Del Antiguo al Nuevo
Capítulo 11
Luz plena – Primera parte

“Aquella luz verdadera que alumbra a todo hombre venía a este mundo.” (Juan 1:9) “…las tinieblas van pasando y la luz verdadera ya alumbra.” (1a. Juna 2:8b) Ya hemos comentado la comparación que Jesús hizo, de que Juan el Bautista había sido una antorcha que ardía y alumbraba.
La noche en que le tocó actuar, espiritualmente hablando, fue de la más densa oscuridad. La hipocresía, avaricia y maldad de la mayoría de los fariseos, escribas y religiosos de aquel entonces había llegado al colmo.
En medio de semejantes tinieblas, la luz de la antorcha que era él brillaba con un fulgor llamativo, que la hacía fácil de distinguir a quienes de alguna manera buscasen luz, en medio de tanta oscuridad.
No obstante, así como la luz de un farol que ilumina la calle va perdiendo su fuerza a medida que va llegando el amanecer, la antorcha de Juan el Bautista fue menguando con la venida del Sol de Justicia, hasta quedar finalmente extinta, como ya hemos visto, al haberse acabado el fin por el cual fue encendida.
“Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquél que cree en mí, no permanezca en tinieblas.” (Juan 12:46)
Antes de proseguir, tenemos que poner de relieve que esta luz plena de que estamos hablando, es más que una fuerza iluminativa en sí; es una persona, y esa persona es Cristo Jesús.
En Juan 8:12 tenemos otra Escritura semejante a la anterior, pero que nos brinda una aportación adicional.
“Otra vez les habló Jesús diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.”
No sólo se trata de no andar ni permanecer en tinieblas, sino también de tener la luz de la vida en su infinita proyección, parte de la cual intentaremos sondear y escudriñar en lo que resta del capítulo.
Antes de hacerlo, diremos que creer en Él y seguirle, que es la condición señalada en los dos versículos citados, no es algo superficial ni nada que se le parezca.
Por el contrario, significa amarle de verdad por encima de todo lo demás en la vida, darse de lleno a Él para hacer Su expresa voluntad y no la propia, guardarse muy bien de todo lo que sea sucio, corrompido, o contrario a Su pureza y santidad; servirle con lo mejor de nuestras fuerzas, buscar Su rostro en oración y andar en la luz de Su presencia en nuestro andar cotidiano, hacer de Su palabra – las Sagradas Escrituras – la fuerza normativa y rectora de nuestra conducta; en fin, vivir en Él, por Él y para Él en todo.
Ahora sí pasamos a examinar, hasta donde nos sea posible, el alcance de la luz de la vida.
En Juan 1:4 se nos dice que “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.”
En esto tenemos una hermosa, y casi diríamos, curiosa reciprocidad.
En efecto, por un lado se nos habla de la luz de la vida, y por el otro se nos dice que la vida en sí es la luz de los hombres.
¿Cómo interpretamos esta doble afirmación?
Se trata de comprender que las dos cosas – la luz y la vida – se necesitan mutua e imprescindiblemente.
¿Por qué?
Porque no puede haber luz, espiritualmente hablando, sin que haya también vida. Y por otra parte, que no puede haber vida, también hablando espiritualmente, sin que también haya luz.
Expresándolo en otros términos, la luz no puede ser ni convivir con la muerte, es decir la falta de vida, y similarmente la vida no puede ser
o convivir con las tinieblas o falta de luz.
Ya en los albores de la creación encontramos este principio establecido por Dios en lo natural, y desde luego, trasladado posteriormente en las Escrituras a lo espiritual también.
Estando la tierra desordenada y vacía, y con las tinieblas sobre la faz del abismo, lo primero que hizo Dios fue iluminar todo ese escenario con Sus tres breves y maravillosas palabras: “Sea la luz.” (Génesis 1:3)
A renglón seguido paso a crear y ordenar la vida en sus diferentes escalas – vegetal, animal y humana – estableciendo así la clara relación y dependencia mutua de las dos cosas – la luz y la vida.
“Pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y no sabe adónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos. (1a. Juan 2:11)
“…para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios, para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados.” (Los Hechos 26:18)
En estos dos versículos que hemos citado tenemos dos verdades cardinales bien conocidas.
Una de ellas es que las tinieblas, espiritualmente hablando, enceguecen a quien anda en ellas. Así como en lo natural, si andamos en completa oscuridad no vemos nada, en lo espiritual sucede lo mismo.
Por el contrario, si andamos en la luz vemos bien dónde estamos y adónde vamos, tanto en lo natural cuanto en lo espiritual.
La otra verdad es que las tinieblas constituyen el reino de Satanás, y la luz pertenece al reino de Dios.
Muy elemental todo esto, desde luego, pero una base importante que nos sirve de sólido apoyo a lo que sigue a continuación.
Las palabras de la segunda cita – “para que reciban por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados” – nos lleva al punto siguiente.
En el contexto de convertirse de las tinieblas a la luz, establecen una diferencia importante entre luz parcial y luz plena.
Como vimos en el capítulo anterior, la luz parcial guiaba al arrepentimiento para perdón de pecados como meta principal.
Ahora bien, la luz plena no desecha ni prescinde de ese perdón, que en realidad es totalmente indispensable; antes bien, lo confirma, y además lo establece sobre una base más sólida y firme.
Pero además de eso, trae aparejada la “herencia entre los santificados” a la cual en Colosenses 1:12 significativamente se la llama “la herencia de los santos en luz.”
Tenemos, pues, aquí, la gran diferencia entre la luz parcial y la plena. La primera sólo alcanza al perdón de pecados, aun cuando con la mira de que desde allí se avance hacia la luz plena. Esta última, desde el perdón de pecados – sobre una base más sólida y firme como se ha dicho – pasa a introducirnos en la gloriosa herencia del Nuevo Pacto.
Y ese es el fin primordial de este capítulo y el siguiente: sondear y escudriñar la bendita herencia que proviene de la luz plena, y que en 2a. Pedro 2:9 se califica tan acertadamente de “Su luz admirable.”
No viene mal empezar por decir que se trata de “la herencia entre los santificados” y “de los santos en luz” tal cual reza en las citas que hemos tomado.
Vale decir que es una herencia de personas separadas y apartadas para Dios, con una calidad o nivel de vida que hace que se los llame santos.
A continuación vamos tomando los aspectos más destacados.

El sello del Espíritu Santo.­
“…habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia.” (Efesios 1:13-14)
Bendito sello! En uno de sus himnos inmortales, Wesley lo llama La firma o rúbrica del amor divino!
En 2a. Timoteo 2:19 tenemos dos aspectos importantes de este sello:
“Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a todos los que son suyos; y, apártese de iniquidad todo aquél que invoca el nombre de Cristo.”
Por una parte, tenemos la posesión o pertenencia exclusiva del Señor sobre nuestra vida. Con Su mirada penetrante que todo lo ve, nos mira y contempla y sabe bien que no somos más de Satanás, del mundo ni del pecado, sino exclusivamente de Él, Quien es ahora nuestro Amo y Dueño absoluto.
Por la otra parte, está el hincapié en una auténtica santidad, que nos mueve a desechar completamente el mal en todas y cada una de sus manifestaciones. Y esto, en atención a que nuestros labios tienen el altísimo honor de pronunciar el sagrado nombre de Cristo.
De este sello del Espíritu Santo en nuestros corazones, Pablo agrega que “es las arras de nuestra herencia” -las arras, que es decir el anticipo a cuenta de la herencia total.
Qué glorioso y maravilloso anticipo!
Nada menos que el Santo Espíritu del Dios viviente morando en nuestros corazones, para impartirnos toda la gama de virtudes y toda la gracia necesaria, para llevar a buen fin el propósito divino para nuestras vidas.
Pasamos ahora a enumerar las principales facetas de la multiforme actividad del Espíritu Santo en relación con cada hijo de Dios a nivel individual, y con la iglesia en plano colectivo, según se la muestra en el Nuevo Testamento.
1) En un principio redarguye o convence de pecado para llevar al arrepentimiento. También convence de justicia – por la ascensión de Jesucristo como nuestro abogado y representante ante el Trono de Dios Padre – y de juicio, por haber sido juzgado el príncipe de este mundo. (Juan 16:8-11)
2) Siendo el Espíritu de fe, se vale de la palabra de verdad, para encender la fe en nuestros corazones. (2a. Corintios 4:13 y Romanos 10:17)
3) Nos regenera en el renacimiento convirtiéndonos en nuevas criaturas en Cristo Jesús. (Juan 3:3 y 5; Tito 3:5-7 y 2a. Corintios 5:17.)
4) Nos alimenta y nutre a diario cuando leemos las Escrituras, confiriéndoles Su gracia vivificante y aleccionadora. (1a. Pedro 2:2 y 2a. Timoteo 3: 16-17)
5) Da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. (Romanos 8:16)
6) Nos hace conscientes de la paternidad de Dios sobre nuestras vidas, clamando Abba Padre. (Gálatas 4:6)
7) Santifica a los escogidos de Dios. (2a. Tesalonicenses 2:1 y 1a. Pedro 1:2)
8) Escribe la epístola de Cristo y la ley de Dios en las tablas de carne de nuestro corazón. (2a. Corintios 3:3 y Hebreos 8:10)
9) Siendo el Espíritu de fe, nos mueve a hablar y no callar. (2a. Corintos 4:13 y Los Hechos 18:9)
10) Nos ayuda en nuestra debilidad, dado que no sabemos orar como conviene, intercediendo por los santos con gemidos indecibles conforme a la voluntad de Dios. (Romanos 8:26-27, Efesios 6.:18 y Judas 20.)
Interrumpimos aquí para continuar en la 2a. Parte. FIN