Del Antiguo al Nuevo
Capítulo 15

La voz sin igual

“Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre.”

La fiesta de los tabernáculos, de la cual se nos da cuenta en el capítulo 7 de San Juan, fue una ocasión memorable.
Los principales sacerdotes y los fariseos estaban llenos de celo y de odio contra Jesús.
Sus prédicas, tan huecas y faltas de autoridad por la gran incoherencia de sus vidas y conductas, no atraían la atención ni contaban con la aprobación del pueblo.
En abierto contraste con ello, la gente estaba prendada del Maestro, por Su hablar tan sabio y convincente, por los muchos milagros que hacía, y por el amor y la bondad con que trataba a los que acudían con sinceridad a Él en busca de ayuda o socorro.
Así las cosas, decidieron enviar alguaciles con la consigna de llevarlo preso.
Tal vez ignorando la verdad de lo que estaba pasando, estos irían pensando, y quizá comentando ente sí:
“Debe ser una mala persona para que nos manden prenderlo” diría uno de ellos.
“Seguramente que debe ser un hombre peligroso”, acotaría el otro.
Llegados al lugar donde la multitud estaba congregada, empiezan a contemplar todo el escenario que tenían por delante, tratando de identificar, en medio de tanta gente, al hombre que tenían que llevar preso.
Ese fue, muy probablemente, el momento en que Jesús se puso en pie. Deseando ser oído por todos, espera quizá por un breve minuto, hasta que la gente esté atenta y en silencio. Y ya, sin esperar más, Su rostro lleno de la más serena calma, y dominando totalmente la situación, levanta la voz con tono solemne, limpio y claro, y exclama:
“Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.”
Un alguacil, mirando al otro, le dice en voz baja,
“Aquí debe haber un error:”
El otro, asintiendo, le responde:
“No puede ser éste el que tenemos que arrestar.”
Así, totalmente desarmados, vuelven con las manos vacías.
Increpados por los sacerdotes, ancianos y fariseos – ¿Por qué no lo habéis traído?” responden con las contundentes palabras del subtítulo.
“Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre.”
Qué palabras tan precisas y acertadas!
Tanto, que cada hijo de Dios las puede hacer suyas, con toda propiedad y ninguna reserva.
Nadie jamás nos ha hablado como Él; ninguno con la gracia, dulzura y comprensión con que Él lo ha hecho, llegando a nuestros corazones necesitados y a nuestras vidas maltrechas, para transformarlas maravillosamente, y darnos un nuevo rumbo, celestial y eterno.

Lo que haremos a continuación en el presente y último capítulo de nuestro libro en que estamose – “Del Antiguo al Nuevo” – será tomar algunos de los muchísimos de Sus dichos incomparables, para procurar desgranarlos adecuadamente, y extraer y absorber algo de su rica y variada sustancia.

“Sígueme” (Lucas 5:27)
Ubiquémonos en el relato. Un cobrador de impuestos, de nombre Leví, pero también reconocido como Mateo, está sentado al banco de los tributos públicos, tal vez ante una cola de contribuyentes.
De repente, ve que pasa Jesús, y dirigiéndose a él le dice lacónicamente: “Sígueme.”
Sin titubear, ni pedir explicaciones ni más detalles, como ¿Con qué fin? ¿Por cuánto tiempo? ¿En qué condiciones? etc., Leví se incorpora de inmediato, y como nos señala Lucas, dejándolo todo, le sigue. (Lucas 5:28)
Quizá algunos podrían pensar en los serios inconvenientes que esto puede haber provocado en la oficina tributaria. Un empleado que se marcha de golpe y porrazo, sin dar explicaciones, dejando a la gente plantada y sin ni siquiera reclamar el pago de los haberes que le correspondían hasta entonces.
Podemos estar seguros de que, del dinero cobrado, él no se llevó nada, pues se nos dice lacónicamente: “dejándolo todo.”
Por nuestra parte, no creemos que su marcha tan súbita e inusitada, haya ocasionado serios trastornos.
Llevados por nuestra imaginación, visualizamos al jefe inmediato de Leví, inicialmente contrariado por su repentina desaparición.
No obstante, habiendo comprobado que Leví no se había llevado ningún dinero, reacciona favorablemente, diciéndose para sus adentros:
“Después de todo, aquí ninguno es indispensable. En su lugar yo pongo a otro empleado, igualmente capaz, y todavía nos queda, por su marcha tan apresurada y sin aviso previo, la ventaja de no tener que pagarle lo que correspondía en lo que va del mes.”
“Al final de cuentas, el perjudicado es él, no nosotros.”
Así tal vez él habrá pensado, que al marchase de esa forma, Leví se perjudicaba a sí mismo, sobre todo por no cobrar lo que se le debía.
Este jefe inmediato, poco o nada sabía de lo que realmente había acontecido. A cambio de esos haberes, a los cuales había renunciado, pasaba a ser un depositario más del tesoro más grande que puede tener un ser humano: el maravilloso e incomparable Jesús.
Además, notemos el impacto impresionante de esta única palabra que pronunció el Maestro.
Para apreciarlo mejor, imaginemos una situación parecida hoy día, con un cajero en un banco atendiendo a la clientela.
Supongamos que a alguno se le ocurriese imitar a Jesús, y pasando por la oficina y dirigiéndose a él, le dijese escuetamente la misma palabra: “Sígueme.”
El cajero, intrigado, se diría algo así:
“Ése, ¿qué se piensa que es? Yo, ¿dejar mi trabajo, que me da el sostén para mi esposa e hijos, para ir tras suyo, y en busca de qué?”
“Ese hombre debe estar loco de remate.”
A diferencia de todo esto, la palabra de Jesús tenía un peso y un atractivo tan especial, que casi diríamos que para Leví era irresistible.
Cuántos de nosotros hemos experimentado lo mismo!
La verdadera gracia y dicha de oír Su voz, nos llama a seguir en pos de Él, y saber que no nos podemos negar. Muy por el contrario, con el mayor gusto respondemos, dejando nuestro mundo atrás, para vivir en la gloriosa aventura de estar con Él, en una vida nueva, distinta y mucho mejor.
Ahora bien, ahondando un poco, ¿qué significa verdaderamente seguir a Jesús?
Seguir a alguien, en el sentido más elemental, significa seguir en pos de él, seguirle las pisadas, abrazando el mismo rumbo que él ya ha abrazado.
No obstante, en términos de nuestra vida cristiana, significa mucho más.
Es, principalmente, amarle por encima de todo lo demás en la vida. Como fruto de ese amor, brotan a renglón seguido una serie de consecuencias que enumeramos sin comentarios, y sin ubicarlas necesariamente en el mayor o menor nivel de importancia que cada una de ellas tiene.
Seguir a Jesús, pues, también implica modelar nuestras vidas, tomándole a Él como el modelo perfecto.
Seguirle también significa pasar a diario unos buenos ratos con Él, expresándole nuestra gratitud y amor, presentándole nuestras necesidades y peticiones, y dejando que Él nos hable para guiarnos, corregirnos, alentarnos o consolarnos.
Seguirle también es servirle con cariño y devoción, es leer y estudiar asiduamente Su palabra, y obedecerla en la vida práctica; es vivir en limpieza y blancura, en total transparencia y honradez, así como vivió Él; es confiar en Él, tanto en las buenas como en las malas, procurando enfrentar estas últimas con resignación, esperanza y buen ánimo.
Es, además, vivir cada día en Su voluntad y no en la nuestra; es anteponer lo espiritual y eterno a lo temporal y material; es perseverar en el lugar que Él nos ha asignado dentro de la iglesia, sin buscar cambios o escapatorias en tiempos difíciles.
Es, finalmente, ser testigos fieles de él, tanto con el hablar de nuestra boca, como en la manera de conducirnos cotidianamente.
Ya vemos, pues, cómo de esa sencilla palabra Sígueme, por haber sido pronunciada por el Maestro, se desprenden tantas cosas de interés y sumo valor.

“Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.”
“Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de su mano.” (Juan 10:27-29)
Una afirmación categórica y muy maravillosa por cierto.
Aunque ha sido objeto de innumerables predicaciones, y se ha escrito muchísimo sobre ella, no por eso dejamos de dedicarle unos párrafos.
En contraste con lo lacónico del dicho anterior – sólo una palabra- sígueme – aquí tenemos una declaración bastante extensay desde luego muy explícita y llena del más rico contenido.
Por empezar, notemos la definición, clara y precisa, que el Buen Pastor nos da de Sus verdaderas ovejas.
Oyen mu voz.Ya sea a través de la palabra escrita – la Biblia – o bien por Su hablar a nuestra conciencia y corazón en la relación diaria con Él, corrigiendo, reprendiendo, animando u orientándonos, según la ocasión se presente y las circunstancias lo requieran.
Cuán buenaventurados somos por poder oír esa voz, que siempre nos habla con amor – aun en la reprensión, y para nuestro bien!
Yo las conozco. Como Pablo nos dice con fuerte hincapié en 2a. Timoteo 2:19, “…conoce el Señor a los que son suyos”
Él nos conoce como posesión Suya, como Suyos de verdad. Ya no somos del mundo, del pecado ni de Satanás.
Él nos ha redimido al precio indecible de Su sangre, y hemos pasado a ser propiedad exclusivamente Suya.
Desde el punto de vista nuestro, é
Él es nuestro Amo y Dueño absoluto, y esto lo sabemos de verdad, sin ninguna duda.
Me siguen.Él va adelante, y nosotros vamos en pos de Él. Sabemos bien que es el mejor rumbo que podemos tomar en la vida, y más aun, que no hay otro que podamos tomar – el Suyo es el único para nosotros.
Tras esta definición usual y precisa, Jesús pasa a afirmar que nos da vida eterna. Al decir “yo les doy vida eterna,”en tiempo presente, nos da a entender con toda claridad que es una vida que ya pasamos a poseer. Disfrutamos de ella desde el momento en que la recibimos de Él en el renacimiento espiritual, sin necesidad de esperar hasta el siglo futuro.
A continuación nos hace saber dónde estamos ubicados los que somos Suyos. Geográficamente podrá ser en un lugar determinado de una ciudad o región; laborablemente podrá ser una fábrica, oficina, hospital, escuela u otro lugar de trabajo, y así sucesivamente.
Con todo, espiritualmente hablando, y por encima de todo lo demás, estamos en Su bendita mano – en esa diestra de gran poder, pero que todavía lleva la cicatriz del clavo de su crucifixión, como emblema de Su amor eterno.
Y como si fuera poco, esa mano se encuentra a su vez, envuelta y sostenida por otra mayor aun: la del Padre Omnipotente.
Él es mayor que todos, y no hay nada ni nadie que nos pueda arrebatar de Su mano todopoderosa.
Aunque la comparación resulte algo cruda, o más bien materialista, se trata de un seguro contra todo riesgo, de duración ilimitada, pues se extiende más allá de nuestra peregrinación terrenal por un derrotero eterno – sin fin.
Lo maravilloso del caso es que no hay que abonar ninguna suma abultada en concepto de prima – basta entregarle incondicional y totalmente nuestras vidas, para que Él disponga y se haga cargo de todo lo demás.
En las pólizas de seguros normales y corrientes, uno se debe cuidar mucho de la letra chica, que a menudo consigna cláusulas imprevistas y desfavorables para el asegurado.
Como por ejemplo: en todo reclamo por daños y/o perjuicios, los primeros 300 euros correrán por cuenta del asegurado.
O bien, en tales y tales circunstancias la aseguradora quedará exenta de toda responsabilidad, recayendo la misma sobre el asegurado.
Bendito sea el Señor, en esta declaración y promesa tan maravillosa, como en todo Su trato con nosotros, subterfugios y trampas de esa naturaleza, tan corrientes en este mundo en que estamos, no existen para nada; con Él todo es limpio, claro y totalmente justo y recto.
Eso sí, cerciorémonos de que en verdad estamos debida y satisfactoriamente dentro de Su definición de Sus verdaderas ovejas. Así podremos disfrutar del reposo, la seguridad y la dicha que nos da ésta, que es una de Sus más maravillosas afirmaciones y promesas.

“Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.”(Juan 8:36)
La palabra libre, a veces se usa al decir, por ejemplo, que uno es una persona libre en el sentido de que alguien no es tímido, sino bastante expresivo y comunicativo, o también extrovertido; todo eso a diferencia del que es reservado o parco en el hablar, o más bien tímido.
Sin embargo, debajo de esa apariencia externa de libertad, puede yacer debajo de la superficie un estado o condición que es todo lo contrario, y está tratando de ocultar, consciente o inconscientemente, con esa apariencia.
Al usar los términos libres y libertad. Jesús no estaba orientado en ese sentido, sino en uno muy distinto, claramente señalado por el versículo 34 del mismo capítulo.
“Jesús les respondió: De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado.”
Es decir, que no se está refiriendo a un estado de ánimo o psicológico de una persona, sino de estar o quedar liberado de ese flagelo, el cual ha azotado al ser humano desde la caída de nuestros padres Adán y Eva: el pecado.
El tiempo de verbo que emplea en el original griego al decir “todo aquel que hace pecado” es el presente continuo, que denota siempre una acción habitual o continuada.
La comprensión precisa y cabal que Él tenía de la gravedad de esa situación, queda puntualizada con toda evidencia por lo que agrega inmediatamente después: quien se encuentra en ese estado de pecar a diario y en forma continuada, lo sepa o no lo sepa, es en realidad un esclavo del pecado.
Sin embargo, no dejó las cosas en eso, sino que señaló, por una parte “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libre,”(versículo 32) y por la otra “…si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.”(Ver versículo 36)
Notemos la importancia que Él en esto le dio a la verdad.
Se trata de conocer la verdad – no dijo conocer el amor, el gozo o la paz, bien que éstas so virtudes muy dignas y valiosas.
No obstante, en este terreno de ser liberados de la esclavitud del pecado, la verdad es la virtud cardinal que tiene el rol prioritario.
Porque toda esclavitud del pecado, aun con sus gran multitud de manifestaciones y ramificaciones, tiene latente en sí la raíz de la mentira.
El pecado nació de la serpiente, el diablo, a quien Jesús, con absoluto y total acierto, llamó “el padre de mentira.”(Juan 8:44b) y al ceder a la tentación, Eva lo hizo seducida y engañada por una mentira.
Esa mentira, aceptada también tácitamente por Adán, entró así en el género humano, y, como ya dijimos, sigue latente de una forma u otra en todas las expresiones y ramificaciones del pecado.
Debemos comprender como algo absolutamente lógico e incuestionable, que el único verdadero antídoto y remedio de la mentira, es el polo puesto de la verdad.
De la persona de Dios, se nos dice en Hebreos 6:18 que es imposible que Él mienta. Jesucristo, por Su parte, es la verdad personificada. (Juan 14:6) y del Espíritu Santo Él dijo que es el Espíritu de Verdad, que nos ha de guiar a toda verdad. (Juan 16:13)
Conocer al Dios Trino, de pura y absoluta verdad, es pues la única forma de alcanzar ese dichoso estado de ser liberado de la esclavitud del pecado.
No obstante, para que eso se cristalice, es menester que uno también conozca la verdad en cuanto a sí mismo – es decir, su condición pecaminosa y su absoluta impotencia para superarla, librado a sus propios recursos.
Esto lo ha de conducir, como resultado de una búsqueda real y sincera, a echar mano de los medios que el Dios de la verdad ha dispuesto a favor de todos nosotros, los necesitados.
Los principales son:
1) La obra redentora de Cristo en el Calvario, en la que se llevó el castigo de nuestros pecados, y en la cual también nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él. (Romanos 6:6)
2) El poder purificador y santificador de la sangre de Jesucristo, vertida también en el Calvario, y rociada en nuestros corazones por el Espíritu Santo. (Hebreos 12:24 y 1a. Pedro 1:2)
3) La palabra de Dios, que es la palabra de verdad del evangelio pleno de nuestra salvación. (Efesios 1:1)
4) La obra poderosa del Espíritu Santo, por medio de la cual hacemos morir las obras de la carne. (Romanos 8:13)

Jesucristo no dijo “…seréis relativamente, o bastante o mayormente libres” sino con todo énfasis y en el tono más positivo “seréis verdaderamente libres.”
Con esto, no quiso decir que alcanzaremos, en nuestra condición de hombres y mujeres de carne y hueso, un grado de perfección final y absoluta, y de estar totalmente exentos de faltas y pecados todo el resto de la vida.
Lo que con toda seguridad quiso decir es, que el pecado, como una constante que esclaviza y denigra, ya dejará de ser y funcionar en nuestra vida, de modo tal que podamos vivir de blanco y en libertad y dignidad delante de Dios y de los hombres.
Ésta es una gracia bendita – un don superlativo e inefable – que nos permite, por así decirlo, cobrar alas por el Espíritu Santo, y remontarnos a alturas de paz y comunión con nuestro Padre celestial, viviendo así en un nivel muy distinto y superior.
En definitiva, un algo muy precioso, que el hablar de Su voz incomparable ha puesto a nuestro alcance, y como una meta muy digna y maravillosa.
Que cada lector u oyente pueda buscarla con verdadero ahínco, y también alcanzarla y disfrutar de ella plenamente.

“En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.” (Juan 14:2-3)
Como ya hemos señalado anteriormente, en más de una oportunidad nos hemos preguntado por qué, en términos generales en las iglesias de hoy día, y en particular en las del mundo occidental en su parte próspera, la visión de la gloria futura en el más allá, no parece ocupar el lugar de importancia que indudablemente tenía en la iglesia primitiva.
Creemos que la principal razón ha de ser que, mientras esta última padecía persecución y no abundaba en riquezas o bienes temporales, lo contrario sucede en nuestras iglesias de la actualidad en nuestro entorno occidental.
Huelga decir que la comodidad y prosperidad con frecuencia conspiran contra la salud y pujanza espiritual, y tienden a afincarnos y absorbernos en lo terrenal y no en lo celestial.
Leyendo y estudiando las epístolas paulinas, se alcanzan algunas conclusiones en cuanto a la disposición de Pablo sobre este tema.
Si bien la segunda venida ocupa un lugar importante en muchas de sus epístolas, su deseo de marchar y estar con el Señor para siempre, recién comienza a insinuarse en la carta a los Romanos (ver 8:23) y en 2a. Corintios (ver 5:1-4)
Ambas fueron escritas después de haber efectuado lo que consideramos la obra magna de su ministerio, los tres años que estuvo en Éfeso.
Allí pudo ver al Señor levantar a través de él una obra poderosa y ejemplar, que se extendió a la mayor parte de la zona que en aquel entonces se conocía como Asia.
Posteriormente, ese deseo, estando preso en Roma, se hace más evidente, en pasajes tales como Filipenses 1:23 y sobre todo en 2a. Timoteo 4:6-8, cuando ya está cerca de su partida.
Nos parece correcto deducir de todo esto, que, inicialmente y hasta el fin de su tercer viaje misionero, su anhelo grande de cumplir la gran labor a que había sido llamado lo absorbía plenamente, y su enfoque y visión se concentraba mayormente en ello, aunque sin perder de vista ni mucho menos la esperanza de la vida venidera.
Posteriormente, a medida que se acercaba el fin de su carrera, y habiendo casi completado el servicio que le fue encomendado, su visión del futuro con el Señor iba en aumento, aunque sin perder de vista tampoco aquello en que pudiera aportar, tanto para el bien de las iglesias como el de sus consiervos.
Opinamos que, en líneas generales, así es como debe ser la experiencia del verdadero siervo del Señor – un aumento gradual y progresivo de la visión del siglo futuro, a medida que el propósito de Dios para su vida se vaya desenvolviendo y acercando a su fin.

En cuanto al pasaje de Juan 14 que hemos citado al principio de esta sección, creemos que en algunos sentidos es el más explícito y entrañable que tenemos sobre el tema.
Por el mismo, como ya hemos puntualizado anteriormente, entendemos que preparar lugar para nosotros, junto con Su ministerio de intercesión a favor nuestro (ver Hebreos 7:25) son las labores prioritarias que el Señor Jesucristo ha estado llevando a cabo por ya casi veinte siglos.
Desde luego que muy bien puede haber otras labores de importancia que no han sido consignadas explícitamente en las Escrituras.
Una de ellas, sin duda es el extender Su gracia a los Suyos para servirle y seguir en la brecha, y creemos que muy bien se la puede deducir de Juan 1: 16:- “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia.”

Por otra parte, lo volvemos a señalar, nos debe hacer pensar cuán hermosas y maravillosas han de ser esas moradas que nos aguardan – el resultado de una larga y esmerada labor preparatoria.
Y nos enternece el corazón pensar también en Su promesa de venir otra vez para tomarnos para sí mismo, para que donde Él esté, ese lugar sublime y de gloria sin par – nosotros también estemos. Es como decir que para Él el cielo no estaría completo sin nosotros – tal es la magnitud inconmensurable del amor con que nos ama!
Como ya hemos visto, en ese lugar ya no habrá tristeza, llanto, dolor ni enfermedad; tampoco habrá pecado en ninguna de sus manifestaciones. Esto resulta maravilloso y casi difícil de concebir y asimilar plenamente, dado lo habituados que estamos a vivir en un mundo en el cual todo eso prolifera por doquier.
Será una dicha indecible, sólo superada por la mayor aun de que allí estaremos continuamente en la presencia del Señor, conociendo en plenitud como hemos sido conocidos.
Lo veremos cara a cara, le serviremos en un nivel más elevado y perfecto; entenderemos el por qué de muchas cosas que actualmente están más allá de nuestra comprensión; nos guiará a fuentes de aguas de vida, en la cuales iremos descubriendo alturas y sondeando profundidades cada vez mayores de Su gracia, sabiduría, amor y poder.
En fin, todo lo que podamos imaginar de felicidad, amor y gloria lo encontraremos allí, y mucho más también!
Y en nuestro amado Señor Jesús – y ningún otro – que nos ha podido, con la voz de Su hablar incomparable, impartir una esperanza tan bendita y gloriosa.
Así llegamos, pues, al fin de nuestro estudio de los contrastes y comparaciones entre Juan Bautista y nuestro Señor Jesús.
A lo largo de su desarrollo hemos visto reflejado en muchas maneras lo que pusimos al principio:
De lo malo a lo bueno; de lo bueno a lo mejor, y de lo mejor a lo óptimo.
Y hemos llegado, en la parte final, a lo óptimo por excelencia – si cabe tal expresión – que nos aguarda en la eternidad futura.
Empero, por ahora seguimos en nuestra carrera y en nuestra peregrinación terrenal.
Que tú, cara lectora, y también tú, querido lector, como asimismo quien esto escribe, nos sintamos motivados a superarnos más y más, para así pasar también en nuestra vida, escalonadamente, de lo malo a lo bueno, de lo bueno a lo mejor, y de allí a lo óptimo.
Que bueno pensar que, con el Señor, nunca habrá fronteras que nos limiten !
Arriba, pues, ese corazón; cobremos renovados bríos y ánimo, y sigamos ascendiendo en la gloriosa carrera y batalla de la fe!

No obstante, hay algo de suma importancia que no debemos omitir.
Las dos citas que ponemos a continuación nos dan a entender cuál es.
“En aquellos días Ezequías cayó enfermo de muerte. Y vino a él el profeta Isaías hijo de Amoz, y le dijo: Jehová dice así: ordena tu casa, porque morirás y no vivirás.” (2a. Reyes 20:1)
“Pero Ahitofel, viendo que no se había seguido su consejo, enalbardó su asno, y se levantó y se fue a su casa, a su ciudad; y después de poner su casa en orden, se ahorcó, y así murió, y fue sepultado en el sepulcro de su padre.” (2a. Samuel 17:23)
Dejar la casa en orden – algo fundamental y que abarca tantas cosas!
Empezando por lo material, por supuesto no dejar deudas impagas, ni problemas sin resolver, cuando resolverlos esté a nuestro alcance.
Moralmente y espiritualmente, no partir al más allá albergando rencor o encono contra nadie.
Si hemos perjudicado a alguno o algunos por conducta incoherente e incorrecta, ponernos a cuentas con profundo arrepentimiento, y si fuere necesario, implorando el perdón de los perjudicados.
Y sobre todo, orando para que el mal o perjuicio que hayamos causado se remedie totalmente, trocándose en bendición.
Así, podremos pasar al siglo venidero dejando la casa en perfecto orden y bendición de lo alto.

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