Peldaños del Discipulado
Capítulo 5 – Primera parte
LA SANTIDAD
No una postura teológica, sino una realidad práctica
Más de un lector u oyente, que quizá gusta de lo cómico y
risible, estará pensando a estas alturas:
“”Que obra seria! Hasta ahora ningún chiste – nada para
hacerme reír.”
La verdad es que, a quien esto escribe, también le agrada el
buen humor, siempre que sea en un plano sano y limpio.
No obstante, en un nivel realista, en la Biblia no encontramos
la página cómica, tal cual se la presenta en algunas revistas y
publicaciones, ni nada por el estilo.
Aquí y allá, aparece algún destello de comicidad. Por
ejemplo, el caso del gran profeta Elías, al cual, en 2a. Reyes
1:8 se describe como un varón velloso.
Bien podemos imaginar a los hijos de los profetas, como
tantas veces sucede, procurar asemejarse a él en todo lo
posible, muy posiblemente ostentando cabelleras poderosas,
amén de imitar sus rasgos característicos – todo con la sana
aspiración de llegar algún día a ser sus sucesores.
Y el genio divino los sorprende eligiendo a Eliseo, un calvito
humilde, y hasta entonces de muy poco hablar!
También tenemos el caso del nacimiento de Isaac, que se nos
narra en Génesis 21. Su madre, Sara, en parte por no tener
hijos propios, y en parte por las burlas de su sierva Agar, por
lo que sabemos no había dado muestras hasta entonces
de estar alegre ni risueña.
Pero al alcanzar la venerable edad de 90 años, Dios le
concedió que tuviese un hijo, y su padre Abraham, todo un
centenario a esas alturas, decide que se ha de llamar Isaac, que
como sabemos significa risa.
Y entonces Sara exclama “Dios me ha hecho reír,” y ella, la
que antes era muy seria y tal vez taciturna también, pasa a
reírse y reírse, sola, y también acompañada de todos los que
oyen la grata noticia del alumbramiento del hijo prometido
muchos años antes.
No obstante, creemos que en el resto de la Biblia, habrá que
hilar muy fino y usar mucho la imaginación, si se quiere
entresacar algo verdaderamente cómico.
Y la razón es que la Biblia es un libro serio, muy serio, y que
trata de valores sagrados y eternos, que de ninguna forma han
de tratarse en forma de broma, sino por lo contrario, de la
forma más seria y reverente.
Y el tema de este capítulo – la santidad – es uno serio de
verdad.
“Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá
al Señor.” (Hebreos 12: 14)
Posiblemente, por estar incluidas en himnos y canciones, y
ser tan bien conocidas, estas palabras parecen quedar
desprovistas de la solemnidad que en realidad tienen.
Éste es el efecto que surge, lamentablemente, de citar y
repetir verdades solemnes y sagradas en forma ligera o de
rutina.
También nos consta que cuando se transige con el pecado, y
se lo consiente, el mismo resulta tan engañoso (ver Hebreos
3:13b) que uno queda endurecido en su corazón, y se justifica
con argumentos ficticios y mal fundados.
Y así, al oír la solemne advertencia citada más arriba, se la
desestima con razonamientos tales como:
“Sé que esto no está del todo bien, pero a su tiempo dejaré de
hacerlo y me arrepentiré y arreglaré cuentas”.
“Después de todo, no hay quien nunca peque, y ninguno es
completamente santo, y además hay muchos peores que yo, y no
creo que Dios me pueda condenar a mí.”
“Si ese versículo se ha de tomar al pie de la letra, entonces no
se escapa nadie, porque uno que viva siempre en verdadera
santidad, yo todavía no lo he visto.”
Todo esto es lo que Isaías muy bien define como “un refugio
de mentiras y “el escondrijo.” (Isaías 28:17)
Es sólo el contundente obrar del Espíritu Santo, trayendo la
más profunda convicción de pecado, que puede arrasar con
todo eso, y llevar al alma a desnudarse delante del Señor, en
pleno reconocimiento de su maldad y culpabilidad, y en el más
tierno arrepentimiento por cada pecado cometido.
Quizá una de las formas más seguras de abrazar
genuinamente la santidad en la vida, es tener una revelación
de la santidad sagrada y sublime, a la par que terrible, del
Dios al cual se lo llama con toda razón el TRES VECES
SANTO.
Entre los muchos pasajes que nos ayudan a tener esa
revelación, tenemos dos en el Antiguo Testamento, con
sus correspondientes paralelos en el Nuevo.
a) “Y uno al otro daba voces diciendo: Santo, Santo,
Santo, Jehová de los Ejércitos; toda la tierra está llena de
su gloria.” Isaías 6:3.
“Y los cuatro seres vivientes no cesaban día y noche de
decir: Santo, Santo, Santo es el Señor Todopoderoso, el
que era, el que es y el que ha de ser.” Apocalipsis 4:8.
En el primer caso, los querubines, y en el segundo los
seres vivientes – que generalmente se consideran que
eran los mismos querubines de Ezequiel 1:5-10 y 10.20 –
estaban profundamente impactados por la grandeza y
gloria de ese Ser Supremo ante cuyo trono se
encontraban.
De Sus muchos atributos muy bien podrían haber
elegido, y con buena razón, el de Su amor y
misericordia, o bien el de Su omnipotencia formidable, o
el de Su sabiduría infinita e insondable.
Todos éstos, y sin duda otros más, eran tan gloriosos,
que como decimos, muy bien se podrían haber centrado
en cualquiera de ellos.
Sin embargo, había uno que para ellos sobresalía por
encima de todos los demás, y que les impresionaba de tal
manera, que no podían menos que proclamarlo a viva
voz: era Su santidad suprema y terrible.
Y así exclamaban con los acentos más potentes y
solemnes:
“Santo, Santo, Santo.”
“Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y se sentó
un Anciano de Días, cuyo vestido era blanco como la nieve.”
Daniel 7:9.
“Y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos,
como la nieve, tanto que ningún lavador en la tierra los puede
hacer tan blancos.” Marcos 9:3.
Aquí hay otra coincidencia muy significativa. En las dos
manifestaciones, tanto el Anciano de Días a Daniel, como el
Señor Jesús a Pedro, Jacobo y Juan, en la ocasión de la
transfiguración, muy bien se podrían haber presentado con
vestimentas de otros colores.
Entre otros, podrían haber tomado el púrpura, que denota la
realeza del Señor, el celeste, que da a pensar de Su morada
celestial, el dorado que nos habla de lo que es divino, el
carmesí que nos habla de la preciosa sangre de la redención, y
tal vez algún otro.
Todas darían una representación veraz de atributos
esencialmente divinos, pero otra vez, en Su sabiduría tan
lógica y cristalina, elige vestirse de blanco, como la forma más
clara y elocuente de subrayar Su santidad inmaculada.
De estos dos pasajes paralelos, por cierto que podemos y
debemos absorber por la gracia del Espíritu, algo y aun mucho
de la blancura tan maravillosa de nuestro Dios.
El último versículo citado, el de Marcos 3, relacionado con la
transfiguración del Señor Jesús, de alguna manera podemos
hilarlo con el que tomamos con anterioridad de Los Hechos 1:
12-14.
Debemos recordar que al bajar del monte de la
transfiguración, el Señor les mandó que a nadie dijesen lo que
habían visto, hasta resucitar Él de entre los muertos. Marcos
9:9.
Pero ahora, resucitado ya el Señor, evidentemente Pedro,
Jacobo y Juan, Sus tres principales apóstoles, ya habrían
compartido con los demás, en todos sus detalles, esa gloriosa
experiencia.
Ahora bien, habiendo ascendido el Señor y siendo ocultado de
sus ojos por una nube, se les aparecieron dos varones –
evidentemente ángeles – con vestiduras blancas.
Era como para recordarles y subrayarles ese blanco
blanquísimo que habían visto en el monte de la
transfiguración, y que debía señalarles el rumbo que debían
seguir siempre, en el cumplimiento de la gran comisión que les
había encomendado, antes de ascender a la diestra de la
Majestad en las alturas.
Bien podemos imaginar cómo los 120 discípulos que
perseveraban unánimes en oración y ruegos, habrán oído,
comentado y asimilado todo esto, esos diez días en el aposento
alto.
Seguramente que les habrá dejado huellas indelebles, y así
quedaron bien preparados para el momento cumbre, en que el
Espíritu Santo habría de descender sobre ellos, con fuego
santo para purificar sus corazones. (Ver Los Hechos 15: 8-9)
Como bien sabemos, existen diversas posturas en cuanto a la
santidad, hablando ahora en términos teológicos.
Debemos partir de la base de que ya somos santos, por el
importante hecho de ser nacidos de lo alto y ser hijos de Dios.
Esto es algo indudable, y no hace falta citar versículos para
respaldarlo, pues está clarísimo, y esperamos, bien
comprendido.
Pero creemos que donde yerran algunos es en afirmarlo,
como si ya hubieran llegado. Desechando toda posibilidad de
aspirar a un mayor grado de santidad, atestiguan que por fe
ya la tienen, y no es necesario buscar más.
Esto da lugar a que cuando cometan algunas faltas, no las
reconozcan como pecado, pues esto iría en contra de su
postura teológica, y entonces las denominan omisiones, errores
o imperfecciones.
Siguiendo este curso, seguramente habrán de desembocar
inevitablemente en una esfera de irrealidad, y a menudo
también en falta de verdadera sinceridad y transparencia.
No debemos extendernos sobre esto. Solamente añadimos que
todo discípulo sincero y verdadero, con saber que está en un
nivel básico de santidad por el renacimiento que ha
experimentado, debe aspirar a un avance y perfeccionamiento.
2a. Corintios 7:1:” Así que amados, puesto que tenemos tales
promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y
espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios.”
Así tendremos por delante la noble y hermosa meta de
asemejarnos al bendito Maestro cada vez más.
Por encima de todo, debemos guardarnos bien de no ser
meramente teólogos en cuanto a la santidad.
En cambio, la verdad de nuestro Dios blanco, blanquísimo y
puro purísimo, debe penetrar profundamente en cada rincón
de nuestra vida, desterrando cuanto no condiga con nuestra
profesión de ser hijos del Dios tres veces santo.
Si le amamos de verdad y nos tomamos el discipulado bien en
serio, lo tendremos muy claro que no debemos enredarnos
para nada en asuntos turbios en cuanto a los negocios, que
tampoco nos debemos meter en politiquerías, charlas huecas, o
chistes de mal gusto, etc. etc.
La lista se hace interminable, y no queremos ahora añadir
más, redondeando en decir que en todo y por todo, nuestras
vivencias deben ser limpias y decorosas, a la par que de la
mayor rectitud, honradez y transparencia.
También debemos agregar algo muy importante de la
santidad, que a menudo no se aprecia debidamente.
Se puede llevar una vida de muy buen servicio, ganando
almas, liderando satisfactoriamente una iglesia, o aun tener un
ministerio translocal brillante, pero no dándole a la santidad
todo el cuidado necesario.
Y el enemigo, viéndolo con su ojo de lince tan penetrante y
malvado, aprovecha el momento preciso del descuido, para
dar el horrible zarpazo que le hace empañar, y más que eso,
embarrar el testimonio.
Así, toda esa obra anterior de dedicación y esmero queda
perdida inevitablemente, y uno tiene el resto de la vida para
lamentarse y derramar raudales de lágrimas por una vida
totalmente fracasada.
Querido hermano u oyente, que esto sirva del mayor
incentivo para no descuidarnos en absoluto, y andar con la
mayor solicitud en la vida cotidiana, guardándonos de cuanto
sea sucio, torcido o aun dudoso.
Y siempre, con la guardia en alto, vivir en la más cuidadosa
esfera de la santidad, sin la cual, como ya hemos visto, nadie
verá al Señor.
Interrumpimos aquí para continuar en la Segunda Parte.
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