremos de tu nombre.” (26:13)
Identificándose con el pueblo rebelde e idólatra, reconoce que otros señores ajenos se habían enseñoreado de ellos, y tras expresar su esperanza en su Dios y Salvador, pasa a afirmar en el versículo siguiente:
“Muertos son, no vivirán; han fallecido, no resucitarán; porque los castigaste, y destruiste todo su recuerdo.” (26:14)
Ésta es la forma drástica y terminante en que deben tratarse eso señores ajemos – esas fuerzas carnales egoístas y/o mundanas que batallan contra el alma.
En el capítulo siguiente tenemos otra cita que va en la misma línea.
“De esta manera, pues, será perdonada la iniquidad de Jacob, y éste será todo el fruto, la remoción de su pecado; cuando haga todas las piedras del altar como piedras de cal desmenuzadas, y no se levanten los símbolos de Asera ni las imágenes del sol.” (27:9)
Muchas veces, por el castigo recibido, se arrepentían y dejaban de lado la idolatría. No obstante, los altares quedaban en pie, y con el correr del tiempo volvían a reincidir.
El Señor buscaba absoluta sinceridad de parte de ellos, y la única forma de mostrarla de forma práctica y real, era que esos altares se pulverizasen y no quedase nada de ellos.
No debemos ser blandos ni flojos con los enemigos de nuestra vida espiritual.
Si lo somos, casi seguramente que nos ocurrirá lo mismo que a la mayoría de las tribus de Israel, con los antiguos habitantes de la tierra de Canaán. No los arrojaron ni quitaron de en medio, como el Señor les había mandado en reiteradas ocasiones, sino que permitieron que siguiesen habitando en la tierra, a veces hasta en medio de ellos.
Cuando cobraban fuerzas los hacían tributarios y siervos, pero no siempre sucedía así, y al debilitarse, esos enemigos los acosaban y hasta a veces los hacían retirarse hacia los montes y no los dejaban descender hasta los llanos. (Ver Jueces 1: 27-35)
Pero si a algunos le cupiesen dudas en cuanto al tema, los remitimos a dos citas del Nuevo Testamento que hablan con el mismo idioma radical.
“Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros.” (Colosenses 3:5)
Notemos que no dice “tened a raya,” “sujetad,” “domad,” “dominad,” sino de la manera más tajante “haced morir.”
“Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne viviréis.” (Romanos 8:13)
En el blanquinegro típico de la verdad bíblica, se nos dice aquí que una de dos:- o matamos al pecado y las obras de la carne, o ellas terminan por estrangular y matarnos a nosotros, espiritualmente hablando.
¿Cómo hacer morir las obras de la carne?
No por nuestros gritos, reprensiones o esfuerzos, sino por el Espíritu. Es sólo el poder del Espíritu Santo que puede hacerlo, pero para que lo haga, necesita imprescindiblemente que nos situemos en perfecta alineación con Él.
Esto significa que, plenamente conscientes de que son nuestros enemigos declarados, los aborrezcamos y con total sinceridad y fe anhelemos que desaparezcan de nuestras vidas irrevocablemente y para siempre.
Muchísimos hijos de Dios pueden atestiguar fehacientemente que, al alcanzar ese grado o disposición de ánimo y de corazón, el Espíritu Santo ha sido pronto en venir a poner fin al dominio que anteriormente ejercían sus vicios y demás enemigos, de manera que quedaron totalmente liberados de ellos.
De esta forma han podido comprobar la fiabilidad de la promesa de Jesús –
“Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.” (Juan 8:36)
Al mismo tiempo, han podido coincidir con el apóstol Pablo en el testimonio que nos da en Romanos 8:2:-
“Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte.”
¿Puedes tú, caro lector u oyente, dar el mismo testimonio?

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