Capítulo 7

Elías Tisbita, el gran profeta

Primera parte

No nos proponemos ocuparnos a fondo de la vida, carácter y trayectoria de este singular y sumamente distinguido personaje, sino desgranar y comentar aspectos destacados de la narración bíblica, de los cuales se deriva un rico caudal de enseñanza e inspiración.
Aquí tenemos otra vez al Dios y Señor de los imprevistos, otra vez haciendo de las Suyas!
Un desconocido, de cuya trayectoria previa nada se sabe, irrumpe de pronto en la escena, y pasa a ser el siervo encumbrado y vocero de Dios, en los tiempos del malvado rey de Acab, y de la fiera de mujer que era su esposa Jezabel.
En las cortes reales de Samaria se presenta este desconocido, velloso y de aspecto extraño, que afirma ser profeta y pide entrevistarse con el monarca con mucha urgencia.
Procede de la tierra de Galaad, allende el río Jordán, pero al pedírsele las credenciales de la escuela de profetas a la cual pertenece, contesta con un rotundo NO, aseverando que no es de los aprendices, sino uno auténtico y de verdad.
Ante su persistente insistencia, por fin el rey cede y le concede audiencia, y dejando de lado todo preámbulo o ceremonial, afirma en el tono más solemne y categórico:
“Vive Jehová, Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra.” (1a. Reye 17:1)
¿Cómo? ¿Que no va a llover hasta que Usted dé la orden? El rey Acab está a punto de agregar: Dígame ¿de qué manicomio se ha escapado Usted?
No obstante, hay algo en los acentos de esa voz, sobretodo en ls palabras “Vive Jehová Dios de Israel en cuya presencia estoy” que le infunde un extraño temor y le turba sobremanera.
Antes de que tenga tiempo de reaccionar y contestar, el extraño visitante se retira.
Al comenzar a cumplirse lo que había predicho, el rey busca por todos los medios a su alcance encontrarse o comunicarse con él, pero por tres años y medio – largos, secos y polvorientos – no ha de volver a verlo.
Entre tanto, el Altísimo ya ha tomado prontas providencias para que Su siervo no padezca de hambre o sed. Le manda que se aparte de ese lugar y vaya al oriente, y se esconda junto al arroyo de Querit, situado junto al Jordán.
“Beberás del arroyo, y yo he mandado a los cuervos que te den allí de comer.” (17:4)
Como un milagro especial para su distinguido siervo, el Señor cambia el carácter de esos pajarracos, que normalmente sólo saben pensar en alimentarse a sí mismos con cuanta comida encuentren.
En lugar de ello, les hace ocuparse con solicitud del ilustre personaje, el cual ha llegado a ese paraje tan solitario.
Con rigurosa puntualidad se encargan de que, tanto a la mañana como a la tarde, no le falte pan ni carne, y las aguas del arroyo que todavía están fluyendo, le permiten saciarse la sed.
Usando en algo la imaginación, podemos visualizar la forma puntual en que los cuervos cumplen el mandato divino, y cómo disfrutarían de hacer esa tarea que antes les era desconocida.
Después de dejarle el pan y la carne, se ubicarían en un árbol cercano para mirar. con curiosidad y un sano deleite, cómo el velloso profeta se alimentaba de la comida que le habían traído.
Notaba uno de ellos que el profeta no comenzaba a comer de inmediato. “¿Será que no le gusta? “
“No tontito,” le replica el otro. “¿No te das cuenta de que está con los ojos cerrados agradeciendo a Dios que nos ha dado este mandato tan bonito?”
En fin, todo un cuadro pintoresco y risueño!
Pero a poco los efectos de la sequía se empiezan a sentir y el arroyo se seca. No puede pues continuar en ese lugar, so pena de morirse de sed, y recibe una nueva directiva de lo alto, instándolo a emprender un nuevo largo viaje, esta vez al Noroeste, a Sarepta de Sidón.
“…he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente.” (17:9)
Interrumpimos el relato para acotar que muchas veces es así. La fuente de provisión y sustento que ha servido para el bien de un siervo del Señor por un tiempo, por una causa u otra se seca y se agota. Pero eso no toma al Señor por sorpresa, sino que, haciendo gala de Su maravillosa providencia, prevé una o varias nuevas fuentes, tan satisfactorias como la anterior, y no pocas veces, mejores aun.
Al mismo tiempo, esto sirve para evitar que el siervo deposite insensiblemente su fe en esa fuente anterior, y no en el Señor que se la ha procurado.
Es muy de tenerse en cuenta que en Su breve predicación en la sinagoga de Nazareth, reseñada en Lucas 4, Jesús se refirió a esta viuda, diciendo:
“Y en verdad os digo que muchas viudas había en Israel en los de Elías, cuando el cielo fue cerrado por tres años y seis meses y hubo una gran hambre en toda la tierra; pero a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón.”
(Lucas 4:25-26)
Esto da a entender con toda claridad que el Señor veía algo muy digno y especial en esta querida viuda. También cabe señalar que, seguramente en Su sabia presciencia, Él sabía que su hijo único se iba a enfermar de muerte, y estaba en Su corazón misericordioso que fuese resucitado, para su gran consuelo y beneplácito.
Notemos también, de paso, que esta resurrección y las dos que acontecieron por mediación de Eliseo – una estando él en vida, y la otra, indirectamente, no mucho después de su muerte – son las únicas tres que se consignan en el Antiguo Testamento.
Los efectos de la sequía también estaban afectando seriamente a la nueva región a la cual Elías acababa de llegar,. Allí se encuentra con la viuda de la cual el Señor le había hablado, y sintiendo una gran sed le pide que le traiga un vaso de agua. Cuando se encaminaba para buscarlo, la llama para hacerle otro pedido.
“Te ruego que también me traigas un bocado de pan en la mano.” (17:11b)
La respuesta de la viuda echa de ver el estado crítico a que se había llegado por la terrible sequía; no tenía nada de pan cocido, y sólo le quedaba un puñado de harina, y un poco de aceite. Estaba por recoger unos leños, para cocinarlo para ella y su hijo, y una vez que lo hubieran comido, no veía otra cosa que una muerte de hambre segura, tanto para ella como para su hijo.
Lo que le dijo entonces Elías, a primera vista puede parecer muy egoísta y hasta cruel: que fuese a hacer como había dicho, pero que primero le trajese a él de comer!
¿Que te dé a ti lo último que me queda para mi hijo y para mí…? podría haber preguntado con tono de extrañeza y enfado, pero resulta que a ese pedido tan osado que le había hecho, Elías añadió la siguiente promesa:
“…después harás para ti y para tu hijo. Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: la harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobe la tierra.”(17:13-14 )
Qué bendición y que bienaventuranza – poder dar y recibir semejante promesa de la provisión divina, fiel y adecuada, en tiempos de hambre y sequía tan extremas!
Con todo, no debemos omitir el comentar un principio muy importante, que podríamos definir brevemente así: que para lograr una plenitud o llenura, debemos primero crearle al Señor un vacío en nosotros mismos.
De nada hubiera servido que la viuda se aferrase a lo muy poquito que le quedaba “por si la promesa fallase.” Tenía que soltar todo lo que tenía, quedando totalmente exenta de todo recurso propio, para poder pasar así a los recursos ilimitados del Señor.
Tal lo que tuvieron que hacer los discípulos con los únicos cinco panes y dos peces conque contaban (Mateo 14:17-18); tal también lo que henos tenido que hacer muchos siervos del Señor, quemando nuestro puentes, entregando cuánto teníamos, quedándonos sin nada, para así pasar a disponer de todo el inagotable caudal de la provisión que viene de lo alto.

Después de mucho tiempo, en el tercer año, el Señor le indicó a Elías que debía presentarse ante el rey Acab con la promesa de que “yo haré llover sobre la faz de la tierra.” (18:1)
Durante todo ese tiempo, Acab, según dijimos anteriormente, lo había estado buscando por todas partes, pero sin hallarlo.
La sequía afectaba seriamente a todo el país, y él lo veía a Elías como el culpable. Al encontrarse con él le dice: “¿Eres tú el que turbas a Israel?” a lo cual Elías le contestó con todo aplomo y firmeza:”Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová y sirviendo a los baales.” (18:17-18)
Seguidamente, y con un dominio total de la situación, le manda congregar en el Monte Carmelo a todo Israel, y los profetas de Baal y Asera.
Hecho esto, con toda autoridad, se dirige a todo el pueblo reunido, preguntándole: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?” (18:21) y desafiándoles a que presenten sus sacrificios, invocando el nombre de sus dioses, que él haría lo propio invocando el nombre de Jehová, “y el Dios que respondiese por fuego, ése sea Dios.” (18:24)
Este episodio tan singular y especial, es quizá uno de los más conocidos del Antiguo Testamento, por lo cual no lo comentaremos detalladamente, y sólo nos limitaremos a señalar cuatro puntos.
1) “…arregló el altar de Jehová que estaba arruinado.”(18:30b)
Lo hizo tomando doce piedras conforme al número de las tribus de Israel. La restauración del altar y la unidad del pueblo son dos factores inamovibles e imprescindibles.
2) Tomó la importante medida de hacer cavar una zanja alrededor del altar, e hizo que echasen abundantes aguas hasta llenarlas y hacerlas rebosar. Esto eliminaba toda posibilidad de que se dijese que el fuego había sido provocado artificialmente, por ejemplo, por cerillas, por él o algún otro.
Esto es algo que se debe tener en cuenta, muy particularmente en estos días, en que se suelen presentar fuegos artificiales que muchos se confunden con el auténtico venido de lo alto.
3) Al orar dijo: “…sea hoy manifiesto que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y por mandato tuyo he hecho todas estas coas…para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos.” (18: 36-37)
Esto lo hizo puntualmente a la hora de ofrecerse el sacrificio. Buscaba la gloria de Dios, y que a Él se lo reconociese como el único y verdadero Dios que es; que todo cuanto había hecho era por mandato divino y no por su propio antojo, y que en Su gran misericordia Dios estaba haciendo volver a sí mismo el descarriado corazón de ellos.
Como vemos, todo encajado perfectamente y de la manera más correcta y precisa.
4) Al ver caer el fuego y consumir el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamer el agua que estaba en la zanja, el pueblo no pudo menos que postrarse y exclamar; “Jehová es el Dios! Jehová es el Dios!”(18:38.39)
El verdadero fuego celestial no nos deja en ninguna duda en cuanto a quién es Dios, y nos lleva a postrarnos de verdad ante Él.

Lograda esta estupenda victoria, Elías no cayó en la trampa de envanecerse ni autoproclamarse como el gran hombre de la hora, ni nada semejante. En lugar de ello hizo algo muy significativo, que lo acreditaba como un genuino y auténtico profeta.
Hizo prender a todos los falsos profetas, sin que se escapase ninguno, y los llevó al arroyo Cisón, y allí los degolló. Esto, como se debe saber, estaba prescrito en la ley mosaica para casos semejantes.
Tantas veces el concepto corriente que se tiene del profeta es de uno que predice el futuro, y está de moda en algunos círculos acudir a él “para que me profetice,” buscando que le vaticine cosas halagüeñas y grandiosas.
En Jeremías 23:22 tenemos bien definida una de las funciones principales del verdadero profeta:
“Pero si ellos hubieran estado en mi secreto, habrían hecho oír mis palabras a mi pueblo, y los habrían hecho volver de su mal camino y de la maldad de sus obras.”
¿De qué vale predecir grandezas a personas que andan en vanidad y no en el camino limpio y puro del Señor?
No es ni más ni menos que hacerles un gran mal, aun cuando se tenga la intención – muy equivocada por cierto – de animarlos o alegrarlos. Con ese proceder se está pisando en un terreno muy falso.
Si se nos preguntase cómo definiríamos al verdadero profeta, ésta es la respuesta que daríamos.
“Es un varón que como Jesucristo, Pablo, Elías y otros, empuñan con firmeza la espada de metro y medio de la palabra de Dios, a fin de degollar y matar con ella todo cuanto sea falso en tu vida y en la mía.” (Y esto con la aclaración de que en esta dispensación de la gracia en que estamos, la espada se emplea en la boca, y no empuñándola con la mano como se hacía en el Antiguo Testamento.)

A renglón seguido se nos dice que Elías le dijo a Acab:
“Sube y come y bebe, porque una lluvia abundante se oye.”
De inmediato, en el versículo siguiente se nos dice: “Acab subió a comer y a beber. (18: 41-42)
Obediencia pronta y cabal! Qué fácil es obedecer cuando se nos dice que hagamos algo agradable y placentero!
Elías no va a comer ni beber con él En cambio, tiene para sí algo que sabe que es de mucha más importancia. Sube con su criado a la cumbre del Carmelo y allí se postra en oración, con la cabeza entre las rodillas.
Es la oración a la cual Santiago se refiere al escribir de él: “..y otra vez oró, y el cielo dio lluvia.” (Santiago 5;18)
Lo hizo con fervor, pero también persistentemente, según se ve con claridad del relato.
Tenemos en esto una nota de mucha importancia, que no se nos debe pasar desapercibida. El Señor ya le había dicho: “…haré llover sobre la tierra.” (18:1)
No obstante, él tenía que alinearse con la palabra que había recibido, y lo hizo en dos formas.
La primera fue proceder a reunir al pueblo en el Carmelo para que allí se comprobase que Jehová es el Dios verdadero. De nada habría valido anticiparse a esto, puesto que esa labor preparatoria era absolutamente indispensable.
Logrado ese objetivo, el camino quedaba allanado para que se cumpliese la promesa, pero igualmente, y en segundo lugar, él debía pedir con fervor y persistencia, en total concordancia con la voluntad y la promesa de Dios.
Tenemos en esto un paralelo muy importante con Pentecostés. El Señor Jesús había prometido que el Espíritu Santo vendría con poder sobre los primeros discípulos, pero ellos igualmente tenían que alinearse con esa promesa.
¿Cómo lo hicieron?
Prácticamente de la misma manera, a saber: se reunieron en unidad, deponiendo todo protagonismo, celo o rivalidad. Con esto la tierra quedó bien preparada, usando un símil muy corriente en nuestro lenguaje evangélico.
Asimismo, al igual que Elías, perseveraron con ruegos y súplicas para que la promesa se cristalizase, alineándose totalmente con ella.
Estos dos puntos son principios básicos que no todos comprenden, y el lector u oyente hará bien en releer toda esta sección para absorberlos plenamente.

Después que el criado volviese por séptima vez, con la novedad de que veía una pequeña nube como la palma de la mano qu subía del mar, Elías le mandó que dijese al rey Acab:
“Unce tu carro y desciende para que la lluvia no te ataje” (18:44)
En seguida se oscurecieron los cielos con nubes y viento, y hubo gran lluvia. Subiendo a su carro, Acab llegó a Jezreel, pero con la salvedad que se nos hace de que la mano de Jehová estuvo sobre Elías, el cual ciñó sus lomos y corrió delante de Acab hasta llegar a Jezreel.
A grosso modo, estimamos la distancia entre el Carmelo y Jezreel en unos cuarenta kilómetros y aquí tenemos pues una culminación brillante y portentosa. Sin amilanarse por la lluvia torrencial, con la mano del Omnipotente sobre él, Elías corre delante del carro real como un atleta formidable y llega a Jezreel, aunque empapado por la lluvia, como el digno y victorioso abanderado de la causa de Dios.
Todo un precioso broche de oro de una jornada épica inolvidable,
Pero cualquier siervo avezado del Señor sabe bien, pues lo ha aprendido por la experiencia, que después de una gran bendición o un éxito resonante, debe preparare para enfrentar una prueba severa, o por lo menos una buena dosis de contratiempos y contrariedades.
Creemos que es parte de la providencia divina que los tenga que enfrentar, como un medio de evitar que se congratule a sí mismo y caiga en la sutil trampa del envanecimiento.
Después de la gran victoria que hemos visto, ante la amenaza de Jezabel, esa fiera de mujer, de quitarle la vida dentro de veinticuatro horas, emprende una larga fuga hasta Beerseba, al Sur del territorio de Israel.
Allí deja a su criado, y continúa por el desierto un día entero de camino, hasta que, totalmente exhausto y seguramente deprimido, se sienta debajo de un enebro y deseando morirse le dice al Señor: “Basta ya, Oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres.” (19:4)
La grandiosa experiencia previa del Carmelo, ahora se trueca en desánimo total, y el deseo de claudicar por completo y no vivir un día más.
Tal vez la gran victoria anterior le había hecho sentirse, sin engreimiento, y tal vez con buen fundamento, que había logrado lo que ninguno de sus padres, es decir, derribar por completo el culto de Baal.
Se da cuenta ahora de que no es así, y ante tanta adversidad, con agotamiento físico, anímico y espiritual, ya no quiere seguir un paso más. Totalmente extenuado, cae dormido, pero, a poco, un ángel le toca, instándolo a que coma, y abriendo los ojos ve una torta cocida y un vasija de agua que providencialmente aparecen a su cabecera.
Come, bebe y vuelve a caer dormido, pero por segunda vez el ángel le toca, diciéndole: “Levántate y come, porque largo camino te esta.” (19:5-7)
Cuántas veces, en el fragor de la lucha, y habiendo llegado al extremo absoluto de sus fuerzas, siervos y siervas de Dios han estado a punto de claudicar – de darse por vencidos, y no querer seguir viviendo un día más!
No obstante, igual número de veces han llegado de lo alto nuevos suministros de gracia para levantarlos, reanimarlos y ponerlos en marcha otra vez, y no pocas para hacerles saber que todavía no han completado su carrera, antes bien, largo camino les resta!
Es parte de la azarosa pero hermosa aventura de estar en primera línea de combate – de jugarse por el Señor – de pelear la batalla de la fe con sus muchas vicisitudes – ocasiones de gloria y victoria, entrelazadas con crisis y quebrantos, pero de todos los cuales, por la gracia divina, se sale airoso!

Sí, a Elías todavía le quedaba por delante un largo camino. En el sentido inmediato cuarenta larguísimos días de marcha, pero además, de ahí en adelante, todavía unos buenos años de labor para la causa de Dios.
Esos cuarenta días de marcha no deben interpretarse meramente como de huida de Jezabel. Su profunda carga y vivo celo por el testimonio de Dios, y por la forma en que el culto de Baal proliferaba en Israel, lo estaba llevando, por designio divino, a Horeb, el monte de Dios.
Allí se iba a encontrar con el Señor en otra ocasión memorable, que tendría repercusiones trascendentes, categóricas y terminantes.
Veamos cómo se desenvolvieron los acontecimientos.
Fortalecido por la comida y el agua que le había suministrado el ángel, pero también por la gracia divina, que evidentemente le debe haber dado fuerzas para completar una marcha tan formidable, llegó a Horeb, y seguramente sumamente cansado y todavía con bastante desánimo, se metió en una cueva.
Figurativamente, meterse en la cueva, dentro de nuestro vocabulario evangélico, tiene una aplicación muy práctica y conocida, que no hace falta explicar.
Pero como se hace muy extenso, interrumpimos aquí para continuar en la segunda parte.

F I N