Capítulo 4

Juan Bautista vio corrupción

Jesucristo no vio corrupción

Por corrupción, en este caso entendemos el proceso que sigue el cuerpo después de la muerte, corrompiéndose al cesar la respiración y el latir del corazón.
Mientras el alma pasa al más allá, el cuerpo se va desintegrando gradualmente, de tal forma que eventualmente no quedan más que los huevos.
Aparte de nuestro Señor Jesucristo, sólo tenemos conocimiento de dos hombres en toda la historia de los anales bíblicos, a partir de Adán, que no experimentaron este proceso de corrupción, a saber Enoc y Elías.
Del primero se nos dice en Génesis 5:24 “Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios.”
En cuanto a Elías, subió al cielo en un torbellino, después de haber cruzado el río Jordán, de Oeste a Éste, acompañado por su sucesor Eliseo.
Ninguno de los dos murió, y por lo tanto sus cuerpos no atravesaron por el proceso de corrupción y descomposición.
Todos los demás seres humano, por lo que sabemos, en virtud del principio inexorable establecido por Dios: “El alma que pecare, ésa morirá” (Ezequiel 18:4b) han muerto a su tiempo, unos antes, otros después, y así han experimentado la corrupción.
Juan el Bautista no fue ninguna excepción en este respecto, y terminó su carrera terrenal al ser decapitado por orden del rey Herodes. Enterados de su muerte, sus discípulos vinieron, tomaron su cuerpo y le dieron piadosa sepultura.
Nuestro Señor Jesus, a diferencia de Enoc y Elías, gustó la muerte, pero, también a diferencia de todos los demás mortales, Su cuerpo no experimentó corrupción.
Tanto Su muerte como Su resurrección, encierran verdades y tesoros que son sumamente importantes y preciosos, y que nos resultan de mucha edificación.
En primer lugar, pasamos a hablar de Su muerte. La misma no fue algo inevitable, contra lo cual Él luchó hasta el último momento, como sucede con una gran parte de los seres humanos.
Por lo contrario, Él depuso Su vida de Su propia voluntad, y en un todo de acuerdo con la voluntad del Padre. (Juan 10: 18)
Tampoco es algo que se pueda calificar de una gran injusticia que le hicieron, por odio y envidia, los gobernantes y religiosos de aquella época, la cual no se merecía, por Su vida intachable y el inmenso bien que había hecho a los demás.
Aunque todo eso fue verdad en sí, por encima de todo ello estaba el propósito previamente determinado por Dios de aque así fuese, como la única forma de lograr la redención del ser humano, perdido en el pecado y las tinieblas. (Los Hechos 2:23 y 4:27-28)
Siendo la muerte algo que quedó establecido por el pecado como causa fundamental, y habiendo sido Su vida entera totalmente exenta de pecado, nos atrevemos a afirmar que, de no haber depuesto Su vida con las palabras finales de Lucas 23:46:- “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu,” hasta el día de hoy seguiría en vida.
Es claro que esto es una hipótesis, porque Él quiso y tuvo que gustar la muere. Sabía que debía hacerlo, y que para eso fundamentalmente había venido al mundo.
Pero el hecho que queremos puntualizar, y más que eso, hacer un fuerte hincapié sobre él, es que no murió como víctima del pecado, ni por cierto de ninguna enfermedad ni desgaste de Su organismo físico.
En esto también Su muerte fue distinta de todas las anteriores y posteriores.
Su propia resurrección al tercer día, y el mismo factor que Él señaló en marcos 14: 8 de que la mujer que había derramado sobre Él el alabastro de perfume de nardo puro y de mucho precio, lo había hecho – tal vez sin comprenderlo – para ungirlo para Su sepultura – estas dos cosas, decimos, contribuyeron sin duda a que no viera corrupción.
Pero fundamentalmente había una razón de fondo mucho más poderosa.
El apóstol Pedro, inspirado evidentemente por el Espíritu Santo, la dio en su discurso el día de Pentecostés.
“…al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella.” (Los hechos 2:24)
El hades – el lugar de los muertos – tenía un poder sobre cada ser humano que llegase al mismo por vía de la muerte. Se trataba de un poder que le permitía hacerlo, en virtud de la ya conocida sentencia citada anteriormente de Ezequiel 18:4 de que “el alma que pecare, ésa morirá”
Ese poder le fue acordado al príncipe de este mundo, Satanás, por nuestros primeros padres Adán y Eva.
A ellos se les había concedido el dominio sobre la tierra, pero al desobedecer a Dios y darle lugar a la serpiente en sus vidas, abdicaron vergonzosamente, y desde entonces el maligno se ha erigido en el príncipe de este mundo, título con el cual el Señor lo identifica en Juan 14: 30.
No obstante, Cristo llegó a ese lugar – el hades – en condiciones totalmente distintas – de ninguna forma como víctima del pecado, como todos los demás seres humanos.
Antes bien, por así decirlo, lo hizo como visitante voluntario, y a cumplir una serie de cosas muy importantes, después de lo cual su visita temporal llegó a su fin.
Por más que las potestades de las tinieblas hayan intentado retenerlo, se encontraron totalmente impotentes y faltas de autoridad, derecho y poder para hacerlo.
En efecto, Su persona, absolutamente santa y limpia, exenta totalmente de pecado como ya dijimos, resultó totalmente inmune e intocable para todas ellas – no pudieron retenerlo de ninguna manera, y así ese primer Domingo de Pascua se levantó en gloriosa y triunfal resurrección.
Una resurrección que, además, resultó distinta de todas las demás de que tenemos conocimiento, y por dos razones.
La primera es que fue operada soberanamente por Dios, sin que mediase agente o intermediario alguno. En todas las otras de que se nos da cuenta en las Escrituras, el Señor se valió de instrumentos humanos, como Elías, Eliseo, Pablo, Pedro, y el mismo Señor Jesús como Hijo del hombre, como Él a menudo se llamaba a sí mismo.
La segunda razón estriba en que todas las demás – Lázaro, Dorcas, el hijo de la viuda de Naín, etc. volvieron a morir.
Maravillosamente, Cristo resucitó para no volver a morir nunca jamás!
“…Yo soy…el que vivo y estuve muerto, más he aquí que vivo por los siglos de los siglos. Y tengo las llaves de la muerte y el hades.” (Apocalipsis 1:17-18)
En su visita al hades, un designio muy importante, aunque por supuesto no el único, fue el de arrebatar de las manos del maligno las llaves de ese lugar.
Así pudo, en Su resurrección, resucitar juntamente consigo a los cautivos que se encontraban allí.
“Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad.· (Efesios 4:8)
“Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor conque nos amó, estando muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo. (por gracia sois salvos) y juntamente con él nos resucitó .” (Efesios 2:4-6)
Su resurrección es la garantía de nuestra resurrección. De hecho, al nacer de nuevo, habiendo estado muertos en delitos y pecados, hemos resucitado espiriualmente, pasando a disfrutar de una vida nueva en Cristo.
Ahora bien, si el Señor tardare en su venida, a su tiempo cada uno de nosotros que somos Suyos de verdad, habremos de ser llamados a Su presencia, es decir dormiremos en Cristo.
Así, nuestro cuerpo mortal verá corrupción, pero la resurrección de Cristo sin ver corrupción es la prenda y garantía de la futura resurrección nuestra, cuando nos levantaremos revestidos de un nuevo cuerpo espiritual, totalmente exento de corrupción.
Le enfermedad, el cansancio y el dolor dejados atrás, viviremos así en una nueva dimensión, gloriosa y eterna.
Aunque tal vez las conozcamos, será oportuno que leamos ahora, con una comprensión más amplia, las Escrituras que nos atestiguan sobre el maravilloso futuro que nos aguarda.
“He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos, pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados.” “Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad.” (1a. Corintios 1: 51-53)
“Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.” (Filipenses 3:20-21)
Todo esto constituye una esperanza bienaventurada y gloriosa, avalada por la promesa fiel y firme de la palabra de Dios. Una esperanza que nos ha de alentar a seguir en las pisadas del Maestro, amándole y sirviéndole con el mayor empeño, sabedores de que estamos marchando rumbo a una eternidad tan bendita y maravillosa.
Notemos también al ir poniendo punto final a este capítulo, que estos contrastes y comparaciones entre Juan el Bautista y el Señor Jesús, son mucho más que una comprensión y un trazado correcto de la palabra en cuanto a la diferencia fundamental entre los dos pactos – el del Antiguo, el Viejo Testamento, y el Nuevo, instituido por Jesús a través de Su obra redentora.
Bien que esta comprensión y este trazado correcto son muy importantes y de mucha edificación, lo más maravilloso es la forma en que nos enriquecen y benefician a nosotros, los herederos de las promesas y la salvación.
Casi sin excepción, cada punto que vamos tomando supone algo de lo mejor y de lo óptimo de que hemos sido hecho depositarios, por la gracia superlativa que supone el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo.
“…porque todo es vuestro…sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.” (1a. Corintios 3: 21-23)
FIN