El olivo, la higuera, la vid, la zarza,
el cuervo, la paloma y Cristo en nosotros
1a. parte.-

Lo extenso de este título, seguramente hará que algún lector piense en la forma en que Miguel Cervantes Saavedra titulaba algunos de sus capítulos del Quijote.
Por cierto que no nos anima ningún deseo de tratar de imitar o emular a un genio de semejante fuste!
En cambio, sencillamente basándonos en un pasaje de Jueces 9 y otro de Génesis 8, presentaremos una serie de reflexiones sobre las seis primeras cosas que van en el título, para desembocar finalmente – ¿cómo no ? en la persona de Cristo.
Esto último en razón de que, así como se suele decir que todos los caminos conducen a Roma, en el terreno de la interpretación de las Escrituras, todas las grandes verdades de alguna forma u otra convergen en la persona del Hijo amado de Dios.
“En el rollo del libro está escrito de mí” Salmo 40:7 y “para que en todo tenga la preeminencia” Colosenses 1:18.
Algunos encontrarán la forma en que discurre el capítulo, reñido en algo con la homilética y exegética más pulidas.
No obstante, no creemos que haya nada que se desvíe de la verdad bíblica, y lo que está en nuestro ánimo, más que ofrecer una pieza teológica prolija y esmeradamente presentada, es estimular, edificar, consolar y desafiar al lector, por medio de verdades y principios importantes que se desprenden de cada uno de los puntos del título.
La parábola de la cual partimos se encuentra en Jueces 8 y fue pronunciada por Jotam, el hijo menor de Gedeón y el único sobreviviente, ya que sus sesenta y nueve hermanos fueron cruelmente asesinados por Abimelec, hijo también de Gedeón, pero por su concubina que estaba en Siquem, no en Ofra donde él residía.
Los puntos que iremos tomando, tanto en el pasaje de Jueces en que estamos, como en el de Génesis 8 que tomaremos más tarde, no los trataremos en relación directa con el contexto de los relatos, sino de forma alegórica. Empero, el lector verá que el trazado alegórico no contraría en absoluto ningún principio o verdad de las Escrituras.
Confiamos que, en cambio, ofrecidos de una manera particular, y más bien original, sirva para realzarlos y conferirles un saludable frescor, pero sin perder su carácter práctico.
El olivo.-
“Fueron una vez los árboles a elegir rey sobre ellos, y dijeron al olivo: Reina sobre nosotros.”
“Mas el olivo respondió: ¿He de dejar mi aceite, con el cual se honra a Dios y a los hombres, para ser grande entre los árboles?
(Jueces 9: 8 y 9)
Cuántas veces sucede, de muy distintas maneras, algo de la índole que sugiere claramente este pasaje!
Ofertas tentadoras que ofrecen algo aparentemente grandioso o sumamente lucrativo, pero que acarrearían un abandono del lugar y la función que Dios le ha asignado a uno.
El olivo hizo gala de gran sabiduría y prudencia, con su respuesta tan acertada. Sabía muy bien cuál era el fin para el cual había sido creado, y lo consideraba muy por encima de la falsa grandeza que se le proponía.
Recordamos el caso de un consiervo entrañable, que fue usado por el Señor hace unos años para levantar una preciosa iglesia en una ciudad muy importante.
En una ocasión determinada, nos contó que había recibido la oferta de un trabajo seglar que supuestamente sólo le exigiría unas pocas horas de trabajo por las mañanas, y le reportaría un ingreso de nada menos que cien mil pesetas – la moneda de entonces – lo cual en esos tiempos representaba una suma considerable.
Con todo, considerando atinadamente que aceptar esa oferta equivaldría a traicionar su vocación – esas fueron sus palabras textuales – optó por rechazarla. Estamos seguros que fue un gran acierto de su parte.
Digamos también que el Señor se encargó de que a él no le faltase nada, ni quedase perjudicado en lo más mínimo por haber tomado esa decisión.
El mundo del comercio y los negocios tiene un algo muy engañoso, en el cual uno puede fácilmente caer atrapado. En efecto: tras un comienzo en que parece, y promete que sólo va a demandar unas pocas horas diarias, insensiblemente uno se puede ir encontrando con que en realidad es algo con un apetito muy voraz, que por medio de muchas contrariedades e imprevistos va exigiendo más y más. Así se llega, sino en todos los casos, por lo menos en muchos de ellos, a un punto de saturación en el que uno termina hipotecado en cuanto al reino de Dos, estando imposibilitado de darle su exclusiva y preferente atención.
Otra tentación muy distinta es la que a veces se presenta en el terreno eclesial. Hemos conocido casos de supuestos siervos que han querido abrir una obra nueva en un lugar determinado. Al no tener éxito intentan captar creyentes de otras iglesias.
Lo hacen a veces alegando que ellos están más ungidos que el pastor o los pastores que ellos tienen.
En otras ocasiones, la oferta puede consistir en otorgarles un lugar más importante que el que tienen en su iglesia cuna, ya sea como líder de la alabanza, el diaconado, o aun el cargo de anciano o copastor.
Desde luego que esto supone una gruesa falta de ética, y cualquiera que reciba semejante tipo de oferta hará bien en desecharla de plano, y perseverar en el lugar en que le Señor le
ha colocado – ver 1a. Corintios 12:18 – sin dejarse seducir por falsas ofertas de supuestos beneficios, ventajas o grandezas.

La higuera.-
Al fallar su intento ante el olivo, los árboles se dirigieron a la higuera, que con mucho acierto, igual le contestó negativamente.
“He de dejar mi dulzura y mi buen fruto para ser grande entre los árboles.” (9:11)
Como sabemos, la higuera es un emblema de Israel como nación, y son muchas las ocasiones en que se la menciona en las Escrituras, sobre todo en el Antiguo Testamento, pero también en el Nuevo.
Un caso muy particular y significativo en cuanto al fruto de la higuera, es el de la sanidad que se operó en el rey de Israel Ezequías y que se nos narra en 2a. Reyes 20, como así también en Isaías 38.
“El profeta Isaías se le presentó estando el rey enfermo de muerte, diciendo: Jehová dice así: ordena tu casa porque morirás y no vivirás.” (Isaías 38:1)
Ezequías no tomó esta palabra como final e irrevocable, sino que de inmediato, con el rostro hacia la pared, derramó su alma ante el Señor, suplicándole con raudales de lágrimas que le prolongase la vida.
No creemos que haya sido por temor a la muerte, sino más bien porque debido a su edad no muy avanzada – contaba solamente treinta y nueve años – todavía podía servir a Dios y a su patria por muchos años.
Su oración fue oída, y el Señor le envió a Isaías con un nuevo mensaje:
“Jehová Dios de David tu padre dice así: He oído tu oración y he visto tus lágrimas; he aquí yo añado a tus días quince años.”
(38:5)
El medio por el cual el Señor se valió para sanarlo fue muy particular y especial – no lo volvemos a encontrar en los anales bíblicos en ninguna ocasión, anterior ni posterior.
“Y había dicho Isaías: Tomen masa de higo y pónganla en la llaga y sanará.” (38:21)
Esa masa de higos – desde luego, con la bendición de lo alto – tenía la función de actuar como una muy suave compresa que abrazaba la llaga – posiblemente una gangrena muy avanzada – destilando gota a gota la dulzura del higo, a la par que quitando poco a poco todo el pus y la infección, hasta que su piel quedó como la de un niño recién nacido.
Ese milagro tan singular lo hemos comparado, hablando figurativamente, con la terapia del maravilloso amor de Cristo para con el corazón dolorido y quebrantado.
Debemos tener presente que hay dos cosas muy distintas: por una parte el corazón de piedra, frío y duro, para el cual el remedio bíblico es un trasplante, cambiándolo por uno nuevo, cálido y tierno. Por la otra, el corazón contrito y quebrantado, para el cual Jesús fue ungido para sanar, tal cual reza en Lucas 4:18.
Este último, al traerlo delante del Señor se lo debe hacer con una auténtica actitud de contrición y humildad, sin rencor ni encono contra quienes lo pueden haber herido a uno. Asimismo, sin excusas ni atenuantes por lo fallos cometidos por uno mismo, sino acogiéndose totalmente a la misericordia y bondad del Señor, como quien sabe que no se merece nada de Él.
Cuando el Señor ve de veras semejante actitud en un alma dolida y acongojada, nos atrevemos a afirmar que sus ruegos le resultan irresistibles.
Su respuesta no será echarle nada en cara, ni recriminarlo por su fallo y errores, ni nada de esa índole.
Así como la masa de higos no irrita ni rasguña, no corta ni fricciona, sino que con constancia, ininterrumpidamente va soltando continuas gotas de dulzura – sí, así actúa o funciona ese amor, lleno de la ternura exquisita de nuestro bendito Cristo.
Derrama benditas caricias de amor, acompañadas de promesas de restauración plena, y asegurando que todavía tiene un futuro de bien y de dicha para quien se encontraba como un fracasado, derrotado y desahuciado.
Si algún lector o lectora se encuentra en ese estado de corazón verdaderamente quebrantado, le instamos a que, con humilde contrición, derrame su corazón ante el Cristo del amor tierno y comprensivo como ninguno. De seguro que de Él irá recibiendo, gradualmente, gota a gota, la bendita terapia de la masa de higos.

Antes de pasar al punto siguiente, debemos ocuparnos de algo muy significativo que brota de la señal que el Señor le dio a Ezequías de que sería sanado.
“He aquí yo haré volver la sombra por los grados que ha descendido con el sol en el reloj de Acaz diez grados atrás. Y volvió el sol diez grados atrás por los cuales había ya descendido.” (37:8)
Aun cuando esto encierra un rico y precioso simbolismo, por ahora lo dejamos para una oportunidad posterior.
Aquí sólo nos limitamos a señalar que, el retroceso del reloj, nos habla de la maravillosa gracia del Señor para restaurar, cuando se han perdido preciosos años de la vida en cosas estériles y sin valor.
“Y os restituiré los años que comió el pulgón, la oruga, el saltón, el revoltón y la langosta, mi gran ejército que envié contra vosotros.” (Joel 2:25)

La vid.-
También les falló la higuera, así que pensaron en la vid.
“Pues reina tú sobre nosotros,” a lo cual la vid les contestó,
“¿He de dejar mi mosto, que alegra a Dios y a los hombres, para ir a ser grande entre los árboles?”(9:12-13)
Sabía como los dos anteriores – no quiso saber nada de delirios de grandeza, prefiriendo con todo tino y cordura quedarse donde el Creador la había puesto, y para el buen fin que tenía asignado.
Nuestro Señor Jesus nos dijo en Juan 15:5:- “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos.”
No obstante, debemos tener presente que, a menos que seamos de sangre hebraica, no somos ramas naturales, sino injertadas, tal como consta en Romanos 11:17-19.
Si bien en este pasaje el símil que se toma es el olivo, esto no nos debe confundir, ya que la aplicación práctica a que vamos resulta igualmente válida.
Hace unas buenas décadas, estando el autor con su esposa como misioneros en la lejana Argentina, en un buen número de ocasiones hizo visitas ministeriales a la provincia de Mendoza, que es muy rica en viñas y viñedos.
En una de esas ocasiones recuerda haber leído un libro que se le prestó que versaba sobre los injertos. Del mismo aprendió la diferencia entre hacer un injerto en la vid, o hacelo en otros, tales como el manzano y el peral.
Para estos últimos, según el libro en cuestión, basta tomar una vara y descortezarla, para luego injertarla en un corte hecho a tal efecto en el tronco, colocándole la venda acostumbrada para fijarla debidamente. Normalmente, eso es suficiente, afirmaba el libro, para lograr un injerto satisfactorio.
Sin embargo, con la vid, más que meramente descortezar la vara, se hace necesario llegar con el corte al mismo centro de la misma, significativamente llamado el corazón.
Sólo así se ha de conseguir un buen injerto que dé buenos resultados.
Esto guarda una estrecha relación práctica con algo muy importante en la vida espiritual. En efecto, para que estemos debidamente injertados en Él, la vid verdadera, es necesario que la espada viva y filosa de la verdad, penetre y corte en lo más hondo de nuestras entrañas aquello que ha sido mundano y pecaminoso.
A menudo uno se encuentra con casos de creyentes que nunca terminan de afirmarse, como si estuvieran nadando en dos aguas distintas, o bien con continuos altibajos.
Aunque a veces puede haber otras causas, en muchos se debe a esta razón, es decir, que bien dentro del ser hay cosas que no han sido tocadas y cortadas por la espada viva y eficaz de la palabra de Dios.
Que nos aseguremos de no haber en nosotros nada de lo viejo, sucio y corrompido o torcido de la pasada manera de vivir, que eso sólo sirve para acarrearnos fracasos y desdichas de todo orden.
Pero bien podemos preguntarnos en cuanto al corte en la vid misma: ¿Cómo se hace, o cómo fue hecho?
La respuesta es que ya ese corte fue hecho hace casi dos mil años, cuando en la arena del Calvario nuestro bendito Señor fue horadado en Sus manos y pies por los clavos de Su crucifixión, y traspasado en Su costado por la lanza del soldado romano.
Dolorosas pero benditas heridas del Crucificado, merced a las cuales hemos podido ser injertados eternamente en Él, para llevar fruto sano, santo y eterno!
Interrumpimos para continuar en la segunda parte.
F I N