Del Antiguo al Nuevo

Capítulo 9 – Segunda parte

Continuamos ahora con:
2)El bautismo en el cuerpo de Cristo.
“Porque por un solo Espíritu fuisteis todos bautizados en un mismo cuerpo, sean judíos o griegos, esclavos o libres…” (1a. Corintios 12:13)
Éste es un aspecto del bautismo que para muchos pasa desapercibido, por lo menos en sus importantes resultados y consecuencias.
Al nacer de nuevo, pasamos a integrar el cuerpo de Cristo, es decir Su iglesia universal, de la cual, de hecho, nos convertimos en miembros.
Como se ha dicho hasta el cansancio, no se trata de permanecer a una organización, sino de ser miembros de un organismo.
Ahora bien, dentro del mismo, Dios coloca los miembros como Él quiere, según nos señala Pablo en 1a. Corintios 12:18.
Esto es muy importante que se tenga bien presente: no es que nosotros podemos elegir, o dejar a nuestro arbitrio personal, el lugar en que habremos de estar ubicados dentro de la iglesia. Lo que corresponde es que sepamos la voluntad de Dios al respecto, y una vez hecho esto, nos establezcamos en el lugar de Su elección, y funcionemos en Él con los dones y la capacitación que se nos han dado.
Por no entender este principio tan fundamental, muchos creyentes, al surgir la menor desavenencia, roce por desacuerdo o lo que fuere, se marchan de buenas a primeras y asisten a otra que les resulta de su agrado.
No vamos a detenernos para entrar en muchos detalles sobre este particular. Solamente acotamos que estas salidas precipitadas, resultantes de malentendidos, contenciones o disparidad de criterios, no conducen a nada bueno.
Lo más sano y correcto es, sabiendo bien dónde Dios lo ha ubicado a uno, permanecer firmemente anclado en ese lugar, entendiéndose que más tarde, puede entrar en los planes divinos trasladarlo a otro lugar o destino.
En ese caso, la salida siempre debe ser en armonía con los demás hermanos, y contando con la aprobación y la bendición del liderazgo.
Todo esto en cuanto al aspecto local de la iglesia.
En el más amplio ámbito de la iglesia regional, nacional, internacional y universal, debemos sentirnos hermanados con todos los verdaderamente redimidos del Señor, sin distinción de nacionalidad, raza ni tampoco de la denominación o vertiente del cuerpo de Cristo a que pertenezcan.
Las únicas excepciones son los que sustentan una doctrina claramente errónea en aspectos fundamentales – no secundarios o de forma – o un testimonio manchado por consentir abiertamente el pecado.
Desde luego que nuestra comunión no alcanzará el mismo nivel con todos. Con algunos será más estrecha y profunda que con otros, pero sin despreciar nunca a estos últimos, sino amarlos y valorarlos como hijos y siervos del mismo Dios y Padre al cual amamos y servimos.
Pertenecer de veras al cuerpo universal es un gran privilegio. Los siervos de Dios que viajamos, o hemos viajado de lugar a lugar llevando la palabra de Dios, tenemos o hemos tenido la dicha de poder alternar y tener comunión con muchísimos hermanos y hermanas, miembros del mismo cuerpo.
Eso nos permite ver en cada uno las maravillas de las obras de gracia en sus vidas, que los ha rescatado, bendecido, dignificado y hermoseado como sólo Él sabe hacerlo.
Descubrimos en muchos de ellos joyas pulidas, en las cuales el amor, la bondad, la verdadera humildad y la gracia brillan con su resplandor celestial, del cual tal vez ellos no sean muy conscientes.
La verdad es que los hijos de Dios – el cuerpo universal de Cristo – somos los seres más benditos y felices de toda la tierra, miembros de la familia real que tiene por monarca al Rey de reyes y Señor de señores.

3) El bautismo en el Espíritu Santo propiamente dicho.

Lamentablemente, este tema ha traído mucha polémica y controversia a través de los años, enfrentando y separando a preciosos siervos del mismo Señor, y en cuyas vidas moraba y mora el Espíritu de Dios.
Deseamos tratarlo de una forma que no se preste para nada de eso.
Ya hemos puntualizado algunas de las causas que han dado lugar a desacuerdos y contenciones sobre el tema.
Nos proponemos dejar todo eso de lado y centrarnos en la verdad bíblica que nos presenta el Nuevo Testamento, puesto que, como es sabido, en el Antiguo no se habla en absoluto de una experiencia con ese nombre.
Creemos que el verdadero sentido de la palabra bautismo es el de inmersión, es decir qu se trata de sumergir a la persona que es bautizada.
En la revisión de 1960 de la versión de Casiodoro de Reina, Mateo y Lucas emplean la preposición en. (Ver Mateo 3:11 y Lucas 3:16)
En cambio en Marcos, Juan y Los Hechos tenemos otra preposición – con. (Ver Marcos 1:8, Juan 1:33 y Los Hechos 1:5 y 11.:16.)
Entendemos que esto se ajusta debidamente al original griego, y que ambas preposiciones reflejan aspectos distintos de la misma experiencia.
Cuando la misma tuvo lugar el día de Pentecostés, significativamente se nos dice:
“Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados.” (Los Hechos 2:2)
El adverbio de modo comodenota que era algo que se asemejaba a un viento recio, pero que no lo era precisa y exactamente.
En realidad, era el mismo Espíritu Santo, uno de cuyos símbolos, como sabemos, es el del viento. En el griego la misma palabra significa tanto viento como espíritu.
Es decir, que al llenarse toda la casa de eso que se describe como un viento recio – pero que como decimos en realidad era el mismo Espíritu Santo – la misma se convirtió en un gran bautisterio dentro del cual los 120 discípulos se encontraron sumergidos. No obstante, aunque parezca innecesario, permítasenos recalcar que no era un bautisterio lleno de agua, sino del Espíritu Santo del Dios viviente.
De esa forma, la promesa del Señor se vio cumplida fielmente y al pie de la letra, es decir, quedaron bautizados, es decir inmersos en el Espíritu Santo.
También resulta significativo que al suceder eso, estaban todos sentados, no en pie ni de rodillas haciendo grandes esfuerzos por recibir la bendición, como podría suponerse. Se encontraban sentados, en un estado de reposo.
“Y fueron todos llenos del Espíritu Santo…” (2:4)
Al estar sumergidos y envueltos por el Espíritu Santo, sólo tenían que respirar para pasar a ser llenos de Él en su interior!
La única forma de evitarlo habría sido no respirar, y así perecer de asfixia!
A esta altura, intercalamos el testimonio de cómo nos sucedió a nosotros hace ya unas buenas décadas.
Desde luego que la experiencia personal, nunca debe emplearse para sustentar una doctrina o postura teológica, sino que, por el contrario, la misma debe estar basada en lo que dicen las Escrituras al respecto.
No obstante, cuando la experiencia personal concuerda con aquélla o aquéllas que están narradas en la palabra, sentimos que estamos pisando sobre un terreno sólido y seguro.
Hace unas buenas décadas, como decimos, quien esto escribe y su esposa se encontraban en un período de búsqueda muy sincera y ávida del Señor.
Anteriormente, habían cursado estudios bíblicos en un centro de enseñanza en la Argentina, donde recibieron muy buena base doctrinal, avalada además por el ejemplo de profesores y profesoras de testimonio intachable.
También habían sido usados por el Señor, en alguna más bien pequeña medida, para llevar almas a los pies del Señor, y sentían un vivo deseo de servir al Señor a tiempo pleno en el campo misionero.
Sin embargo, eran conscientes de que para hacerlo con eficacia, necesitaban un algo que todavía les faltaba, y sabían que ese algo tenía que ver con lo que se suele llamar la tercera persona de la Santísima Trinidad, es decir el Espíritu Santo.
El autor debía madrugar para ir a su lugar de trabajo, y regresaba por la noche bastante cansado.
Su esposa, por su pare, se encontraba embarazada de la que iba a ser su segunda criatura, y se trataba de un embarazo bastante dificultoso. A una altura temprana corrió peligro de abortar, aunque a la postre la criatura nació sana y buena, y felizmente, hasta el día de hoy, vive con buena salud y toda la capacidad y habilidad de una persona bien dotada, tanto física como intelectualmente.
En esa etapa, y en esas circunstancias, como decimos, ambos teníamos en nuestros corazones un deseo intenso de buscar el rostro del Señor.
Así, acostado en su camita para dormir el hijo de casi tres años que teníamos, nos dedicábamos juntos al estudio de la palabra y a la oración.
En esto último, decidimos buscar en la Biblia cada referencia al Espíritu Santo, empezando en el Génesis.
No pensábamos que esto sería una fórmula o receta especial para lograr lo que buscábamos. Antes bien, lo hacíamos con la convicción de que había una necesidad, un vacío en nuestras vida de creyentes, y que la respuesta a esa necesidad estaba en la persona del Espíritu Santo de Dios.
Después de proseguir con ese estudio por varias noches, por fin llegamos a la última cita, en el libro de Apocalipsis.
Cerrada la Biblia y concluido el estudio, arrodillado junto a la cama comencé a orar. No hubo ninguna manifestación sobrenatural como de viento recio ni cosa semejante. En cambio, en la quietud de la noche se sentía algo de la solemne y sagrada presencia del Señor, en la pequeña habitación matrimonial en que nos encontrábamos.
La oración esa noche fue muy distinta de otras veces. Sentía que estaba tocando a Dios y a Su trono, y al mismo tiempo que el Señor me estaba tocando a mí, y seguramente a mi querida esposa también.
Excitado por lo que había acontecido, esa noche tardé en conciliar el sueño.
La palabra de Josué inmediatamente antes de que Israel cruzase el Jordán: – …” por cuanto vosotros no habéis pasado antes de ahora por este camino…” (Josué 3:4) se nos había cruzado por la mente con anterioridad en más de una ocasión.
Mas esa noche sabíamos que habíamos cruzado un puente muy importante, dejando atrás lo anterior, para entrar en una etapa nueva y un camino más alto y mejor y que hasta entonces no habíamos conocido.
Por sobre todas las cosas, sabíamos que nuestra vida ya nunca sería igual.
Las dos cosas que más se transformaron fueron la oración y la palabra de Dios, que son justamente las dos columnas que los primeros apóstoles estimaron irrenunciables, tal como consta en Los Hechos 6:4.
Más tarde, uno o dos años después, comenzamos a recibir los dones del Espíritu, y desde luego, todavía nos quedaba mucho por aprender, y también bastante por desaprender. Pero esto último no en el sentido que nos da el diccionario de olvidar lo aprendido, sino en desecharlo por haber entendido que era un error. Se nos había enseñado que las emociones eran algo que había que evitar, y sin embargo, casi toda vez que me ponía a orar, lloraba y lloraba ante el Señor, y lejos de ser algo peligroso, encontraba que era un bálsamo y una rica bendición, que me dejaba después sumido en profunda paz.
Mirando las cosas retrospectivamente, agradecemos al Señor por habernos dirigido a hacer ese estudio ordenado y consciente de la palabra, el cual precedió a la experiencia de esa noche.
Entendemos que fue como fijar un fundamento sólido – una base bíblica firme y clara – sobre la cual había de apoyarse de ahí en más nuestro desarrollo y crecimiento, en el nuevo andar en el camino fresco y vivo del Espíritu.
Hemos intercalado este testimonio personal – algo extenso, desde luego – para hacer recalcar, sobre todo, que nuestra experiencia personal del bautismo o derramamiento del Espíritu Santo sobre nuestras vidas era algo que nos resultaba imprescindible.
De no haber mediado la experiencia de aquella noche, que fue como el amanecer de un nuevo día y una etapa completamente nueva, nuestra vida hubiera continuado con una luz parcial, y falta de tantas cosas que hemos ido viendo y absorbiendo desde entonces.
Por nuestra parte no tenemos inconveniente en cuanto al nombre que se ha de dar a la experiencia, si bien como ya hemos señalado, bautismo en el Espíritu Santo o bautismo con el Espíritu Santo es lo que se lo llama en los evangelios y el libro de Los Hechos.
Si otros prefieren llamarlo ser llenos del Espíritu, como también figura, aunque en un contexto algo diferente, tanto en los evangelios como en Los Hechos, y también en Efesios 5:18, por nuestra parte nada tenemos que objetar. Lo fundamental es que uno sepa, sin lugar a duda alguna, que ha sido lleno del Espíritu Santo de Dios en una llenura que – resulta muy importante puntualizar – puede y debe renovarse a medida que se avanza en el camino.
Las Escrituras nos dicen claramente que al acometer Su ministerio terrenal, el Señor Jesús fue lleno del Espíritu Santo, y que operaba merced al poder y la unción del mismo. (Ver Lucas 4:1, 14 y 18 entre muchos otros pasajes.)
Si para Él, el Hijo Eterno de Dios, encarnado y hecho hombre, eso era imprescindible, cuánto más lo será para todos los hijos de Dios que quieran servirle con peso, autoridad y eficacia!
No se nos deben quedar en el tintero unos párrafos en cuanto a cómo se debe – y cómo no se debe – buscar el bautismo en el Espíritu.
Es muy importante que se comprenda bien que las motivaciones del corazón sean correctas. Se puede hacelo buscando tener poder, o con otras, sutilmente enmascarados en el fuero interno, tales como descollar en el ministerio, tener una iglesia muy numerosa y súper bendecida, etc.
Sólo el Señor conoce a fondo las intenciones y los móviles del corazón, pero por la parte de cada uno debe mediar un examen sincero y franco de lo que en realidad se está buscando.
En forma muy concisa, esto debe ser el vivir limpiamente delante de Dios cada día, y estar capacitado para servirle según Su voluntad, y en la medida y en el lugar que Él disponga, y no lo que uno mismo quiera o se proponga.
En el libro de Los Hechos tenemos casos en que el Espíritu Santo fue mediado a través de la imposición de manos. Tales la ocasión que se consigna en Los Hechos 8:14-17, en que los samaritanos convertidos a través de la predicación de Felipe el evangelista, lo recibieron por la imposición de manos de Pedro y Juan; la de Los Hechos 9:17 en que Saulo de Tarso fue lleno del Espíritu Santo, por mediación del humilde discípulo Ananías, y la de Los Hechos 19:6, en la que vemos a los discípulos efesios – que sólo tenían luz y enseñanza parcial – al imponerles las manos el apóstol Pablo.
No cabe duda de que esta virtud de ministrar a otros el Espíritu Santo, o Su plenitud, sigue en pie hasta el día de hoy.
No obstante, nos hacemos un deber puntualizar oro aspecto muy importante, y que encontramos con anterioridad inmediata a Pentecostés, y también en el caso de Saulo de Tarso los tres días que estuvo en Damasco, sin comer ni beber y entregado por completo a la oración.
Nos referimos a un buscar al Señor con absoluta transparencia, y con el mayor empeño y tesón, como una labor preparatoria de la mayor importancia.
Cuando un hijo de Dios, atraído con cuerdas de amor, se acerca al Trono de la Gracia en una búsqueda sincera, despojado de todo egoísmo y con hambre y sed, es cuando puede esperarse un resultado plenamente satisfactorio y con derivaciones fructíferas y duraderas.
Oramos que el Señor dé a cada lector u oyente la sabiduría y la gracia necesarias para estar delante des Él, en las condiciones ideales que conduzcan a una cristalización feliz de sus deseos y búsqueda.
El Señor dijo más de una vez que muchos son llamados pero pocos escogidos.
Quiera el lector u oyente darse tan de lleno a esta búsqueda, y con tal sinceridad y limpieza, que lo conviertan en un privilegiado escogido.
Interrumpimos aquí para continuar en la tercera pare.

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