Del Antiguo al Nuevo

Capítulo 5
Segunda parte

Retomando el hilo donde dejamos al interrumpir al final de la primera parte, ese silencio insondable del Calvario nos da tanto que pensar.
Nosotros, que ante un dolor o padecimiento insignificante en comparación, sin embargo ponemos el grito en el cielo y nos quejamos y lamentamos!
En otro orden de cosas, muy distinto por cierto, llama poderosamente la atención que por lo menos en dos ocasiones – la quinta y la última en el orden en que las hemos colocado – Jesús clamó a gran voz.
Si a alguien que ha estado con gripe y afiebrado, al día siguiente de reponerse se le pidiese que hablara a un auditorio de unas 500 personas, y sin altavoz, seguramente que contestaría que se encontraba muy debilitado y totalmente incapaz de hacerlo.
Pensamos en el largo trayecto emprendido desde el Getsemaní. Es muy posible, y aun probable, que en todo el mismo no haya gustado ni un bocado de comida, ni se le haya dado ni siquiera un vaso de agua para beber.
También pensamos que, casi seguramente, no se le dio una almohada para recostar Su cabeza, ni para disfrutar siquiera de una hora de sueño, para reponerse en algo de semejante agotamiento, físico, mental y emocional.
A ello debemos agregar que, habiendo estado sangrando de Sus cuatro heridas durante casi 6 horas, Su flujo sanguíneo estaría muy lejos de ser el de una persona normal, en cuyas venas, corazón y arterias circulan aproximadamente 5 litros de sangre, poco más o poco menos según el caso.
Por lo contrario, sería algo así como una hebra muy fina de un caudal de sangre considerablemente reducido. Su rostro también habrá sido un espectro pálido de dolor y gran debilitamiento – la gran paradoja del Omnipotente, reducido a una casi total impotencia.
Nos atrevemos, pues, en base a todo esto, a afirmar que debido a Su estado físico, le habría resultado imposible clamar a gran voz, considerando que para ello haría falta un gran derroche de energía, energía ésta con la cual evidentemente Él no contaba en absoluto en semejante ocasión.
¿Cómo entonces pudo clamar a gran voz, como se nos dice que lo hizo en Marcos al exclamar “Eloi, Eloi, lama sabactani” y en Lucas al pronunciar Sus palabras finales: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”?
Creemos que Hebreos 9:14 nos da la respuesta, al decirnos que “mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios.”
Su ofrenda expiatoria, hecha desde luego en carne viva, fue hecha por el poder y la virtud del Espíritu eterno de Dios.
En esa ocasión, Él hizo una demostración cabal y suprema del principio que más tarde Pablo aprendió y desarrolló tan bien – “cuando soy débil entonces soy fuerte” o bien que el poder divino se perfecciona en la debilidad. (2a. Corintios 12:10b y 12:9a)
Reducido a una debilidad extrema por lo ya señalado, pudo experimentar el poder del Espíritu Santo que fluía sobre su garganta, corazón y pulmones, para hacer resonar Su voz en todo el escenario del Gólgota.
“”Eloi, Eloi ¿llama sabactani?” – desamparado Él para que la misericordia de Dios nos pudiera alcanzar a nosotros.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”
Alcanzada ya la meta suprema que se había propuesto, ahora por fin podía encomendar Su espíritu al Padre, de Quien había venido.
Son misterios sagrados y sublimes, profundos e insondables, de cuyo verdadero e infinito alcance sólo tendremos una comprensión cabal en el más allá, cuando conoceremos como fuimos conocidos. (1a. Corintios 13:12)

La túnica sin costura.-
Ese día de Su crucifixión fue el día del mayor dolor – físico, moral y emocional – de toda Su vida, la del Cristo “…varón de dolores y experimentado en quebrantos.” (Isaías 53:3)
No obstante, fue también el día más glorioso y maravilloso, pues en el mismo logró vencer en la batalla más importante de toda la historia, en la cual puso fin al dominio de las tinieblas y consumó totalmente la redención del genero humano.
Acorde con esto último – el día más glorioso – entendemos que por designio de lo alto, nuestro amado y bendito Jesús estaba vestido de gran gala, pero no a nuestro entender normal y corriente, sino desde la perspectiva divina.
Nos explicamos :– en el sentido habitual, al hablarse de gran gala uno tiende a pensar en prendas de colores muy llamativos, y tal vez en unos galones dorados – es decir en lo que reluce y llama la atención desde el punto de vista de la estética.
Como hemos señalado anteriormente, no en vano se nos dice en 1a. Samuel 16:7:- “…porque Jehová no mira lo que mira el hombre, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón.”
Teniendo esto en cuenta, pasamos a interpretar el verdadero sentido simbólico de esa prenda tan particular que llevaba ese día – la túnica sin costura, según se nos dice en Juan 19:23.
Una prenda normal, tal como una camisa, una chaqueta, o bien un abrigo, lleva una buena cantidad de costuras con las cuales las distintas partes se han ido añadiendo – mangas, puños y demás. En algunos casos de deterioro de la prenda, la costura se usa para hacer un parche o un remiendo.
La túnica que llevaba Jesús, sin costura y de un solo tejido de arriba abajo, nos habla con mucha claridad de Su persona, de Él mismo, que era todo de una sola pieza, sin agregados, mezclas, y desde luego sin parches y remiendos de ninguna índole.
Esto no fue algo exhibido de una forma meramente exterior, por esa prenda particular que Él vestía en esa gran ocasión.
En efecto, enarbolado en alto en esa cruz del Calvario, hacia el final de Su trayectoria se elevaba ante la vista del mundo como el Cristo del amor invencible, la santidad más pura, la luz y la verdad eterna – sin la menor mezcla de egoísmo, vanagloria ni cosa semejante.
Por así decirlo, para poder procurarnos una redención plena Él estaba confeccionando – valga nuestra comparación, algo desacostumbrada – una sábana blanquísima en la que no debía haber el más mínimo vestigio de mancha ni suciedad.
No debemos desestimar ni subestimar el odio diabólico de las huestes de las tinieblas, que como un aluvión infernal se lanzaron contra Él en esas horas cruciales de Su crucifixión.
A través de las burlas, blasfemias y denuestos de los principales sacerdotes, escribas, fariseos y ancianos, y también de otros que pasaban por el lugar, estas fuerzas demoníacas tan siniestras le estaban acosando sin tregua y con todo su odio y furia.
“ Sigue dándole, ya verás que se llena de rabia y empieza a gritar y renegar” irían diciéndose las unas a las otras, y seguramente no solo otras parecidas, sino también otras mucho peores.
Tal vez estaría también el susurro de la serpiente: “
“Y el Padre que piensas que tanto te quiere, ahora se lava las manos ahí arriba y te deja aguantártelo todo. Reniega de Él y pasate a nosotros.”
Quizá eso, y quizá mucho más que está muy lejos de nuestro alcance percibir y comprender, y que no está consignado en los relatos.
Pero lo cierto es que todos esos dardos de odio y malicia sin par, se estrellaron contra el muro invulnerable de Su persona, pura y perfecta, toda de una sola pieza.
Y como magnífico broche de oro en esa hora tan trascendental, el Cristo de la túnica sin costura quedó levantado y enarbolado en alto en algo como lo que en verdad era y seguirá siendo por siempre jamás: todo amor, todo luz, todo verdad, todo santidad blanquísima y purísima, absolutamente exento de mezclas e impurezas.
Los soldados romanos vieron en esa túnica algo especial, que los movió a no partirla, sino a echar suertes sobre ella, a ver de quién sería. Y esto en cumplimiento preciso de lo profetizado en el Salmo 22:18: “Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes.”
Nosotros, los hijos de Dios, hemos dejado atrás la costumbre de echar suertes, la cual fue empleada por última vez en las Escrituras en el primer capítulo de Los Hechos, previo a la venida del Espíritu Santo.
Llegado el Consolador, no recurrimos más a echar suertes, sino que por el mismo Espíritu clamamos con un vivo y santo deseo:-
“Bendito Señor, con tu gracia y singular pericia, día a día, hora tras hora, obra dentro de nuestro ser, para ir confeccionando en nuestra vida esa túnica sin costura, de un solo tejido de arriba abajo. Queremos llevarlo así como el maravilloso Maestro y ser nosotros también todo de una sola pieza.
Consumada la obra de redención, y tras de pronunciar el Señor a gran voz Sus palabras finales – “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” – el próximo hecho que tuvo lugar fue de la mayor trascendencia.
Había en el templo, entre el lugar santo y el santísimo, un velo de lino, azul, púrpura y carmesí, con querubines primorosamente bordados.
Era sumamente hermoso, pero, sin embargo, denotaba de forma silenciosa un mensaje muy desagradable y triste a la vez, como si diese a entender, sin palabras:
“Detrás de mí está el Dios dador de la vida y de toda dicha y bien que pudiera desear el ser humano. Empero, he sido colocado en este lugar para cerrarte el paso a ti y a quien quiera intentar pasar a estar delante de Él.”
“Tu condición y la de todos ellos, de personas contaminadas por el pecado, impiden toda posibilidad de acercarse a estar delante de Su Santa presencia, debido a Su santidad, purísima e inmaculada.”
Mas ahora, consumada como hemos dicho la gran obra de la redención, vertida como ha sido en el escenario del Calvario la sangre del Hijo de Dios como sello del Nuevo Pacto, ese velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
Ese mensaje silencioso, tan triste como desagradable, ha quedado totalmente caduco y ahora los redimidos tenemos acceso a la bendita presencia de Dios.
Lavados, perdonados, emblanquecidos y regenerados, el Padre ahora nos puede recibir, abriendo Sus brazos de par en par, para brindarnos el abrazo y el beso de Su perdón y de la más absoluta reconciliación con Él.
El evangelio de Mateo nos cuenta más cosas que acontecieron inmediatamente después de Su muerte.
Una de ellas fue un terremoto que hizo temblar la tierra, con el cual la mano divina quiso poner Su rúbrica sobre acontecimiento tan magno y glorioso, como lo fue la muerte del Hijo de Dios. Poco más tarde, el primer Domingo de Pascua, hubo otro gran terremoto en celebración de Su resurrección triunfal, (Mateo 27:51 y 54, y 28:2)
También se nos dice que las rocas se partieron (Mateo 27:51) como un indicativo de que en el régimen de la gracia que habría de inaugurarse muy poco después, los corazones de piedra iban a ser quebrantados por el poder del Espíritu, y ser transformados en corazones de carne, según lo prometido en Ezequiel 36:26.
Finalmente, se nos habla de sepulcros que se abrieron y de muchos cuerpos de santos que habían dormido y se levantaron, y después de la resurrección vinieron a la santa ciudad y aparecieron a muchos. (Mateo 27: 52-53)
Ésta fue sin duda una prenda de la resurrección de los santos de todos los tiempos que habrá de acontecer en el final.
Como se verá, hemos trazado un hilo de lo sucedido desde el Getsemaní hasta inmediatamente después de la muerte de Jesucristo. De ahí en más, los resultados y los efectos incalculables de Su muerte gloriosa han seguido, y seguirán manifestándose hasta el final de la historia y por toda la eternidad.
De veras, la Suya fue una muerte sin igual, con proyecciones eternas tan gloriosas como inefables.
Para quienes estábamos muertos en delitos y pecados, es la muerte que nos ha traído vida – vida en abundancia y por toda la eternidad. Y también ha sido la muerte por medio de la cual ha quedado destruido el que tenía el imperio de la muerte, es decir el diablo. (Hebreos 2:14)
Misterio de los misterios, bendito como ninguno – una muerte que parecía una derrota y un fracaso total, y que en cambio, y por contraste, resultó ser una carta de triunfo, por la cual la gracia divina nos ha abierto el cielo y trasladado y elevado hasta las glorias más sublimes.

FIN