La obediencia – Cristo y Ezequiel

Introducción.-

A partir de ahora, no nos centramos en personajes célebres, y la inspiración y enseñanza brotadas de sus vidas y experiencias.
En cierto casos se encontrarán alusiones y comentarios acerca de algunos de ellos, pero en general, la tónica será muy distinta. Nos hemos de deslizar por una gran variedad de temas, todos ellos de índole práctica, y plenamente aplicable a la vida cotidiana de cada uno.
En éste que comenzamos, la obediencia es el tema central, encarnado en este caso en los dos personajes del título – Cristo y Ezequiel.
La obediencia en su zenit.-
Como en todos los demás aspectos de la vida cristiana, en éste de la obediencia, nuestro modelo perfecto es el Señor Jesucristo.
En primer lugar, extraeremos brevemente de Su ejemplo, para luego pasar a comentar el tema visto desde la perspectiva del ilustre profeta Ezequiel.
“Y Cristo en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente.”
“Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia, y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen.” (Hebreos 5:7-9)
Debemos comprender bien el sentido de “aprendió la obediencia”y de “habiendo sido perfeccionado.”
¿Acaso no fue obediente y perfecto en toda Su trayectoria desde un principio?
Desde luego que lo fue, tanto como niño, como joven carpintero y como el Maestro de Galilea. Pero este pasaje se refiere a la etapa final de Su vida, en el que tuvo que pasar por el terrible horno de fuego que se extendió desde el Getsemaní hasta Su muerte en el Calvario.
Nunca antes había tenido que ser obediente ante tanto dolor, quebranto y odio a Su persona, y al afrontarlo sin una sola queja, recriminación o lamento, Su obediencia alcanzó el pináculo más alto de la obediencia.
La Suya había sido perfecta en cada etapa anterior, pero en ese tramo final, tan duro y cruel, alcanzó el grado máximo y superlativo.
Podemos afirmar con absoluta certeza, que en toda la historia de este mundo no ha habido ningún ser humano que haya alcanzado semejante zenit.
Ese grado de perfección totalmente superlativa, lo constituyó para convertirse a la postre en la cabeza de una nueva raza de hombres y mujeres, que llevan desde entonces Su misma estampa de obediente, en contraste con lo que eran anteriormente – hijos de la desobediencia.
Mientras Jesucristo fue el obediente máximo, Satanás, por el contrario, fue y sigue siendo el desobediente máximo. Él intenta por todos los medios atrapar a los hombres y mujeres, llevándolos a su terreno – el de la desobediencia.
Pablo expresa esto claramente en Efesios 2:1-2.
“Y él os dio vida a vosotros cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia.”
La obediencia y una profecía asombrosa.
Hecha esta breve introducción pasamos ahora al profeta Ezequiel.
“Y yo hice como me fue mandado; saqué mis enseres de día, como enseres de cautiverio, y a la tarde me abrí paso por entre la pared con mi propia mano; salí de noche y los llevé sobre los hombros a la vista de ellos.” (Ezequiel 12:7)
Aquí vemos su obediencia en hacer algo extraño, y que llamaría la atención del pueblo que lo vería hacerlo.
Desviándonos transitoriamente del hilo, acotamos que esto que tuvo que hacer, fue una señal profética de lo que tendría que hacer el rey de Judá – Sedequías – al intentar huir del asedio de los caldeos.
El versículo agrega que, no obstante su huida, sería apresado y llevado a tierra de los caldeos, pero que no la vería.
En realidad, ésta fue una profecía asombrosa, cumplida al pie de la letra. En efecto, como castigo por su rebeldía crónica y obstinada, aparte del terrible juicio de ver que sus hijos fueran degollados en su presencia, a él le sacaron los ojos. De esta manera fue llevado ciego a Babilonia, la tierra de los caldeos. Por consiguiente no llegó a verla, tal cual lo predijo Ezequiel con tanta precisión.
La obediencia en medio de la tragedia y el dolor.
Retomando el hilo, en Ezequiel 24:18 vemos la obediencia del profeta a un nivel de mucha mayor exigencia.
“Hablé al pueblo por la mañana, y a la tarde murió mi mujer; y a la mañana hice como me fue mandado.”
En esa forma tan lacónica – “hice como me fue mandado” – expresa su obediencia a un mandamiento muy particular y exigente del Señor.
Como vemos por el contexto, el Señor le da la noticia de que de golpe le iba a quitar el deleite de sus ojos, pero que no debía endechar ni llorar, ni dejar que corrieran sus lágrimas. Además de esto, debía reprimir el suspiro, como así también prescindir del luto de mortuorios y demás señales de luto.
Teniendo todo eso en cuenta, él resume su obediencia de manera tan escueta. A pesar del profundo dolor que le embargaba, sólo dice:
“Hablé al pueblo por la mañana, y a la tarde murió mi mujer; y a la mañana hice como me fue mandado.”
Esto hecha de ver una serena y cumplida resignación que es casi increíble. Con el corazón sangrando de dolor, por así decirlo, pero no abre su boca para quejarse ni lamentarse, sino que procede con toda calma a cumplir lo que se le había dicho, como si no hubiera pasado nada.
En esto, por cierto que Ezequiel fue un ejemplo dignísimo. “Ezequiel, pues, os será por señal” se nos dice en el versículo 24, y por cierto que nos es una señal triple, la cual merece nuestra mayor consideración.
La primera la da el contexto. Por la idolatría y por la rebeldía contumaz y persistente de Su pueblo, Dios iba a castigarlos, permitiendo que los caldeos profanasen el santuario en que tanto se gloriaban, y llevasen cautivos a sus hijos y sus hijas.
No obstante, las circunstancias serían tales, que no podrían comer pan de enlutados ni hacer los lamentos propios de tales ocasiones. Es decir, que harían tal cual él había hecho al fallecer su mujer.
La segunda señal en realidad se hace extensiva a tantos de nosotros, que a menudo, en medio de dificultades, presiones o problemas agudos, ponemos el grito en el cielo.
Qué severa reprensión nos trae su obediencia puntual de no llorar ni lamentarse para nada, a pesar del gran dolor que lo aquejaba!
Y la tercera es de otro orden. Refiriéndose a su esposa y compañera no le dice:
“He aquí que quito de golpe a la fea o gordinflona de tu mujer.”
En lugar de eso le dice “el deseo de tus ojos.”
No sabemos cuántos años llevaba Ezequiel de vida matrimonial, pero no nos parece que era recién casado. Con todo, su esposa seguía siendo el deleite de sus ojos, tal como lo había sido al conocerla en un principio, y elegirla como su prometida y futura esposa.
Como siervos de Dios emulemos su digno ejemplo. Veamos siempre a la mujer que Dios nos ha dado como bella y hermosa, y no tengamos ojos ni corazón para ninguna otra. Lamentablemente, en este terreno muchos han fallado, para su propia ruina, la de su hogar, y de su ministerio.
El galardón de la obediencia.-
En realidad, la obediencia es como un buena siembra, de la cual se deriva siempre una buena cosecha.
Nuestro amado Señor Jesús, ha derivado de Su obediencia suprema una cosecha riquísima y de proyecciones eternas. Al igual que todo otro siervo obediente, Ezequiel recibió un galardón completo por su fiel y cumplida obediencia.
Recorremos un sendero algo sinuoso para llegar al mismo.
En los primeros capítulos del libro que lleva su nombre, Ezequiel, después de la grandiosa revelación del trono y la majestad de Dios, fue viendo, al ser llevado por el Espíritu, las abominaciones y la prostitución idolátrica que imperaban en el pueblo de Dios de ese entonces.
Partiendo del capítulo 8, versículo 6, empezamos a ver sus tristes y dolorosos efectos.
“Me dijo entonces: Hijo de hombre, ¿no ves lo que éstos hacen, las grandes abominaciones que la casa de Israel hace aquí para alejarme de mi santuario.? Pero vuélvete aún y verás abominaciones mayores.”
Siguiendo en la lectura, vemos un gradual y creciente alejamiento del Señor, asqueado por tanta abominación.
“Y la gloria del Dios de Israel se elevó de encima del querubín sobre el cual había estado, al umbral de la casa.”(10:4b)
Finalmente, en 11:23 figura lo siguiente:
“Y la gloria de Jehová se elevó de en medio de la ciudad y se puso sobre el monte que está al oriente de la ciudad.”
Ante tanta abominación y maldad, sintiéndose profundamente rechazado, el Señor se retira con Su gloria, no sólo del templo, sino también de la ciudad.
No obstante, como una muestra más de Su amor y misericordia, inagotables e incansables, se ubica en un lugar muy significativo: en un monte cercano que está al oriente de la ciudad.
Allí permanece Su gloria, esperando con benignidad y paciencia – sabedor de que habrá de venir – precisamente de ese oriente – el tiempo de un nuevo y glorioso amanecer.
Seguimos ahora a muy grandes rasgos la trayectoria de Ezequiel. Por un buen número de años – quizá quince o veinte – él continúa fielmente en su ingrata labor de profetizar a un pueblo rebelde, que tenía ojos para ver y no veía, y oídos para oír y no oía.
Hacían caso omiso de sus reprensiones y de las visiones que les transmitía. A veces afirmaban que esos castigos que él predecía eran para un tiempo muy lejano, no para el presente en que ellos estaban. (12:27)
En una ocasión el Señor le dijo que él era para ellos como cantor de amores, hermoso de voz y que canta bien; oirían sus palabras, pero no las pondrían por obra. (33:32)
No obstante, Ezequiel continuaba inalterable, fiel a su Dios, y a la misión que se le había encomendado.
El Señor, fiel galardonador de los que le aman y le sirven de verdad, tenía un premio preparado para él – lo que bien Él sabía que era su más caro y dichoso anhelo.
Sabía que ese anhelo no era un chalet en la montaña, con piscina de lujo para disfrutar de una jubilación cómoda y regalada; tampoco era que le diese otra esposa, tan hermosa o más que la primera, si bien a ésta seguramente que la echaba mucho de menos en su viudez.
Como siervo auténtico del Señor, lo que había prendado su corazón no era ni podía ser otra cosa que esa gloria sublime y suprema de ese Dios que se le había manifestado en un principio. Esto era para él, sin lugar a dudas, lo más sagrado, puro y glorioso, y lo único que podía colmar plenamente sus más caros y profundos anhelos.
Consecuente con ello, como decimos unos quince o veinte años más tarde, esa gloria que se había retirado y situado en el monte al oriente de la ciudad, ahora regresa con todo su esplendor y magnificencia.
“…y he aquí la gloria del Dios de Israel, que venía del oriente, y su sonido era como el sonido de muchas aguas, y la tierra resplandecía a causa de su gloria.”
“Y la gloria de Jehová entró en la casa por la vía de la puerta que daba al oriente. Y me alzó el Espíritu, y me llevó al atrio interior, y he aquí que la gloria de Jehová llenó la casa.” (43:2. 4 y 5)
Por ver otra vez esa gloria sin par, brillando en su debido lugar en todo su fulgor, y sentirse sumergido e inmerso en ello, todo el sacrificio, la prueba y el dolor porque los que había atravesado bien valían la pena.
Había llegado a la cima más alta en su carrera tan distinguida. Con ese galardón tan especial y maravilloso, quedaba plenamente satisfecho y realizado, y sus más caras aspiraciones quedaron colmadas con creces.
Sí, caro lector, obedecer fiel y cumplidamente al Altísimo merece la pena, puesto que nos reditúa los más altos intereses y los tesoros más preciosos y sagrados.
Por el contrario, el no hacerlo acarrea pérdidas y perjuicios muy grandes, que a menudo pueden resultar irreparables.
Que nos ubiquemos sabia y firmemente, y para nuestro bien eterno, en la parcela de los verdaderos obedientes, como el Señor Jesús y Ezequiel, y nunca en la del malvado desobediente máximo, el enemigo declarado de nuestras almas.
F I N