LAS SIETE CARTAS A LAS IGLESIAS

(APOCALIPSIS, capítulos 1, 2 y 3)

PRIMERA PARTE

 

¡Qué tesoro inmenso encontramos, tanto en el primer capítulo del Apocalipsis, como en el segundo y tercero, en los cuales se consignan las siete cartas a las iglesias, situadas en lo que en ese entonces se llamaba el Asia, y que actualmente constituye el territorio de Turquía!

Pero antes de pasar a comentarlos, corresponde que hagamos una introducción para hacernos una adecuada composición de lugar.

El tiempo de estos tres capítulos se considera comúnmente que fue aproximadamente en el año 90 o poco más de la era cristiana.

El apóstol Pablo, antes de eso, con su labor tan fecunda y sacrificada, juntamente con otros consiervos, había estado llevando el evangelio a tierra virgen, alcanzando puntos como Tesalónica, Corinto y Macedonia dentro del continente europeo. En el mismo,

 en siglos posteriores ese glorioso evangelio iba a alcanzar épocas de mucha bendición, como así también de propagación a todo el resto del mundo.

  Pero al tiempo del Apocalipsis  Pablo ya no estaba en vida, habiendo parido a estar con el Señor, a Quien tanto amaba, en el año A.D. 66 según se estima.

  En cambio, el venerable anciano y apóstol Juan,  con sus 90 años de edad aproximadamente, era el único, al parecer, que quedaba en vida de los primeros apóstoles.

En Sus sabios designios, le plugo al Señor destinarlo a esa región de Asia como custodio de la verdad del evangelio, y con el fin de animar y fortalecer a las iglesias.

  Comúnmente se considera que estaba preso cuando recibió la revelación del Apocalipsis en la isla de Patmos – cercana a la costa occidental de la zona – y que era por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús.

Por ese entonces, en general las iglesias de esa zona se encontraban bastante maltrechas por el desgaste de los años, el consentimiento del mal en varias de ellas, y la infiltración de corrientes doctrinales erróneas y falsas.

Hacía falta, pues, una ardua labor de restauración, a la cual fue llamada este veterano y entrañable apóstol del amor.

Con todo, hacía falta una poderosa y eficaz ministración de lo alto para dar respaldo a esa labor de restaurar y revitalizarlas. Y es a través de ese prisma que hemos de ver y entender la gloriosa aparición de Cristo ante el apóstol Juan en la isla de Patmos, que se nos describe en el primer capítulo del Apocalipsis. Pasamos pues a comentarla.  

 

Una aparición grandiosa y trascendente.-

 

En realidad nos quedamos cortos con estos dos adjetivos, pues fue eso y mucho más también!     

Empecemos por considerar  a los dos personajes de este gran evento. El apóstol Juan era, como ya hemos dicho, un venerable anciano, el cual,  después de acompañar al Señor durante Su ministerio terrenal, le había servido fielmente por unos sesenta años.

Su madurez y experiencia le hacían el hombre ideal para la función de abanderado y baluarte de la verdad de la doctrina de Cristo. Él la había oído y recibido personalmente, junto con los demás apóstoles, directamente de la misma boca y espíritu del Maestro.  

Consciente de su avanzada edad, y tal vez pensando que su marcha al más allá estaba próxima, posiblemente no se le había cruzado por la mente que el Señor tenía todavía programadas dos cosas realmente importantes y maravillosas para culminar y sellar su carrera.

Una de ellas era la de ser el portador de importantísimo mensaje que Él tenía para Su iglesia de aquel entonces, extensivo también a Su iglesia militante universal de todos los tiempos, con todo lo que ello conlleva, y que habremos de tratar de desgranar más adelante.

La otra era la de recibir y transmitir la formidable y portentosa revelación apocalíptica, que apunta a la consumación final del programa divino para el planeta tierra en su estado actual de pecado y corrupción.

En ese sentido, con el clímax y la gran culminación del Apocalipsis, le cupo el altísimo honor de poner la puntada final a las Sagradas Escrituras, como precioso broche de oro de su trayectoria tan dilatada, fiel y ejemplar.   

 

En cuanto a Jesucristo,  el protagonista central de esta ocasión tan trascendente, lo encontramos mucho más encumbrado y exaltado que durante Su vida terrenal.

Desde luego que como el niño sujeto a Sus padres, bueno y ejemplar, como así también el Maestro de Galilea, el médico que sanaba a los enfermos y el ungido que proclamaba las buenas nuevas de salvación y liberaba a los atormentados por malos espíritus, resultó desde todo punto de vista un dechado de la más absoluta perfección.

Pero después de todo eso tuvo que beber la amarga copa del Getsemaní y atravesar el horrendo horno del Calvario. Y después de gustar la muerte por todos, pasó a resucitar triunfalmente al tercer día, y ascender por encima de todos  los cielos (Efesios 4:10) con la máxima honra y exaltación.

Es decir que, sin ningún desmedro de todo lo precioso y perfecto que había sido anteriormente, ahora se encuentra en un nivel mucho más alto y eminente que antes.

En otras palabras, que ahora es un Cristo mucho más grande y glorioso.

Así las cosas, Juan está ahora en la isla de Patmos por la palabra de Dios y el testimonio de Jesús, y según sus propias palabras, estaba en el Espíritu en el día del Señor.

Bien podemos visualizarlo, totalmente centrado en Dios de lo más profundo de su ser, acompañándolo su mente y su voluntad contemplándolo con los ojos de la fe, como si estuviera ahí mismo, delante de sus ojos.

Pero, sorpresa! La maravillosa voz divina, que en el pasado le había hablado tantas veces, y que tanto amaba y anhelaba, se le aparece por detrás suyo, no de cara a su posición frontal, como casi seguramente estaría esperando.

Aunque bastante anciano, y según podemos ver por sus epístolas, sanamente conservador,  se adapta a esta situación inesperada. El Señor y la voz celestial se le presentan por detrás, pero no se atrinchera  en la postura o posición en que se encontraba, sino que con sabia flexibilidad y adaptabilidad se vuelve – se da vuelta en un giro de 180 grados, – para ver la voz que hablaba con él. (Apocalipsis 1: 12)

Cuánto necesitamos esa flexibilidad y adaptabilidad!       

Sin tirar por la borda los valores fundamentales que hemos recibido ni nada de eso –  al contrario, conservándolos firmemente – sin embargo, hemos de estar abiertos a nuevas expresiones y dimensiones de lo alto, para enfrentar las variadas situaciones y contingencias que se nos han de presentar en nuestra marcha.

Naturalmente que al hacerlo, lo someteremos al examen de lo bíblico, que siempre apunta al orden, al decoro, la santidad y las demás columnas inamovibles que ya conocemos.

Pero guárdenos el Señor de ser tan cerrados y cautos, que lo limitemos y encasillemos en el estrecho margen de lo conocido y actuado hasta ahora.

No debemos nunca perder de vista que nuestro Señor Jesús es un Cristo progresivo. Como se puede ser en el caso de los dos discípulos en el camino a Emaús que se nos narra en la primera parte del último capítulo de Lucas, Él siempre se propone ir más lejos y llevarnos más adelante.   

 

Al darse vuelta Juan, en seguida ve siete candeleros de oro,  y en medio de ellos a uno semejante al Hijo del hombre. Como bien se sabe, y además lo dice el mismo Jesucristo en el versículo 22, los candeleros representan las iglesias, lo cual corrobora lo señalado anteriormente. Es decir, que  esta visión y manifestación de Él está dirigida a Su iglesia, y está relacionada totalmente con ella, y no con tierra virgen, todavía a evangelizarse.         

Pero hay algo más en esto que es muy importante: al aparecer en medio de los candeleros de oro, Jesús pone de relieve Su inquebrantable identificación con Su iglesia.

A veces nos ha dolido oír expresiones de crítica indiscriminada, o bien abierta censura de la iglesia – que no tiene visión, que en ella no hay amor, y que está dividida y muy poco tiene que aportar a la sociedad y al mundo en general, y un largo etcétera.

Si esto viniera de parte de personas inconversas lo comprenderíamos y sobrellevaríamos mejor. Pero lo malo es que es que a menudo procede de quienes son creyentes, o por lo menos lo profesan, o tienen la apariencia de serlo.

No somos ciegos ni ingenuos en cuanto a los muchos fallos y errores que ha habido, y casi seguramente siempre habrá dentro dele ámbito de la iglesia militante.

No obstante, algo tierno y profundo dentro nuestro hace que recordemos que igualmente sigue siendo la Amada y Desposada del Cordero, y que Él la ha comprado al precio altísimo de Su Su sangre y de Su muerte expiatoria.

Por todo eso, hemos de amarla y honrarla en todo lo que sea posible. Incluso, si hallamos que en partes de ella no hay amor – como a veces se suele decir –  hemos de ser consecuentes y procurar  llevárselo, como una fuerza bendita y contagiosa, y no quedarnos al margen hablando en contra de ella, como si fuésemos sus enemigos.

Una reflexión final sobre esto, es que algunos que critican y censuran de esa forma, a veces propugnan la necesidad de que se levanten iglesias modelo, por no decir la iglesia ideal.

Creemos que a los tales se les debe exhortar a que levanten ellos la iglesia ideal, y una vez logrado ese fin, nos avisen para que podamos visitarla y comprobarlo!

 

Ahora, en cuanto a la manifestación del Señor Jesucristo en esta ocasión en que estamos, fue realmente grandiosa, y en un grado muy por encima de otras, tales como la transfiguración, o la que tuvo Saulo de Tarso en el camino a Damasco, bien que éstas no deben desmerecerse de ninguna manera.

Veamos algunas de sus partes más destacadas.

Su voz.-

“…y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta…” (1:10b)

Qué distinta de la voz del Maestro, cuando con acento pausado y entrañable, hablaba por ejemplo de ser el buen pastor que da su vida por las ovejas, o bien la puerta, y que el que por Él entrare, sería salvo, y entraría, y saldría, y hallaría pastos!

La trompeta es estridente – parece rasgar la atmósfera – hacer callar todo lo demás y demandar nuestra máxima atención de forma exclusiva.

El autor recuerda sus días en el servicio militar como zapador montado hace muchos años en lo que en aquel entonces era el Batallón de Zapadores Escuela, en la localidad de Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, en la lejana Argentina.

Por las tardes, después de “rancho” (una cena temprana como a las 6 de la tarde) venía un rato de descanso tras un día de intensa actividad.

 En ese rato los soldados cantaban, se contaban bromas, fumaban, leían las cartas de sus padres o bien de la novia los que la tenían, y  así sucesivamente.

De repente – creemos recordar  a las 7 – 19 horas – sonaba la trompeta. La consigna era muy clara: inmediatamente un soldado con voz marcial y potente debía hacerse oír exclamando BANDERA!

Instantáneamente cesaban las canciones y los chistes, se tiraba el cigarrillo – desde luego que yo no fumaba – la carta iba al bolsillo, mientras que haciendo sonar bien los tacos uno contra el otro, cada soldado tomaba posición militar de atención, en medio de un silencio absoluto.

Ay del recluta lerdo, torpe o perezoso que no lo hiciese con la fuerza y la garra de un verdadero soldado! (recluta era un término usado para un soldado o conscripto más bien torpe y poco aguerrido, y a veces para darle más énfasis, sobre todo si acababa de cometer una torpeza, se lo llamaba reclutón!)

Aunque en una proyección muy diferente, esa voz de trompeta de nuestro General en Jefe, al hacerse oír con su estridencia potente y solemne, nos hace dejar de inmediato todas las pequeñeces e insignificancias que con tanta frecuencia absorben nuestro tiempo y nuestras fuerzas. Al mismo tiempo nos hace plantarnos con toda firmeza, ofrendándonos de nuevo al servicio del estandarte del evangelio y a la causa más noble en que un ser humano puede invertir su vida.

Pero eso es sólo una parte !

“…y su voz como estruendo de muchas aguas.! (1:15b)

Se está manifestando, como venimos diciendo, a Su amada iglesia. Él sabe muy bien que por el cansancio, el desgaste de los años, las muchas luchas y problemas, no pocos están atravesando por una prolongada y agobiante sequía. Y esa voz, como el estruendo de muchas aguas, les trae el bendito mensaje que el río de Dios sigue lleno de aguas (Salmo 65:9) y al sediento que acuda de lleno a Él, otra vez lo habrá de anegar con abundancia de aguas, frescas y cristalinas.

Qué evangelio! Qué buena nueva para sus agotados y exhaustos fieles!

Mas no es eso solamente. El estruendo de muchas aguas nos dice también algo más, igualmente maravilloso.

Imaginémonos en una excursión con algún hermano para visitar unas cataratas – las del Iguazú o del Niágara, por ejemplo. Acercándonos al lugar, empezamos a oír, aunque a distancia, el ruido de las aguas que van cayendo a copiosos raudales. Nuestra conversación sigue, pero a medida que vamos avanzando nos cuesta más hacernos oír el uno al otro. Finalmente, al estar bien cerca, el ruido es tan ensordecedor que ya no nos oímos, y todo otro ruido, voz o sonido queda ahogado y apagado por el formidable estruendo de muchas aguas.

Así es la voz del incomparable Señor Jesús! No necesariamente ruidosa, y por cierto que ni eufórica ni nada de eso; pero tan única y sin igual, que al llegar a nuestro interior silencia  y acalla todas las demás que pretenden atraernos, para reclamarnos y llevarnos totalmente a Él, la bendita Fuente Eterna de todo bien.

 

El arma invencible y todopoderosa de Su palabra.-

“…de su boca salía una espada aguda de dos filos…”

En los albores de ese gran obrar  de Dios en Éfeso y toda la región que entonces se llamaba el Asia, esa palabra del Señor había crecido  prevalecido poderosamente, con sus verdades maravillosas e irresistibles.

Las consecuencias que trajo se hicieron sentir poderosamente en la sociedad, y sobre todo en el mundo de algunos negociantes de imágenes de dioses falsos. Pero no debemos detenernos a detallar sobre eso ahora.

Por el contrario, cuando se produce un decaimiento espiritual, uno de los varios síntomas negativos que aparecen es que la palabra pierde su vigor y vitalidad penetrante, y en cambio se vuelve seca, inoperante y anodina.

Para quienes, habiéndola conocido en su gloria y vitalidad pristinas, la han pasado a echar de menos al faltar y no oírse, quizá por años ya, qué consuelo dichoso resulta el tener un reencuentro con ella!

La espada de triunfo del pueblo de Dios, (Deuteronomio33:29) para el creyente fiel y santo de verdad es el medio por el cual el Espíritu ha dado muerte a los antiguos habitantes de sus alma: el pecado,  las obras de la carne, y la mundanalidad en todas sus variadas y sutiles ramificaciones.

Para su espíritu, su nuevo hombre, es pura gloria que lo fortalece, y a menudo lo hace vibrar de amor y de fe, con el auténtico espíritu guerrero en medio de la batalla en que está empeñado. Y esa espada también es, desde luego, mucho, mucho más.

Pero sigamos adelante.

 “Y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno.” (1:15a)

Cuán distintos son Sus pies ahora, de los que Juan había visto en Su ministerio terrenal, calzados con humildes sandalias y recorriendo los polvorientos caminos de Galilea, Samaria y Judea!

Hay dos Escrituras que nos vienen a la mente  en relación con esto:

“Hollaréis a los malos, los cuales serán como ceniza bajo las plantas de vuestros pies.” (Malaquías 4: 3) en el contexto del nacimiento del Sol de Justicia que aparece en el versículo anterior.

Y vinculada con ésta, la promesa de Romanos 16: 20:-

“Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies.”

La iglesia militante, tanto en el Asia en aquel punto de la historia, como en toda ocasión sucesiva hasta el presente, se encontraba y se encuentra rodeada de enemigos por doquier, incitados por Satanás.

Es por eso que esta manifestación tan importante del Señor Jesús, viene tan en sazón en cuanto a Sus pies, semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno.

Como parte de Su Cuerpo que se va completando en esta etapa final de los tiempos, Él habrá de usar a Sus fieles guerreros como sus pies, para hollarlos y dejarlos como cenizas ante Su poder irresistible.

Arriba ese ánimo, querido hermano! El FORMIDABLE GUERRERO INVENCIBLE ESTÁ DE NUESTRA PARTE; por tanto, no dejes que la derrota entre en tus cálculos para nada.

 

Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve.” (1:14A)

Estos detalles que se nos van dando no son casuales, ni están meramente para completar un cuadro descriptivo interesante. Hemos de repetir, para que en ningún momento se pierda de vista, que es una manifestación del Hijo de Dios glorificado, dirigida a Sus iglesias, las del Asia de entonces, y todas las demás hasta el final de los tiempos.

Al considerar ahora ese rostro y esa cabeza, que se nos va presentando en las sucesivas pinceladas de las Escrituras, vemos en la parte superior – frente, cabeza y cabellos – la blancura inmaculada de la nieve.

Contemplándola nos impresiona, nos impacta, nos conmueve profundamente.

El Espíritu Santo, como correspondiendo a nuestra contemplación que es anhelante y a la vez expectante, nos hace divisar con nitidez y reverente temor esa blancura tan celestial, tan por encima de cuanto jamás hemos visto y conocido.

Al mismo tiempo, nos hace desear ser así de santos y puros como Él es. Y aun más allá de eso, detectamos una nota de misericordia que siente con ternura por aquellos que, dentro de las iglesias,

en el pasado vivían de blanco delante de Él, pero que ahora, tristemente, están manchados y sucios.

No se presenta así para recriminarlos ni desecharlos. Antes bien, es para encenderlos de un fuerte anhelo de volver a Él contritos y humillados, para ser restaurados a su bendito estado anterior de vivir en la hermosura de la santidad.

 ¿Sientes que va tomando sentido para ti y para tu iglesia, querido lector u oyente, esta gloriosa manifestación de Jesucristo en la isla de  Patmos?

 

“…sus ojos como llama de fuego.” (1: 14b)

Cuántos en esas queridas iglesias habrán ardido en un principio con la llama celestial! Y cuántos, lamentablemente, languidecían ahora en el recuerdo de un pasado bendito, pero que se les había evaporado hacía bastante tiempo, y algunos ni siquiera sabían cómo!

Como para llorar y llorar, y derramar el alma, pidiendo un retorno a aquello que se vivió antes!

Y ese par de ojos como llama de fuego, y más penetrantes que ningún otro, como leyendo y conociendo muy bien ese lamento, se presentan con el alentador mensaje que Él sigue ardiendo de amor inapagable. Pero no sólo eso, sino que al que de veras está dispuesto a ponerse bien a cuentas con él, desnudando ante Él su corazón y poniendo otra vez todas las cartas sobre la mesa, Él está bien dispuesto a volver a encenderle la llama gloriosa, para que de nuevo arda y vibre de amor, fe y esperanza.

Bendito Cristo,  cuán perseverante eres para seguir amando con tanta bondad a los Tuyos hasta el fin!

 

…y su rostro como el sol cuando resplandece en su fuerza.” (1:16b)

El rostro del Señor Jesús es el resplandor de la gloria del Dios invisible, y la misma imagen – bien vívida – de Su santa y gloriosa persona. Es el Sol Increado y eterno, que aun más que el sol creado, nos encandila de tal manera, que al mirarlo tan sólo por una brevísima fracción de segundo, nuestra mirada queda afectada de una forma tan grande, que todo lo demás lo vemos nublado y difuso.

Tal lo que nos ha sucedido a todos los que lo hemos conocido de verdad – lo terrenal y mundano de antes ha perdido toda luz y sentido – y ahora sólo tenemos un rumbo y un norte en la vida – vivir siempre ante esa luz deslumbrante, dándonos de lleno con la mayor gratitud y ahínco a la incomparable persona de Quien procede.

 

En una breve recapitulación de la visión, podemos imaginar todo el semblante del Cristo glorificado: esa cabeza y cabellera, con la blancura de la nieve; los ojos como dos llamas de fuego; de la boca, saliendo las tres cosas: la voz de trompeta, el estruendo de muchas aguas y la espada aguda de dos filos. Y como si fuera poco, Su mismo rostro, un sol radiante de un resplandor que encandila y deslumbra.

Con razón que Juan cayó redondo a Sus pies, como muerto!

Mas Jesús prestamente se le acerca, pone Su diestra sobre él y le dice:

”No temas, yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén…(1.17b-18)

Y a continuación le manda que escriba las cosas que ha visto y las que son y las que han de ser, explicándole asimismo el significado de las siete estrellas que están en Su diestra y de los siete candeleros. Sobre esto comentaremos más adelante.

Esto pone punto final a este gran capítulo, que configura la base, a la vez que la fuerza motriz digamos, que ha de dar impulso a todo lo que sigue.

       Antes de abrir Jesús Su ministerio, se abrió el cielo sobre el Jordán, y el Espíritu Santo, en la forma corporal de una paloma,  descendió sobre Él.

Al nacer la iglesia primitiva, para ese obrar tan poderoso que iba a tener lugar en sus albores en Jerusalén,  el viento recio y el fuego del Espíritu Santo vinieron como la gran fuerza propulsora.   

Algo parecido sucedió en la casa de Cornelio más tarde al nacer la primera iglesia gentil.

Ahora, como ya hemos visto, el planteo es distinto. Entrados el decaimiento y las dificultades en las siete iglesias del Asia de ese entonces, se abre una nueva panorámica en la trayectoria de la iglesia  universal de Cristo, que ha de seguir hasta el final de su historia.

En efecto: la iglesia militante, en el fragor de la lucha y en la gran variedad de vicisitudes y problemas que se presentan, necesita y necesitará siempre del importante y laborioso ministerio de la restauración, para recuperar los valores perdidos y seguir en pie en medio de la lucha, hasta terminar airosa y triunfante.

Para esto hará falta un inmenso caudal de energía y virtud de lo alto, y precisamente par ello el Resucitado, Ascendido y Glorificado Hijo de Dios se manifiesta en esta célebre ocasión de la isla de Patmos de forma tan poderosa y estupenda.

Y así es como si las compuertas celestiales se abriesen para liberar ese inagotable caudal que hay en Él, y con el cual su amada iglesia universal a través de la historia habrá de ser revitalizada y renovada vez tras vez, para alcanzar el glorioso destino que le está asignado. 

Tal es el profundo sentido de capital importancia que nos presenta este primer capítulo del libro de Apocalipsis.    

 

F  I  N