Ezequías – el retorno modelo y la masa de higos.

Cuarta parte

 

Comenzamos esta última parte tratando en forma particular la enfermedad de Ezequías, su sanidad milagrosa y las enseñanzas y verdades que surgen de ellas.

A poco de la liberación milagrosa de Jerusalén de la invasión y el asedio del ejército de Senaquerib, cayó enfermo cuando sólo contaba treinta y nueve años de edad. La gravedad de  estado ea tal que el profeta Isaías vino a verle con un solemne mensaje:

“Jehová dice así: ordena tu casa, porque morirás y no vivirás.”(2ª. Reyes 20: 1)

A pesar de ser tan categórico Ezequías no lo lo aceptó como algo inevitable, sino que volvió su rostro a la pared y derramó su alma ante el Señor, suplicándole que recordara que había andado delante de Él en verdad e integridad de corazón.

No debemos suponer que al orar de esta forma lo hacía por temor a la muerte, sino más bien por la angustia que le traería ver su vida cortada cuando comparativamente era joven, y podía servir y dar mucho más, tanto al Señor como a Su pueblo.

Un sentir éste del cual cada uno de nosotros muy bien se debería hacer eco, por una parte viviendo ante Dios de tal manera que no temamos la muerte, y por la otra anhelando y procurando – no grandezas demasiado elevadas para nuestra pequeñita persona, pero sí que el Señor pueda ver plenamente cumplido el propósito para el cual nos trajo a este mundo, antes de que nos toque dejar nuestro cuerpo y marchar al más allá.

Su oración no fue hueca ni seca, sino llena de ese clamor que brota de lo hondo del ser, bañada con las muchas lágrimas de su corazón acongojado.

La respuesta divina no se hizo esperar, y antes de que el profeta saliese de la mitad del patio, de lo alto le vino la orden de volver al rey enfermo, con las siguientes palabras:

 

“Yo he oído tu oración y visto tus lágrimas; he aquí que yo te sano; al tercer día subirás a la casa de Jehová.” (2a. Reyes 20: 5)

Ya en oportunidades anteriores, una vez en una coyuntura importante como la  celebración de la pascua (2a. Crónicas 30: 18-20) y otra con motivo de la gran crisis por el asedio de las tropas asirias (2a. Crónicas 32: 20-21) había elevado su plegaria con la sinceridad que le era característica, siendo oído y favorecido con claras respuestas.

Eso lo señala como un varón que sabía hacerse oír en el cielo y recibir contestaciones a sus ruegos, una gracia y virtud ésta que sin duda todos deberíamos anhelar y buscar.

Al mismo tiempo, el Señor le prometió por boca de Isaías que le añadiría quince años de vida. Y como señal de que sanaría y subiría a la casa de Jehová al tercer día, le hizo un milagro simbólico, pero muy real a la vez. En efecto, por mediación del profeta quien oró para que así fuese, Dios hizo volver atrás diez grados “la sombra por los grados que había descendido en el reloj de Acaz…”  (2a. Reyes 20:11)

Era, naturalmente, un reloj que funcionaba en base a la sombra que proyectaba el dial según la posición del sol. Al hacer volver atrás la sombra y atrasar la hora, el Señor le daba una señal que concordaba con el sanarlo de su enfermedad de muerte y prolongarle la vida. Por así decirlo, le hacía volver atrás el reloj de su vida, regalándole más tiempo, según el ruego tan ferviente que había hecho al saber que la sombra de la muerte se cernía sobe él.

Cualquier necio adelanta el reloj de su única vida – hablando figurativamente – malgastando el tiempo y las oportunidades que se le brindan para el bien. Sólo Dios puede atrasarlo,  de tal manera que el desperdicio y la pérdida por nuestra negligencia o lo que fuere, se recuperen plenamente.

Es el Dios que ha prometido a Su pueblo y a los Suyos que arrepentidos de verdad retornan a Él:

“Y os restituiré los años que comió la oruga, el  saltón, el revoltón y la langosta…(Joel 2: 25)

   Si bien se podrían hacer conjeturas, no podemos aseverar con precisión cuál era la enfermedad de Ezequías. Eso sí, se trataba de una llaga tan avanzada y profunda que hacía presagiar su pronto deceso.

   El medio que el Señor empleó para sanarlo resulta a la vez original y sumamente significativo. Original desde luego porque en toda la Biblia es la única ocasión en que la encontramos; significativo porque en el plano alegórico nos señala algo muy emotivo y precioso.

  Ahora bien, cuando uno se ha apartado el Señor, para su retorno se hace necesario  como bien sabemos, no sólo un  arrepentimiento genuino, sino también un ponerse a cuentas con el Señor, dando pasos concretos en sentido inverso al que se ha estado llevando.

  En eso es necesario obrar con humildad, y asumiendo la responsabilidad de haberle sido infiel al Señor, con el reconocimiento de que los quebrantos cosechados uno se los tenía bien merecidos. 

  Pero hay también la otra cara de la moneda, que podríamos explicar así: como resultado de ese desviarse del buen camino, generalmente quien lo ha hecho ha quedado maltrecho y herido en su ser interior. Aparte digamos de la cosecha normal por su desobediencia, le tocan de una forma u otra una serie de quebrantos y sinsabores, a menudo acompañados de un sentir de derrota y fracaso, o aun un complejo de que ya nunca más podrá ponerse en pie con firmeza y ser lo que debiera ser. La herida es así muy profunda y dolorosa, y para sanarla se requiere un tratamiento tierno, sabio y muy delicado.                                                                                                    

Aquí esa donde comprendemos, figurativamente, lo de la masa de higos. La llaga de Ezequías, tan grave y avanzada, no se podía tratar con el bisturí – sólo valía, bajo la mano divina, la masa de higos.

Ese fruto de la higuera, el árbol emblema del pueblo escogido de Dios, formaba una masa suave que destilaba, gota a gota, de su dulzura tan especial. Así, aplicada sobre la llaga, hacía las veces de una compresa muy suave que la abrazaba y cubría de forma muy delicada, pero a la vez constante. No había en ella nada que cortase, irritase o causase dolor en lo más mínimo; sólo un destilar continuo de su dulzura exquisita sobre toda la extensión de la llaga. Así, iría absorbiendo poco a poco, bajo la bendición divina, toda la infección y el pus,  hasta lograr una cura total y dejarle la piel como la de un niño.

Qué descripción gráfica y acertadísima del dulcísimo, incomparable amor de Cristo, tierno como ningún otro, para sanar a los quebrantados de corazón!   

Cuando uno ha llegado a sentirse desahuciado y sin esperanza, y muy consciente de su fracaso, y a menudo, hasta se ha reprochado a sí mismo por todo o buena parte por lo menos de su pasado.

Asimismo, también otros, queriendo aportar algo, torpemente han tratado de emplear con su consejo, o bien la espada, el martillo o aun el látigo, y cuánto dolor han causado!   

En fin, todo para agravar la herida y no querer ser “tratado” ni aconsejado por nadie más, porque con su insensibilidad no hacen más que aumentar el dolor y la angustia.

Entonces, como último recuso, ir a ese punto de encuentro en el Lugar -Santísimo con el Cristo bendito, temiendo quizá que Él también le eche en cara a uno sus muchas torpezas, desobediencias y maldades.  Pero qué sorpresa bendita, casi increíble!

Ningún reproche, nada que se asemeje ni siquiera remotamente al dedo acusador, o la mirada inquisitoria o condenatoria. Muy por el contrario, mientras con palabras entrecortadas por el llanto y las lágrima chorreándole por las mejillas, uno derrama la congoja y el dolor de su alma ante Él, empieza, para su sorpresa y deleite a sentir la bendita masa de higos de Su amor sin igual, destilando esa dulzura  que bien podríamos llamar el néctar celestial de Su bendita gracia y ternura.

Nada hay en ella que rasguñe o lastime en lo más mínimo – solo el abrazo muy tierno y constante de Quien,  ha sabido y podido amarnos como nadie,  acompañado del susurro de Su  palabra de aliento y consuelo.

 Sí, nos sigue amando como siempre, como si nunca hubiera pasado eso que nos aterraba la conciencia; nos asegura que, sabiendo de nuestro arrepentimiento franco y total, en cuanto a Él todo está sepultado en lo más profundo del mar, donde nadie podrá jamás bucear para desenterrarlo; que de Su parte está todo olvidado para siempre; que todavía tiene fe y plena convicción de que, por Su gracia, nos habremos de poner en pie otra vez para andar con la frente en alto, plenamente sanados y llenos de una nueva esperanza y amor; que además tiene cosas muy buenas preparadas para nuestro futuro que nos irá mostrando a su debido tiempo.

En fin, ese hablar tan exquisito de Su amor inefable, que quita todo el dolor; sana totalmente nuestro corazón quebrantado, y hace renacer las ganas de vivir; y así pasamos a amarle y servirle como nunca antes en la vida. 

 

Muy amado lector – sí, tú, el del corazón angustiado, el de la herida que parecía incurable, que has ido a tantos en busca de consuelo, alivio, luz o ayuda, sin lograrlos. Vé ahora mismo a tu alcoba para estar a solas con Jesús. Nadie como Él para amarte y comprenderte de verdad. Derrama tu alma, tu dolor ante Él, ábrele de par en par tu corazón  dolido y maltrecho. 

 Pero aquí un breve paréntesis para poner una importante salvedad: la de que no haya en ello nada que huela a autocompasión – lástima de uno mismo. Esto produce una cierta satisfacción – “pobrecito de mí, mira qué mal me ha tratado la vida “  – pero es una  satisfacción muy efímera por cierto, y en realidad falsa, que a nada bueno conduce. Como ya hemos señalado claramente, el verdadero arrepentimiento no busca excusas ni atenuantes, reconoce plenamente la culpabilidad propia y se acoge a la inmerecida misericordia de parte de Dios. En otras palabras,  el corazón contrito y humillado, como lo aprendió  David y lo expresó en el Salmo 51: 17.    

Al presentarte así, de esa forma genuinamente humilde y quebrantada ante el Bendito Cristo de Dios, verás que es tan distinto de los demás!   Y deja que ponga la maravillosa masa de higos  de Su amor sin igual sobre tu herida, y absorbe su dulzura por largo rato,  hoy mañana y pasado.

Y tú también sanarás y vivirás, y como Ezequías irás a la casa del Señor como un adorador más, eternamente agradecido a Aquél  que te ha sabido comprender y amar como ningún otro.     

Quien esto escribe siente que no debe poner un amén final a este escrito, sin antes testimoniar que hace ya unas buenas décadas le tocó vivir en carne propia cuanto ha tratado de expresar aquí sobre la maravillosa masa de higos de ese amor eterno, que como el apóstol Pablo señaló con tanto acierto en Efesios 3: 19 “excede a todo conocimiento.

Ahora sí un cumplido y rotundo AMÉN.

F I N