La ciudad celestial # Epílogo – Segunda parte
Epílogo – La ciudad celestial
Segunda parte
Continuando con el tema tan grato de la ciudad celestial, cuán precioso resulta reflexionar también sobre el Señor, en Su doble rol de arquitecto y constructor!
A veces el arquitecto, habiendo concebido y planificado una edificación importante, con las debidas especificaciones de diseño y medida, y del preciso material a emplearse, puede muy bien no fiarse de que la empresa constructora, haga todo debidamente y con exactitud en todos los aspectos.
En esta obra magna de la ciudad celestial, el Señor se ha encargado de ser Él mismo y ningún otro, tanto el que la ha diseñado y planificado, como el que la está construyendo.
De cómo supo interpretar los anhelos de Abraham y de todos los extranjeros y advenedizos, de que tuviese fundamentos, se nos da sobrada fe en Apocalipsis 21:14.
“Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero.”
Con razón que antes de elegirlos, el Señor se pasó una noche entera orando a Dios! (Lucas 6:12.16)
Y cuán maravilloso es comprobar, cómo el Señor se esmera en interpretar y cristalizar los más caros anhelos de los que son Suyos de verdad, mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos. (Efesios 3:20)
Abraham “…esperaba la ciudad que tiene fundamentos” y Dios se ha encargado de corresponder a ese anhelo, diseñando y construyendo la celestial con nada menos que una docena redonda de cimientos!
Qué confianza y seguridad de que no se derrumbará jamás!
La descripción que se hace de ella en el penúltimo capítulo de la Biblia es realmente estupenda.
1) Allí no habrá templo porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella y el Cordero.” (Apocalipsis 21:22)
2) No habrá necesidad de sol ni de luna que brillen en ella, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera.” (21:23)
3) “Sus puertas nunca serán cerradas de día, porque allí no habrá noche.” (21:25)
4) “No entrará en ella ninguna cosa inmunda o que hace abominación o mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero.”(21:27)
5) “Enjugará Dios toda lágrima…; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las cosas primeras pasaron.” (21:4)
6) “Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí hago nuevas todas las cosas.” (21:5)
Dejamos al lector u oyente que dé rienda suelta a su imaginación, visualizando toda la gloria, el encanto y la pureza, junto con el gozo y la bienaventuranza que todo esto nos habrá de deparar.
Finalmente, para que no nos quepa la menor duda de la absoluta certeza de esta esperanza tan gloriosa, tenemos la rúbrica divina de su absoluta veracidad y fiabilidad.
“Y me dijo: Escribe, porque esas palabras son fieles y verdaderas.”(21:5)
Ahí la tenemos, pues, la Jerusalén de arriba, la ciudad celestial que es madre de todos nosotros. (Gálatas 4:26) libre, santa y hermosa, descrita por el mismo Santo Espíritu, a través de la pluma del apóstol Juan, cuando se le otorgó el enorme privilegio de verla por anticipado.
Al volcar todo lo que vio por escrito en los dos últimos capítulos de Apocalipsis, él también tuvo el honor de darle la puntada final al sagrado libro divino, con un clímax tan estupendo y glorioso.
En la ciudad que esperaba y buscaba Abraham, nuestro padre, y que han buscado tantos y tantos de su estirpe desde entonces – nuestra morada eterna que el Señor Jesús nos está preparando (Juan 14: 2-3), de seguro con el mayor esmero, y con glorias más sublimes de cuanto podamos imaginar.
Abraham nuestro padre, con sus muchas y firmes pisadas de fe, ya ha terminado su trayectoria, la cual le asegura ese destino tan inefable y dichoso. Detrás de él, muchísimos hombres y mujeres, a través de los siglos, han estado siguiendo, como dignos peregrinos y simiente verdadera de él, por el mismo derrotero que los ha llevado a la postre a la misma ciudad sin igual.
A ti, querido lector u oyente, a quien esto escribe, y a los muchos que todavía estamos de camino en este mundo en la marcha hacia el más allá, hoy se nos presenta la visión gloriosa de la patria celestial que nos aguarda.
Aceleremos pues nuestros pasos, dejando atrás todo lo vacío y terrenal de esta vida, y continuemos con fe y firmeza en las pisadas de Abraham nuestro padre.
Al llegar al final de nuestra vida terrenal, nos espera el bendito abrazo de nuestro incomparable Señor Jesús, la simiente de Abraham por excelencia, y al cual le debemos cuanto somos y tenemos, y cuanto seremos y tendremos por toda la eternidad.
Estar con Él para siempre, será el bien y la gloria más exquisita y sublime que cada uno de nosotros podamos experimentar.
Y será para siempre jamás!
Concluimos con unas estrofas en las que se vuelca la esencia del contenido de todos estos escritos sobre la paternidad de Abraham.
Las mismas van sin pretensiones de poeta ni de poesía, sino con el importante fin de subrayar y robustecer en la mente del lector u oyente, tanto la grandeza inefable del gran Dios de Abraham, como la ricas cualidades desplegadas por Su siervo tan insigne, a lo largo de toda su ilustre trayectoria.
Así estará mejor capacitado para apropiar estas últimas, y vivir, luchar y triunfar como un verdadero hijo espiritual de Abraham, padre de todos nosotros.
ABRAHAM EL GRAN PATRIARCA
Abraham el gran patriarca,
Su vida toda cuánto abarca!
Del camino ‘e la fe un pionero,
El llamado celeste lo abraza entero.
La gran promesa lleva consigo,
Del Eterno Dios, el ilustre amigo.
Dejando su tierra y parentela,
Su sola guía, lo que Dios revela,
Desprovisto de la humana ciencia,
Llevado por divina providencia,
Emprende firme el derrotero,
Poniendo en todo a Dios primero.
Morando un siglo en tierra extraña,
Do encuentra trigo – también cizaña,
Ora buenos amigos, ora enemigos,
Mas todos igualmente testigos.
De que este varón como no hay dos,
Es en verdad un príncipe de Dios.
En vicisitudes y mil y una andanza,
En su Dios despliega total confianza,
La mano divina, con gran pericia,
Bien lo prueba, bien lo acaricia.
Del gran varón así el temple forja,
Y de pingüe riqueza llena su alforja.
Sin prisa, pero sin pausa,
El gran YO SOY lleva la causa,
Levantándolo, cual gran gigante,
Quitando cuanto escollo por delante,
Y así da forma al valiente guerrero,
Intercesor tenaz y digno caballero.
Mas el hierro ha de ser sin herrumbre,
Fundido y pulido en la gran cumbre.
El oro asimismo exento de escoria,
En lo alto, en la cima del Moriah,
A Isaac su hijo amado ofrenda,
Sin que el por qué aún comprenda.
Del Calvario, sombra y pálidos reflejos,
Como quien contempla de muy lejos,
El dolor del Padre por el Hijo Amado,
Escupido – azotado – crucificado,
Por fin comprende lo que significa,
Y como padre, con Él se identifica.
Del Monte Moriah por fin desciende,
Con promesa y juramento que trasciende,
De su pensar los más vastos confines:
Aun los enemigos más ruines,
nada podrán contra su simiente,
herederos con su estampa de valiente.
Su simiente bendita será en gran manera,
Incontable para quien contarla quisiera,
Y sobre todo de ella vendrá Cristo,
Por profecía de antaño previsto,
Con eternas y sin par bendiciones,
A todas las razas, lenguas y naciones.
Mas no queda todo aquí – qué maravilla!
Tu y yo, sus hijos y su semilla,
Ya en sus lomos él nos llevaba,
Marcándonos con cada paso que daba –
Que tú y yo sus pisadas diéramos,
E hijos suyos en verdad fuéramos.
Entiende bien esto – es de gran valor,
Abraham, cual vivo ordenador,
Por insondable gracia programado –
Tú como yo en su interior llevado,
Cada uno indeleblemente prescrito,
el sendero de la fe en relieve escrito.
De esto, pues, toma conciencia plena,
Respíralo hondo y tu alma oxigena,
Con esta verdad cara y gloriosa: –
Ahí estabas en él, simiente preciosa,
Por divina presciencia predestinado,
A andar el sendero por él andado.
Así serás un vástago bendito,
Con fresco verdor y nunca marchito,
En el claustro, fiel intercesor,
En la lid, todo un triunfador,
Por promesa y juramento eterno heredero.
Del Reino de Dios pleno y entero!
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