Del Antiguo al Nuevo
Capítulo 14
La voz que clama en el desierto

Como ya hemos visto, Juan Bautista, al preguntarle los sacerdotes y levitas quién era él, les respondió diciendo:
“Yo soy la voz de uno que clama en el desierto.” (Juan 1:23)
De esta manera, él se identificó a sí mismo y su función o cometido, con lo predicho en Isaías 40:3, donde a las palabras citadas se añade “…Preparad camino a Jehová, enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios.”
Muchas veces hemos señalado, y seguramente que muchos otros también lo han hecho, que a veces, casi más que las palabras que se dicen, lo que importa es la voz con que van acompañadas.
En efecto, palabras a las que objetivamente nada se les puede objetar, al ser pronunciadas con un tono o acento indebido, pueden causar mucho daño.
En el tono o acento indebido puede haber una infusión de enfado o de reproche, amargura, ironía y muchas cosas más, todas las cuales no harán sino afectar y dañar a quienes vayan dirigidas.
Afortunadamente, también pueden ir cargadas de bondad, amor, gozo, optimismo, fe, confianza y muchas virtudes más, que, sin duda, contribuirán a que hagan bien a quienes las oigan.
La voz de Juan Bautista, según la profecía que hemos citado, debía ser la de uno que clamaba en el desierto, y que, entre otras cosas, debía enderezar calzada en la soledad.
Cuando Dios prepara de verdad a un siervo, no solamente forja su carácter. Necesariamente, siempre debe también formar y forjar su voz, y al mismo tiempo identificarlo con el mensaje que ha de llevar.
De esta forma, habrá de lograr que haya una estrecha unidad y armonía entre el siervo y su carácter, con su mensaje y la voz con que lo ha de proclamar.
Tristemente, hay siervos y mensajeros cuyo carácter y voz no guardan la debida relación de unidad y armonía con el mensaje que propagan.
Resulta sumamente significativo, en el caso en que estamos, lo que se nos dice en Lucas 1:80:-
“Y el niño crecía y se fortalecía en espíritu, y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.”
Días, semanas, meses y años enteros en la soledad de lugares desiertos, prestándose a que Dios le preparase esa voz – la que debía llevar el tono y el acento del desierto y la soledad!
Situémonos imaginariamente en su lugar.
Horas y horas contemplando el entorno que lo rodeaba, sin ver más que tierra seca, polvorienta y desértica, y sin ningún ser humano con quién comunicarse – en una soledad absoluta.
Por una parte, ese desierto en que está sumergido, le estaba dando a su voz, hora a hora, día a día, ese tono que clamaría adecuada e idealmente, en medio del desierto y la gran sequía espiritual del pueblo de Israel, para el cual iba a se el portavoz del mensaje divino.
Por la otra, esa soledad absoluta en que se encontraba, le habría de mover a comunicarse con el único otro ser que se encontraba allí – el Dios que lo había llamado y lo estaba formando y preparando.
De esa forma, con el correr del tiempo, ese mensaje que debía llevar a las multitudes se iba plasmando – lenta y paulatinamente – pero también profundamente en todo su ser.
En otro orden, también vemos el paralelo importante de lo que le estaba sucediendo a él, con la labor que le esperaba – el paralelo de una labor larga y minuciosa, preparatoria en su propia vida, para equiparlo idealmente para lo que tendría que hacer más tarde, es decir, preparar el camino del Señor.
Vemos en todo esto la mano diestra y sabia del artífice divino, totalmente exenta de la publicidad y de lo mecanizado o estereotipado. Por el contrario, a escondidas de las masas y multitudes, con singular pericia, sabiduría y destreza, va forjando un vaso singular, sui generis, de algo que nunca repetirá, ni hará otro exactamente igual.
Los principios fundamentales y las líneas directrices, sí que se volverán a dar siempre, pero nunca habrá otro idéntico a Juan Bautista – él quedará por siempre jamás como un vaso particular, de carácter único, al igual que todo otro siervo auténtico del Señor.
Llama poderosamente la atención, la forma en que Lucas nos presenta la inauguración del ministerio público de Juan el Bautista.
Consecuente con lo que expresó al comienzo del evangelio – ..”después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen” (Lucas 1:3) – pasa a dar una minuciosa constancia de quiénes eran las principales autoridades civiles y religiosas de ese entonces.
“En el año décimo quinto del imperio de Tiberio César, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe de Iturea y de la provincia de Traconite, y siendo sacerdotes Anás y Caifás…” (Lucas 3:1-2)
Y tras el listado de todos esos personajes importantes, agrega las contundentes palabras:- “…vino palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.”
Son los caminos inescrutables de Dios, dejando de lado a todas esas personalidades célebres de aquella hora, cada una de ellas situada en una ciudad o región de importancia. En cambio, se dirige al desierto y la soledad, donde está el hombre que había estado preparando por años y años. Allí le da, por fin, la palabra que habrá de dar al pueblo de Israel en esa hora tan trascendental.
Del desierto y la soledad, Juan Bautista pasa de repente al escenario público, y multitudes de hombres y mujeres acuden a él para ser bautizados.
No hay el menor indicio de que, desacostumbrado como estaba a conducirse ante las masas, él, que había vivido hasta entonces en la más estricta soledad, se sintiese tímido y cohibido al enfrentar esta nueva coyuntura.
Muy por el contrario, dominando enteramente la situación, hace oír su voz con todo peso y autoridad.
Tal la experiencia de todo siervo genuinamente levantado y comisionado por el Señor. Sin alardes de vanidad, y exento de todo aire de autosuficiencia, abre su boca bien grande y con voz limpia y clara, dice lo que Dios le ha dicho que debe decir.
Así, su voz puede ser oída y entendida; son palabras emitidas con la voz y el acento que Dios mismo ha ido forjando en él, en la soledad de las horas en que ha estado a solas con Él, en esa labor preparatoria tan vital e imprescindible.
Así, Juan Bautista irrumpe en ese escenario de toda la región contigua al Jordán. Espiritualmente hablando, debido al legalismo y la hipocresía de los religiosos de ese entonces, y la superstición y el mal que imperaban por doquier, era un inmenso desierto, seco, polvoriento y totalmente árido.
Llegada pues la hora, y con la precisión del reloj divino, la voz de Juan Bautista se hace oír, clamando y clamando en ese desierto espiritual, tal y cual el profeta Isaías lo había predicho unos buenos siglos antes.
Con anterioridad, ya hemos analizado su predicación, que tenía como punta de lanza y objetivo primario el bautismo del arrepentimiento para perdón de pecados.
Como ya queda dicho, esto tenía como función preparatoria del camino del Señor, Cuyo ministerio público estaba a punto de comenzar.
Más específicamente, esa preparación tenía varios aspectos primordiales, claramente delineados por Isaías en su sorprendente profecía a que nos hemos referido.

a) “…Enderezad calzada en la soledad para nuestro Dios.”
Aparejar una calzada derecha – recta – para un Dios que no puede, de ninguna manera, transitar en lo torcido o tortuoso.

b)” …todo valle sea alzado.”
Esos lugares bajos, que en geografía se suelen llamar depresiones, debían ser alzados y puestos a su debido nivel.

c)”…bájese todo monte y collado”
La altivez y altanería debían ser depuestas, para dar paso a una muy necesaria y saludable humillación.

d) “…y lo torcido se enderece.”
No sólo debía enderezarse calzada para que el Señor anduviese por ella; las torceduras tan manifiestas del engaño y la trampa de la gente, debían también deponerse y dar paso a una transparente rectitud.

e) “…y lo áspero se allane.”
La aspereza de la vida en que no hay temor de Dios, debía trocarse en algo liso y llano, para ir en el sentido contrario, es decir, el de lo que las Escrituras definen como el principio de la sabiduría, es decir, el temor del Señor. (Proverbios 1:7)
Todo esto iba a posibilitar que se manifestase la gloria del Señor, con la pronta aparición en el escenario del Mesías prometido y largamente esperado, uno de Cuyos nombres era Emanuel, es decir, Dios con nosotros. (Mateo 1:23)
De los resultados de ese clamor que se hizo oír en semejante desierto, ya vimos como el mismo Señor Jesús dio cuenta en Lucas 7:29-30.
“…y todo el pueblo y los publicanos, cuando lo oyeron, justificaron a Dios, bautizándose con el bautismo de Juan.”
“Mas los fariseos y los intérpretes de la ley rechazaron los designios de Dios de sí mismos, no siendo bautizados por Juan.”
Muchas veces, en el uso corriente del idioma, hasta el día de hoy se emplea la frase predicar en el desierto, con la acepción de proclamar, exhortar o animar algo – como ser a una mejor moralidad, honradez, etc. – sin que la gente preste mayor atención ni haga mucho caso.
Esto se hace, derivándose la frase en ese uso corriente, del relato de Juan Bautista y su predicación, es decir, la voz que clama en el desierto.
Sin embargo, esta derivación resulta inexacta e incorrecta, toda vez que, si bien los fariseos y escribas la desecharon, el pueblo y los mismos publicanos, tenidos por todos como pecadores corruptos, la aceptaron y se sometieron al bautismo de Juan, el cual fue en público y ante muchos testigos.
La forma en que el Señor se refirió, tanto a los unos como a los otros, es muy significativa.
Para los fariseos y publicanos Dios tenía buenos designios si se arrepentían y sometían al bautismo de Juan, pero al negarse a aceptarlo, ellos mismos desecharon esos buenos designios, y quedaron así excluidos de la bendición divina.
En cambio, el pueblo y los publicanos, al responder afirmativamente, justificaron a Dios, y de hecho pasaron a ser partícipes de los buenos designios y la bendición que Dios tenía para con ellos.
En el curso ulterior de los acontecimientos predominó la misma tónica. Jesús fue resistido y rechazado durante Su ministerio por los fariseos, escribas y ancianos, mientras que el pueblo, en general, lo alababa y escuchaba con avidez y atención.
Bien es cierto que al acercarse la hora oscura de Su crucifixión y muerte, incitada por los principales sacerdotes y ancianos, la multitud pidió que se soltase a Barrabás, y daba voces gritando Crucifícale! Crucifícale!
No obstante, después de Su resurrección y a partir de Pentecostés sobre todo, hubo una gran cosecha de almas, no sólo en Jerusalén, sino también en la región circunvecina, y posteriormente en Galilea, Judea y Samaria.
De todos estos, que no nos quepa la menor duda, muchos habían sido bautizados anteriormente con el bautismo de Juan, y así pasaron de la luz parcial preparatoria, a la luz plena del evangelio de la gracia y la vida eterna.
Eso nos hace ver las cosas desde una perspectiva mucho más amplia, y muy favorable por cierto.
Esa voz que clamaba en el desierto no había sido un fracaso, ni mucho menos. Muy por el contrario, había tenido el rol de una labor preparatoria muy importante, y, en realidad, imprescindible.
Vista de otra forma, había constituido también una muy buena siembra, de la cual poco más tarde, por el Espíritu Santo, los primeros apóstoles, y anteriormente el mismo Señor Jesús, pudiesen recoger una excelente cosecha.
Esto nos debe ayudar a sopesar y discernir los resultados de las labores que se hacen para el reino de Dios, con una mayor madurez y una mejor comprensión.
No es siempre lo que se ve de inmediato o a breve plazo, lo que da un dictamen certero.
No pocas veces, lo que se forja en la soledad y sin llamar la atención de muchos; lo que a primera vista no parece estar rindiendo muchos resultados, pero que, no obstante, se ha hecho por designio divino y en fiel obediencia y humildad; esto, con el correr del tiempo y contra las previsiones de la mayoría, produce un fruto genuino y duradero, el cual lo termina por avalar como algo precioso de Dios.
Por otra parte, bendiciones rápidas, con todas las apariencias de grandiosas y gloriosas, no pocas veces, también con el correr del tiempo, se esfuman y dejan secuelas de frustración y fracaso.
En tales casos, el dicho del Señor – “muchos primeros serán postreros y los postreros primeros” – Marcos 10:31 – tiene plena y clarísima aplicación.
Concluimos rindiendo un bien merecido tributo a esa voz de Juan Bautista en el desierto – la voz del hombre que estuvo escondido y a solas la mayor parte de su vida, mientras que por el Espíritu iba cobrando el tono y el acento preciso y exacto. Y también la voz del que, después de cumplir fielmente su importante cometido, supo callar y hacerse a un lado, para que en vez pudiera oírse otra voz – la voz sin igual del Maestro, que en el capítulo siguiente pasaremos a comentar.
Pero como reflexión final en cuanto a Juan Bautista, fue el que además de todas las virtudes ya señaladas, tuvo la honra de culminar su vida como un héroe de verdad. En efecto, al proclamar fielmente al rey Herodes su condición de adúltero, selló su vida y ministerio con la honra del martirio. Su cabeza fue llevada en un plato a Herodías, pero su alma, engalanada con la corona del mártir, pasó a ocupar un lugar dignísimo en las moradas eternas.
Creemos que esto acentúa aun más de lo que ya hemos señalado, lo muy acertado de las palabras del mismas Señor Jesús en cuanto a él – “De cierto os digo: entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista.” (Mateo 11.11)

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