La restauración en el Nuevo Testamento
Segunda parte

Cleofas y su compañero
“¿No ardía nuestro corazón?”

Volviendo ligeramente hacia atrás en el reloj del tiempo, nos trasladamos ahora al Domingo de resurrección en horas de la tarde. Nos valemos para ello de la hermosa y emotiva narración que Lucas nos brinda en su último capítulo, desde el versículo 13 al 36. La misma está saturada de ricas y sustanciosas verdades, muchas de las cuales se prestan admirablemente para el tema en que estamos.
“Al que madruga Dios lo ayuda” nos dice un adagio muy popular. No obstante, aquí tenemos un ejemplo de dos hombres que no madrugaron, por lo menos para ir a la tumba en que había sido sepultado Jesús, y sin embargo, Dios los ayudó, y muy mucho por cierto!
Uno de ellos se llamaba Cleofas, mientras que no se nos da el nombre del otro. Eran discípulos del Señor aunque no formaban parte del grupo de los doce.
Al acercarse Jesús y caminar con ellos no le reconocieron, pues sus ojos estaban velados. Igualmente, en la ocasión tratada en la parte primera, cuando Jesús se presentó en la playa al amanecer, los discípulos no sabían que era Él. Lo que nos lleva a la simple reflexión de que a veces, al encontrarnos en medio de pruebas y quebrantos, Él en verdad está a nuestro lado o muy cerca para socorrernos, pero nuestros ojos del espíritu y de la fe están velados y no lo vemos.
Aproximadamente al promediar la tarde de ese Domingo, iniciaron su marcha de regreso de Jerusalén a la aldea de Emaús donde residían.
La distancia a recorrer era de algo menos que once kilómetros, y como en un principio hablaban y discutían entre sí y después durante la mayor parte del trayecto Jesús les iba exponiendo lo que la Escrituras decían de él, creemos razonable suponer que andaban a marcha mas bien lenta, pues no cabe pensar que caminaran con prisa en una situación como ésa.
Por todo esto, estimamos que el tiempo de marcha habrá sido de unas tres horas aproximadamente, o tal vez un poco más. De esas tres horas pensamos que Jesús les habrá estado hablando por lo menos dos, en lo que seguramente habrá sido una admirable exposición, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, para explicarles lo que en todas las Escrituras se decía de Él.
Qué lástima que en aquel entonces no existían las grabadoras! Habría sido magnífico tener un CD con la grabación fiel de la voz y de cada palabra pronunciada por Jesús. Pero no importa – en lugar de ello tenemos al Espíritu Santo como intérprete fidedigno y veraz de este pasaje, y claro está, de todo lo demás que necesita saber y conocer un hijo de Dios.

Esperanzas mal fundadas.­
Pero comencemos desde el principio. Cleofas y su compañero volvían sumamente tristes, sintiéndose muy decepcionados por el curso que habían seguido los acontecimientos en los últimos días, al ser Jesús apresado, sentenciado a muerte, crucificado y sepultado.
Ellos esperaban que Jesús iba a redimir a Israel del yugo de los romanos, pero con Su muerte veían esta esperanza totalmente frustrada y hecha añicos. Esto nos da un punto muy importante sobre el cual nos debemos detener un poco, pues nos señala algo que tiene evidente aplicación práctica, y que en un buen número de situaciones resulta de relevante actualidad.
En efecto, en nuestro seguir y servir al Señor podemos estar motivados e ilusionados por expectativas mal fundadas. Estas pueden variar grandemente, entre el logro de metas que nosotros mismos nos hayamos propuesto, o bien otros nos hayan presentado, como ser ver sanidades, milagros y mucha bendición sobre nuestras labores; según predicciones que nos hayan dado; sentirnos muy realizados y felices al acometer el pastorado o algún otro aspecto del ministerio, etc., para encontrar después que hemos tenido que enfrentar una buena dosis de pruebas y tormentas que nos han acongojado y desanimado totalmente.
Muchas de estas expectativas y otras semejantes están muy en boga hoy día, así como en los tiempos del Señor Jesús estaba la de esperar, como lo hacían Cleofas y su compañero, que Él redimiese a Israel del yugo romano.
En Juan 6:14-15, después de la multiplicación de los panes y peces previa a la fiesta de la pascua, había el propósito por parte de algunos de venir y apoderarse de Él para hacerle rey. Aun después de Su resurrección y muy poco antes de Su Ascensión, Sus discípulos le preguntaron si en ese tiempo habría de restituir el reino a Israel. (Los hechos 1: 6)
Evidentemente, como resultado de los muchos milagros que hizo, se había estado creando una gran efervescencia, y esto se tradujo en un sentir popular que incluso alcanzó a Sus discípulos, de que él iba a reinar sobre Israel y liberarlos del dominio de los romanos.
Como sabemos, la voluntad de Dios y el curso que siguieron los acontecimientos fueron por un rumbo totalmente distinto. Su muerte y sepultura significaron para muchos un fracaso y derrota, echando por tierra sus mal fundadas esperanzas de Su inminente reinado terrenal sobre Israel. Sin embargo, habían sido, junto con Su resurrección, un triunfo maravilloso y de proyecciones infinitas y eternas, sobre el cual se había de fundar Su reino, que no es de este mundo, y que permanecerá para siempre jamás.
Por una parte, es verdad que el Señor restauró a Sus discípulos que lo habían abandonado en la hora y la potestad de las tinieblas. (Lucas 22: 53b) y también a Cleofas y su compañero, de la forma que iremos viendo más adelante.
Sin embargo, muchos más que abrigaban la misma esperanza y se vieron y sintieron defraudados al no verla cristalizada, quedaron apartados y alejados, y es posible que un buen porcentaje de ellos nunca volvió a Él para seguirle y servirle. Decimos esto, sin olvidar que por otra parte en los albores de la iglesia primitiva en Jerusalén, Judea, Samaria y Galilea, muchísimos se convirtieron al Señor, entre los cuales sin duda habría un buen número de los que anteriormente habían visto la expectativa de Su reinado terrenal sobre Israel completamente frustrada.
De todas maneras, lo que surge con toda claridad de lo que venimos comentando, es la necesidad de que nuestros anhelos y expectativas descansen sobre la base sólida de la voluntad de Dios para nuestras vidas, y de lo que es bíblico y razonable esperar, según la medida de la fe (Romanos
12: 6) y la gracia que nos ha sido dada a cada uno “conforme a la medida del don de Dios” (Efesios 4:7)
Muchas veces esos anhelos y expectativas van mucho más allá, o bien por rumbos distintos, y más tarde, al no concretarse, queda un sentir de desengaño y desconcierto del cual cuesta mucho recuperarse, e incluso algunos nunca lo logran.
A pesar del gran número de profecías predictivas de bendición pronunciadas en algunos círculos y que no se han cumplido, debemos tener muy en cuenta la exhortación de Pablo en 1a. Tesalonicenses 5: 20-21:
“No menospreciéis las profecías; “Examinadlo todo; retened lo bueno.”
El hecho de que Pablo escribiese en esos términos da pie a que pensemos que ya en ese entonces debe haber habido un abuso o mal uso del don de profecía, el cual predisponía a despreciarlas. Por eso aquí corrige esa actitud incorrecta, pero al mismo tiempo nos anima a ser muy cautos, examinándolo todo y reteniendo lo bueno.
Por supuesto que lo bueno en ese contexto no es lo que nos halaga prediciendo grandezas para nuestro futuro, sino lo que más bien nos edifica, o bien nos exhorta de forma correcta, o nos consuela. (1a. Corintios 14:3)
A continuación consignamos más consejos de Pablo que pueden servir de freno saludable a la tendencia o tentación de esperar cosas que nos quedan demasiado grandes.
“Digo pues por la gracia que me dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de la fe que Dios repartió a cada uno”
(Romanos 12:3)
“Porque el que se cree ser algo no siendo nada a sí misma se engaña. Así que cada uno someta a prueba su propia obra, y entonces tendrá motivo de gloriarse respecto de sí mismo, y no en otro.” (Gálatas 6:3-4)
Se entiende que citamos esas palabras con el ánimo de evitar a algunos esperanzas mal fundadas, con las consabidas secuelas dolorosas de más tarde no verlas cumplidas. Es mucho más sensato edificar sobre la base de ser fieles en lo que tenemos, por pequeño y modesto que sea, en la seguridad de que Él a su tiempo, nos hará ensanchar y ampliar nuestros horizontes, a medida que en Su sabiduría y voluntad para nuestras vidas lo estime oportuno.
Como advertirá el lector u oyente, nos hemos detenido bastante sobre este particular, pues lo conceptuamos importante. Abrigamos el deseo de que estas consideraciones sirvan para impedir que queridos hermanos se embarquen en planes, expectativas o esperanzas mal basadas, y que a la postre les habrán de traer desencanto y perjuicio para sus almas. Y es por eso que lo hemos incluido entrelazado con nuestro comentario en su hilo principal.
Estábamos con nuestros dos amigos en su camino de Jerusalén a Emaús… Según ya vemos, el Señor no se quedó corto con ellos. Arrancando de Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicaba en todas las Escrituras lo que de Él decían.
Esto también corrobora lo que se ve en tantas partes de los evangelios: el lugar preponderante que Jesús siempre le daba a las Escrituras, honrándolas como la palabra divinamente inspirada que no puede ser quebrantada (Juan 10:35b) y dándole una interpretación y un uso vivo y certero.
“Llegaron a la aldea adonde iban, y Él hizo como que iba más lejos.”
(24:28)
Si bien no le habían reconocido, en sus corazones evidentemente se sentían atraídos por ese forastero que les había estado hablando largo y tendido y de una forma tan especial. Jesús sabía esto, y al hacer como que iba más lejos, Su verdadera intención era encender aun más ese sentir en ellos, de tal forma que al ver que se marchaba les brotase esa súplica – que no se fuera – que no les dejase.
Guarda cierta semejanza con la ocasión en que Jacob luchó toda la noche con un varón celestial. Al insinuarse el amanecer este varón, también desconocido todavía por el patriarca, le dijo:
“Déjame, porque raya el alba” a lo cual Jacob, encendido de anhelo santo de Dios, le respondió:
“No te dejaré si no me bendices.” (Génesis 36:26)
Ese decirle que se marchaba y lo dejaba así, con la cosa a medias por así decir, fue lo que arrancó de lo más profundo de Jacob esa exclamación tan terminante que “obligó” al ángel a quedarse y bendecirlo.
Muchos son los santos y los verdaderos enamorados del Señor, que pueden atestiguar de situaciones semejantes en los anecdotarios de sus experiencias con él. Tantas veces, necesitándolo y anhelándolo tanto, se han encontrado con que parecía que Él se iba… Y es eso lo que toca la fibra más íntima, de tal forma que uno se toma de Él con un clamor tan fuerte y ardiente, que hace que Él, lejos de marcharse, se quede y se confunda en un abrazo de Su amor más tierno y sublime.

“Más ellos le obligaron a quedarse, diciendo Quédate con nosotros porque se hace tarde y el día ya ha declinado.” (24:29)
Lo que hizo Jesús al hacer que iba más lejos surtió efecto inmediato. Los dos, tocados en sus cuerdas más sensibles, en seguida le rogaron a una que no se fuese, que se quedase con ellos.
Pero antes del ruego en sí – “quédate con nosotros” – la pluma inspirada de Lucas nos da una perla preciosa y bendita: “Le obligaron a quedarse!”
Ese pedido tan tierno de ellos, se hizo tan irresistible para el Señor que se sintió obligado a no marcharse, sino a detenerse y quedarse con ellos.
Nos maravilla pensar que, movidos por Su mismo Espíritu, podemos presentarle nuestras peticiones y súplicas de tal forma que a Él le resulten irresistibles y no pueda menos que concederlas, a menudo en forma inmediata y a veces aun dándonos mucho más de lo que hemos pedido. Gloria sea a Su nombre.
Que haya siempre en cada uno de nosotros esa disposición tan entrañable que hace que anhelemos que Él esté muy cerca nuestro – a nuestro lado y en preciosa comunión.
Al predicar y enseñar sobre este pasaje, en un buen número de ocasiones lo hemos usado para diferenciar entre dos clases de creyentes.
Una es la del que en determinada hora del día, presenta al Señor, junto con su gratitud, la serie de peticiones que surgen de su andar cotidiano: que Él le guarde al viajar en carretera o lo que fuere a su trabajo, que proteja a su mujer e hijos, que provea todo lo necesario en la economía, que lo guarde de todo peligro, y bendiga su salud y la de los suyos, etc. etc.
El Señor, bueno y misericordioso, le concede esas peticiones, y, hablando figurativamente, continúa Su marcha, pues Su intención es ir más lejos.
La otra clase es la que igualmente le presenta sus peticiones, y tal vez muy parecidas también, pues él tiene necesidades semejantes en su vida diaria. Pero hay una diferencia: una vez que las ha presentado no se da por satisfecho, sino que añade una más, que para él es más importante que todas las anteriores. “Señor, quédate un buen rato conmigo en ésta mi humilde alcoba. Quiero empaparme de tu presencia pura y santa; quiero tu abrazo bendito – las caricias de tu amor sin igual. Y quiero decirte también, estando tú muy cerca y a mi lado, que te amo más que a toda otra cosa en la vida.”
¿A cuál de estas dos clases de cristianos perteneces tú, amado lector u oyente?
Antes de pasar más adelante, debemos volver a las palabras ya citadas:
“Él hizo como que iba más lejos. (24: 28b)
Aparte de lo que ya hemos comentado, hay otra cosa que no se nos debe pasar por alto: ese día Él sí que iba a ir más lejos. La vivienda de esos dos discípulos en Emaús no era Su meta final, sino que Su intención iba a ser ir más lejos mucho más lejos, y no sólo eso – además pensaba llevarlos a ellos dos más lejos, como veremos dentro de poco.
Esto nos presenta la hermosa perspectiva de un Cristo dinámico y de avance continuo – y a los Suyos siempre quiere llevarlos más adelante y más lejos. Ni tú ni yo, querido lector u oyente, hemos llegado todavía; sigamos amando, siguiendo y sirviéndole de forma fiel y consecuente, que Él tiene más para cada uno de nosotros. Y a medida que vayan pasando las semanas, los meses y los años, se irán desenvolviendo los designios que Él tiene previstos para cada uno de Sus amados discípulos y siervos.
Cuántos más tiernos pensamientos se nos van cruzando por la mente al meditar sobre esta parte del relato!
Cuando Jesús entró a quedarse con ellos el día ya había declinado. El anochecer, con la luz del día que se nos va acabando, tiene un singular efecto sobre nuestras almas. Un día más se nos ha ido con sus oportunidades para hacer o lograr algo de alcance eterno, es decir que vaya más allá de lo temporal y perecedero. La oscuridad que se cierne sobre nosotros nos hace más conscientes de que tal vez el día de nuestra peregrinación en este mundo se va acercando vertiginosamente a su fin.
Cuando ese fin llegue, la suerte ya estará echada irremisiblemente en cuanto a lo que hemos hecho con nuestra pequeña y única vida aquí en la tierra, y con los muchos días de salud y fuerzas que se nos han dado.
Al recordar con pena que muchos de ellos los desperdiciamos, no sacando el debida provecho, y que quizá no nos quedan muchos más, nos debemos sentir profundamente motivados.
¿A qué?
Pues primeramente a esa súplica, la misma que hicieron nuestros dos amigos, Cleofas y su compañero: “Quédate con nosotros – quédate conmigo
– el día se termina, la oscuridad de la noche se avecina – te necesitamos, te necesito más que nuca Jesús bendito. Oh quédate a mi lado! Cerca, muy cerca amado Señor!
Y a continuación otros ruegos y caros y hondos anhelos.
“No quiero más malgastar el tiempo, ni vivir insensible a que un día tendré que comparecer ante Tu tribunal y rendir cuentas de lo que hecho aquí con mi vida en la tierra.”
“Oh Jesús, lléname de un solemne sentido de urgencia en todo mi vivir, que me mueva a buscar y hacer tu voluntad por encima de todas las cosas, y ordenar mis pasos y actividad, sirviéndote con todo tesón y esmero, de tal manera que al terminar mi carrera y encontrarme contigo, lejos de retirarme avergonzado, te pueda mirar en el rostro con toda confianza y oír de tus labios las palabras “Bien hecho, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor.”

Continuando: “Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió, y les dio.”
“Entonces les fueron abiertos los ojos y le reconocieron, mas él se desapareció de su vista.” (24:30-31)
“…contaban…cómo le habían reconocido al partir el pan.” (24)
Al sentarse el Señor a la mesa y tomar y bendecir el pan para partirlo y dárselo a ellos – allí sí que lo reconocieron – se dieron cuenta por fin de Quién era!
Ninguno como Él puede tomar el pan, ese Pan de Vida que es Él mismo, bendecirlo, partirlo y dárnoslo a comer, de esa manera tan especial, tan única. Cada vez que lo hace, sabemos sin lugar a dudas que es Él y ningún otro!
No bien le reconocieron, Jesús, que ya estaba en Su cuerpo de resurrección, libre de las limitaciones de lugar y tiempo, desapareció. No obstante, Su labor hermosa y perfecta ya estaba cumplida.
Las palabras que se decían el uno al otro al desaparecer Jesús nos dicen mucho, muchísimo.
“¿No ardía nuestro corazón en nosotros mientras nos hablaba en el camino y nos abría las Escrituras? (24: 32)
El estado de tristeza y pérdida de visión en que se encontraban al iniciar el regreso de Jerusalén, había producido un efecto de endurecimiento y frialdad en sus corazones, propio de lo que suponía un desengaño muy fuerte para ellos, con las consiguientes dudas y un desconcierto total.
Al hablarles Jesús en el camino, por medio de las Escrituras les explicaba que lo que había sucedido no había sido un fracaso ni un desenlace inesperado y desafortunado como ellos pensaban, sino el fiel y exacto cumplimiento de los designios divinos.
Éstos no concluían con Su muerte y sepultura, sino que se proyectaban a través de Su resurrección a glorias mucho mayores y sublimes de lo que ellos se podían imaginar, aun cuando no por la vía de la restitución del reino terrenal y la liberación del dominio romano que ellos habían esperado.
Su exposición meticulosa y exhaustiva de las Escrituras, iba pues dirigida a corregir el error de ellos, haciéndoles entender que en vez de un triste fracaso, lo acaecido había sido un éxito absoluto, merced a Su gloriosa resurrección que abría el futuro de las perspectivas más maravillosas – según las promesas contenidas en las predicciones de los profetas del Antiguo Testamento. Todo esto para llegar a la mente y comprensión de ellos.
Pero Jesús sabía muy bien que eso no bastaba – que había que llegar también a sus corazones, donde la desilusión que habían experimentado había dejado huellas muy hondas.
En casos semejantes, mientras uno puede dar un total asentimiento mental a lo que está oyendo, por dentro, en el corazón, hay un bloqueo paralizante que se hace necesario eliminar.
Las palabras “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?” nos dan la clave.
Jesús, que antes había afirmado “Fuego vine a echar en la tierra” (Lucas
12: 49) no sólo esclarecía la verdad de los hechos en consonancia con las Escrituras, sino que también por el Espíritu Santo que moraba en Él, ponía el fuego celestial en Sus palabras. No las hablaba en frío ni en seco, sino que de la misma forma que Moisés define el hablar de Dios en Deuteronomio 4: 12 y en varias citas más: “…de en medio del fuego.”
Es posible pronunciar palabras de la más acabada y sana ortodoxia bíblica, pero con absoluta frialdad – de en medio del congelador, casi podríamos decir. Las mismas podrán informar y también esclarecer nuestra comprensión metal, pero cuando por dentro, en el corazón, existe el boqueo paralizante ya puntualizado, no han de servir de por sí solas para remediar la situación.
Así pues, las palabras de Jesús llevaban una doble dirección: por una parte estaban encaminadas a la comprensión mental para esclarecerlas, según lo ya señalado, con la verdad de las Escrituras. Desde luego que no subestimamos la importancia de esto, pero necesitaban ir acompañadas del otro factor también señalado.
El mismo consistía en dirigir sus palabras a los corazones con el contenido de la llama celestial que llevaban – llama de amor, de santidad, de fe y de verdad. Al ir penetrando, poco a poco esa masa dura, casi indefinible pero muy real que les había producido ese bloqueo interior se fue desintegrando. Así sus corazones comenzaron a arder según su propia confesión, renaciendo en ellos el calor del amor, la fe y la esperanza.
Cuánto necesitamos en el ministerio esta doble proyección de la palabra limpia y claramente trazada, acompañada del auténtico fuego celestial!
Ese fuego descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, y desde entonces Dios lo ha seguido dando a muchísimos siervos y siervas a través de la historia. Ciertamente, él es el Dios que “hace a sus ángeles espíritus, y a Sus ministros llama de fuego.” (Hebreos 1: 7)
Si nuestra predicación ha de penetrar en corazones sumidos en el materialismo y el pecado, si han de quebrantar a otros enfriados y endurecidos por haberse apartado de Dios y Sus caminos, si han de encender a los apocados y cabizbajos de nueva esperanza de vivir, amar y servir, si han de hacer todo eso, decimos, necesitarán imprescindiblemente que la verdad bíblica que expresan vaya acompañada del genuino fuego divino.
Claro está que ese fuego no consiste en gritos desaforados, expresiones de euforia, triunfalismo y demás manifestaciones de esa índole, que solemos calificar de “fuegos artificiales.”
Tristemente, algunos lo confunden con esa clase de cosas, atraídos por la apariencia externa que producen en los sentidos naturales, dando una sensación de poder, “mucha autoridad” y demás.
Quien tenga los sentidos espirituales debidamente desarrollados podrá detectar la diferencia, y además el correr del tiempo dará su veredicto acerca de lo que ha dado resultados buenos y duraderos, y lo que no los ha dado.
En el caso de nuestros dos amigos – Cleofas y su compañero – ese fuego del Maestro que había hecho arder sus corazones, de inmediato produjo un vuelco fundamental. Lejos de acostarse para descansar y dormir, después de haber caminado algo más que unos diez kilómetros, se levantaron en la misma hora y emprendieron el regreso a Jerusalén!
Sabedores ahora que Cristo había resucitado sin lugar a ninguna duda, e impulsados por ese fuego bendito que les había impartido Jesús, adiós a la tristeza, el aburrimiento y hasta el cansancio, a emprender sin demora el retorno a Jerusalén! A compartir el gozo inmenso de la esperanza plenamente recobrada, y eso, a pesar de la hora avanzada! Iban a llegar a Jerusalén como a la medianoche, pero eso no importaba en absoluto!
Dijimos antes que Jesús ese primer Domingo de Pascua no tenía como meta final la vivienda de Cleofas y su compañero en Emaús – pensaba ir mucho más lejos, e incluso llevarlos a ellos también mucho más lejos.
Aquí vemos esa meta mayor y más allá plenamente alcanzada. A poco de llegar ellos y reunirse con los once y otros que estaban con ellos, y compartir la inmensa alegría de lo que les había acontecido en el camino, el mismo Jesús se presentó en medio de ellos, disipando toda duda y llevándolos a un punto muy superior a lo que habían conocido antes.
Lo que pasó en esa reunión con el Maestro que comenzó después de la medianoche, se nos cuenta en la sección del capítulo 24 de Lucas en que estamos, versículos 36 al 49 inclusive. Hermoso, lleno del más hondo contenido y con el clímax de su gloriosa ascensión.
Magnífica culminación, con gozo indescriptible: la fe y la esperanza plenamente recuperadas, nuestros dos queridos personajes ya no están tristes y decepcionados. Todo eso, como una terrible pesadilla, ha quedado atrás para siempre. Totalmente restaurados, están otra vez de pie junto a sus hermanos para reanudar la marcha tras el Maestro resucitado, con horizontes de gloria por delante y una canción de amor y de gratitud que les brota de lo más hondo del ser.
Así restaura el bendito Señor Jesús!
Querido lector u oyente, tú, el del nombre desconocido para nosotros, al igual que el del compañero de Cleofas – tal vez al igual que él al emprender el regreso de Jerusalén a Emaús, tú te encuentres acongojado, con pérdida de visión y decepcionado, quizá por tus propios fallos y fracasos, o quién sabe por qué causa.
A través de estas páginas que has estado leyendo, el Señor resucitado te está hablando la verdad bíblica de Su triunfo absoluto a través de Su muerte y resurrección – triunfo que por el poder del Espíritu Santo Él quiere hacer extensivo a todos los Suyos, incluyéndote a ti.
En Su hablar seguramente que detectarás esa llama de amor a tu persona que busca que tu corazón arda en ti – para consumir la escoria, para enternecerte otra vez para con Él y con el Padre, para quitar la amargura y desazón que te embargan, y en fin, para hacerte todo el inmenso bien que le hizo a Cleofas y al compañero del nombre desconocido. ¿No te pondrás de rodillas para derramar tu alma ante Él?
Arrepentido y humillado, acércate a Él – que te aguarda y más que eso te llama tiernamente. Él hará para ti el milagro imposible de ponerte en pie y afirmarte en la vida de una vez para siempre. Y así empezarás a emprender el retorno feliz a tu hogar y tu verdadero norte y destino eterno en Cristo Jesús.
A Él y a tus seres queridos se lo debes -y también a ti mismo – hacer esto para que ni él ni ellos se vean defraudados, ni tú tampoco. Así habrá regocijo general por tu regreso al redil y la hermosa realidad de que ahora sí tu vida tiene sentido y rumbo verdaderos. Amén.
FIN