La oración # Capítulo 7 Primera Parte
Peldaños del Discipulado
Capítulo 7 La oración
Primera Parte
Hemos puesto estos dos peldaños – el de la palabra y la
oración – el uno inmediatamente delante del otro, por estar
estrechamente vinculados y complementarse mutuamente en
todos los órdenes de la vida.
Nuestra oración adquiere solidez y consistencia con el apoyo
y respaldo de la palabra. Al mismo tiempo, nuestra lectura y
estudio de la palabra, recibe inspiración y frescura cuando se
la sustenta y fortalece con la oración.
Las dos cosas se necesitan entre sí, y todo discípulo debe
comprenderlo claramente y habituarse al cultivo asiduo de
ambas.
Hace unos cuantos años, un siervo de Dios, estando de
vacaciones, descuidó la oración, dándole muy poco tiempo.
En parte lo hizo por el cansancio, y el deseo, como pensaba,
de relajarse, pero también por tantas cosas atractivas e
interesantes que pensaba hacer.
Al segundo o tercer día, empezó a sentir pesadez y un estado
de ánimo decaído. Preocupado por ello, inquirió del Señor
cuál sería la causa, y bien pronto comprendió que se debía a
haber dejado lo más importante de su vida: el cultivo de la
oración y su relación con el Señor.
Con el correr de los años, le sucedió algo parecido, aunque no
necesariamente estando de vacaciones, sino abrumado por
muchas tareas y obligaciones diversas.
El toque de atención del Señor en cada caso se siguió
repitiendo fielmente ante el olvido, generalmente involuntario,
o provocado insensiblemente por las exigencias de obligaciones
y deberes materiales y prácticos.
Por fin la lección quedó cabalmente aprendida – a veces cuán
lentos y torpes somos para aprender! – y desde ya hace un
buen tiempo, se hace la norma de anteponer a toda actividad –
salvo casos de absoluta fuerza mayor, se entiende – ese rato de
oración y comunión con el Señor, como una regla constante,
aun durante sus vacaciones.
Ni qué decir que los beneficios que esto le ha traído, han sido
y son considerables, y además, sus vacaciones, lejos de
entorpecerse y hacerse pesadas, se han vuelto más completas y
de mayor contenido.
Sí, la oración, debidamente acometida, es una fuente de
bendición – no una labor pesada y árida – y aunque a través
de ella indudablemente otros son tocados y bendecidos,
debemos entender que el primer beneficiado es el que la
practica.
En realidad, no podría ser de otra manera, porque orar de
veras supone acercarnos a Dios y tocarlo, a la par que permitir
que Él nos toque a nosotros..
Esto de por sí nos garantiza un beneficio seguro, junto con la
dicha de experimentar el alto bien de que el Eterno Dios,
ponga sobre nosotros Su mano sabia, diestra y amorosa.
Qué privilegio insondable!
La verdad es que no hace mucha falta insistir sobre la
necesidad de orar. Es algo que está tan fuertemente subrayado
y que recibe tanto hincapié, sobre todo en los evangelios y las
epístolas del Nuevo Testamento, que todo discípulo, sin
excepción, lo tiene que tener y entender con la mayor claridad.
Donde radica el problema es el llevarlo a cabo.
Las muchas actividades y las demandas de la vida en estos
tiempos de tanto ajetreo, hacen que la mayoría queden
envueltos en un círculo vicioso, que les deja a la postre muy
poco o ningún tiempo – y a menudo apetito – para la tarea más
importante de todas: estar comunicado con el Trono Celestial
de Dios en forma exclusiva, y sin interrupciones de ninguna
índole.
Presentamos aquí tres puntos tendientes a corregir esa gran
deficiencia.
En primer lugar, comprender con toda claridad, que la
medida de nuestra utilidad a los fines de alcanzar resultados
que perduren por la eternidad, estará determinada por el
mayor o menor grado en que nos demos a la oración.
En segundo lugar, en virtud de lo anterior, tomar ante el
Señor una decisión seria, responsable y consecuente, de
apartar un buen rato cada día para dedicarnos exclusivamente
a la oración.
No queremos ser puntuales en cuanto a la duración de ese
rato, pues entendemos que el Señor da medidas distintas de
capacidad para orar, y cada uno debe saber la suya, pero esto
se ha de hacer siempre con miras de ir logrando un
crecimiento y un aumento progresivo, y recordando siempre
las palabras de 2a. Corintios 9:6 :
“El que siembra escasamente, también segará escasamente, y
el que siembra generosamente, también generosamente
cosechará.”
Y en tercer lugar, reconociendo la absoluta incapacidad de
orar como conviene librados a nuestros propios recursos,
buscar sinceramente y en tierna dependencia, la ayuda y
gracia del Espíritu Santo.
Nuestra experiencia en este sentido es que, cuando le
buscamos de verdad, Él no tarda en responder.
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Cómo no se debe orar
Interrumpimos aquí la tónica seria de lo que venimos
diciendo, para ilustrar varios puntos prácticos con algunas
anécdotas algo risibles,
Hace unos buenos años, un misionero canadiense que había
levantado una congregación en el Sur del Paraguay, notó que
en las reuniones de oración sucedía algo que le desagradaba
sobremanera.
Cada uno de los creyentes, después de haber orado en voz
alta, aprovechando el momento oportuno, salía sigilosamente
del local de reunión y se marchaba.
El resultado era que, después de una media hora, aparte del
misionero y su esposa, sólo quedaba un muy pequeño puñado
de fieles – el grueso de la congregación había desaparecido!
Evidentemente, esto denotaba una gran falta de
espiritualidad. En lugar de ello, había una mezcla de querer
“quedar bien” con el misionero, con un deseo todavía mayor
de marchar, para atender a otras cosas que les interesaban
mucho más.
No cabe duda que este proceder era muy incorrecto, pero fue
muy curiosa la forma en que el misionero intentó remediarlo.
Encerrados en el local!
Anticipándose a los acontecimientos, en un reunión posterior,
y a una altura muy temprana de la misma, cuando todos
estaban con los ojos cerrados, sin hacer el menor ruido, se
deslizó hacia la puerta de entrada y le echó llave!
A continuación, uno de los primeros “fugitivos,” muy pronto
después de pronunciar su oración, encontró lo que parecía un
momento oportuno par marcharse.
Sin saber lo que había pasado, se deslizó en puntas de pie
hacia la puerta. Al llegar a la misma y encontrar que no la
podía abrir, hizo un intento vano de empujarla, y dándose
cuenta de que estaba cerrada con llave, volvió a su asiento
muy contrariado.
Muy poco después sucedió lo mismo con un segundo, y luego
con un tercero, hasta que por fin los demás cayeron en la
cuenta de lo que había acontecido, y tuvieron que resignarse a
seguir encerrados hasta el final de la reunión!
No creemos que este método, que equivaldría a obligarlos a
quedarse a orar en contra de su voluntad, haya dado
resultados verdaderamente satisfactorios.
Pero el misionero, que conocía bien a su congregación,
posiblemente había tratado infructuosamente de impartirles
un espíritu de oración, y como último recurso, trató de
subsanar la deficiencia con las mismas armas carnales que
empleaban ellos.
Vemos en esto, sin embargo, una analogía interesante y
provechosa. A veces discípulos del Señor que debieran estar
orando, dejan de hacerlo par entregarse a otros quehaceres.
Entonces, no son pocas las ocasiones en que el Señor permite
que les sucedan contrariedades, frustraciones y problemas, en
los cuales, a la postre, quedan atrapados y encerrados.
Y es ahí donde forzadamente no les queda otro remedio que
orar, clamar y ponerse a cuentas con Él.
Así aprenden a las malas, lo que no han podido o querido
aprender a las buenas – que la oración asidua y perseverante
nunca debe abandonarse, ni dejarse de lado por quien aspire a
ser un buen discípulo.
También recuerda el autor un comentario risueño, de un
condiscípulo suyo en un tiempo que estudiaba en un centro de
enseñanza bíblica, hace ya más de 70 años.
Resulta que este hermanito festejaba el hecho de que una
hermana, en las reuniones de oración, ponía su mano sobre su
rostro mientras se estaba orando, pero con los dedos
separados uno de otro, de manera que con los ojos abiertos,
observaba a los demás.
Casi no hace falta decir que a ese hermanito discípulo había
que preguntarle:
Y tú, ¿cómo sabes que la hermana hace eso?
Lo que nos lleva a otro recuerdo más reciente. En la ciudad
de Sevilla, hace unos 25 o 30 años, un joven, muy preocupado,
le planteó a quien esto escribe una inquietud que tenía.
Había leído un libro, en el cual el autor afirmaba, al parecer
como un descubrimiento importante, que en ninguna parte de
la Biblia se nos dice que hay que orar con los ojos cerrados.
Quería saber entonces qué opinaba al respecto.
La respuesta no pudo ser otra que la de exhortarle a no
preocuparse por el tema, como si fuera algo de gran
trascendencia – sencillamente que determinase para sí cómo
orar mejor él – con los ojos abiertos o cerrados – y procediera
en consecuencia.
A veces, por pequeñeces insignificantes, se puede entrar en
controversias infructuosas y perjudiciales. Si se le diese a este
punto tan sencillo y elemental una importancia desmedida,
muy bien se podría desembocar en una división totalmente
innecesaria y absurda – los que oran con los ojos abiertos, y
los que lo hacen con los ojos cerrados!
Cosas externas y superficiales como ésa no edifican, y pueden
desviarnos de lo que más interesa: acercarnos al Señor en
verdadera oración y comunión, de la forma en que a cada uno
le resulte más propicia y favorable.
Hace unos buenos años, en una etapa el autor tenía el ligero
problema de tener la vista un poco cansada – problema que,
afortunadamente quedó superado más tarde.
Pero en ese entonces, el esfuerzo de leer la palabra, lo
compensaba con el descanso al tener los ojos cerrados en la
oración.
Era una razón más para él, añadida al hecho de que en esa
forma encontraba y encuentra hasta el día de hoy, más fácil el
concentrarse y tener comunión con el Señor.
Así que para él, orar con los ojos cerrados era, y es, la mejor
manera.
No obstante, si otros de verdad encuentran que lo hacen
mejor con los ojos abiertos, nadie se lo debe ni se lo puede
impedir, ni tampoco debe ser juzgado o criticado por ello.
Un tercer recuerdo data del año 1951 – hace ya tantos años!
En la iglesia en que se congregaba quien esto escribe, se
habían convocado reuniones de oración extraordinarias. Un
hermano, no enterado del por qué de las mismas, y un poco en
desacuerdo, preguntó al principio de una de ellas cuál era el
propósito de esas reuniones extraordinarias.
El anciano que la presidía era un hombre muy tierno y
entrañable, un verdadero osito Panda, pero padecía de
sordera parcial.
No entendiendo la pregunta, pensó que sería un tema que se
recomendaba para la oración y con una sonrisa inocente y
candorosa replicó:
“También podemos orar por eso.”
En verdad, inconscientemente había acertado con la
respuesta. Debido a la situación imperante, habría sido
contraproducente entrar en detalles y explicaciones, y nada
más sabio que pasar a orar dejando de lado la pregunta.
Desde entonces, el autor y su esposa, que también se
congregaba en la misma iglesia, pero antes de habernos
casado, han retenido esa respuesta del querido anciano como
algo célebre, pero con un matiz de comicidad.
Cada vez que se presentaba una pregunta, o algún tema
escabroso, o bien que se creía oportuno evitar o por lo menos
postergar, pronunciábamos con todo hincapié las palabras
famosas del querido anciano:
TAMBIÉN PODEMOS ORAR POR ESO!
Y la moraleja derivada de esta anécdota es que hay
situaciones que parecen insolubles, o difíciles de encarar al
presente. En tales casos, no es aconsejable precipitarse a
buscar una respuesta rápida, sino encomendarlas al Señor en
oración, y esperar el momento en que maduren para darle la
solución que corresponda.
Como se hace muy extenso, interrumpimos aquí para
continuar en la segunda parte.
F I N