Cosas nuevas y cosas viejas
Capítulo 6 – Primera parte
Dos Jotas de gran valía
Tengo que reconocer que me da cierto pesar dejar atrás y no pensar ni escribir más de Gedeón – al escribir tanto sobre él y sus grandes hazañas, se me despertó un cariño muy grande sobre su persona! Pero en fin, el reloj sigue para adelante y no lo podemos hacer retroceder.
En este capítulo, deseamos contribuir en algo a que cobren notoriedad dos personajes bíblicos muy dignos, pero de los cuales, en general, se sabe y se habla muy poco.
Los hemos denominado Jotas en el título, pues los nombres de ambos, como los de tantos otros personajes de las Escrituras – muy buenos algunos y malos otros – comienzan con jota. Los dos a los cuales nos referimos son Jefté y Jotam.
Jefté.-
Otra vez los designios divinos del Señor nos conducen por sendas inesperadas.
El pueblo de Israel, que seguía padeciendo de idolatría y desobediencia crónicas, está ahora, unos buenos años después de la muerte de Gedeón, siendo atacado por uno de sus muchos enemigos, los hijos de Amón.
Hacía falta otro varón aguerrido y valiente que los liberase.
¿Quien había de ser?
En la sabiduría divina, nada menos que el que uno se apresuraría a descartar por completo, por tratarse del hijo de una ramera – Jefté, cuyo nombre significa Él abrirá.
En concordancia con su nombre, Dios iba a abrir a través de él una puerta grande de liberación para Su pueblo.
Tal como lo consigna el relato, su padre Galaad había tenido varios hijos por su propia mujer, los cuales aborrecieron a Jefté por ser hijo de una prostituta, y lo echaron fuera, no queriendo que heredase juntamente con ellos en la casa de su padre.
Pasados unos años, por estar fuertemente oprimidos por los amonitas, Israel clamó al Señor, quitando de entre sí a los dioses ajenos y sirviendo a Jehová.
En Jueces 10:16 tenemos una nueva constancia de la incansable y maravillosa misericordia del Señor para con su pueblo, que seguía obstinadamente en el sendero de la desobediencia e idolatría.
“Y quitaron de entre sí a los dioses ajenos,y sirvieron a Jehová, y él fue angustiado a causa de la aflicción de Israel.”
Al venir contra ellos los amonitas y tomar posición de batalla, acampando en tierra de Galaad, situada al este del Jordán, los israelitas se juntaron y establecieron la suya en Mizpa.
Fue entonces que tomaron conciencia de la necesidad de un jefe que los liderase en la lucha que se avecinaba.
La Escritura nos dice escuetamente que “ Jefté galaadita era esforzado y valeroso.” (11:1)
De alguna manera, los galaaditas sabían que había en él algo especial, que lo hacía el hombre ideal para encabezarlos en esa guerra contra Amón, la cual estaba a unto de estallar.
Mandaron pues a buscarlo a la tierra de Tob, adonde había ido al ser echado por sus hermanos.
En un principio se mostró reacio, pero al insistir ellos y hacerle la promesa de que sería reconocido como caudillo y jefe de Galaad, finalmente aceptó, y fue a Mizpa donde estaba reunido Israel, y se hizo cargo de la situación.
La primera medida que adoptó fue la de enviar un mensaje al rey de los amonitas. Textualmente les decía:
“¿Qué tienes tu conmigo, que has venido a mí para hacer guerra contra mi tierra?” (11:12)
En su respuesta el rey de Amón le manifestó que, al subir de Egipto, Israel les había quitado gran parte de su tierra, desde Amón hasta Jaboc, y el Jordán, y reclamaba que se le devolviesen en paz.
Jefté contestó, haciendo gala de un conocimiento preciso de la historia y cómo habían acontecido las cosas. Israel buscaba pasar pacíficamente en su marcha hacia la tierra prometida, pero el rey Sehón de los amorreos le negó el paso y salió a luchar contra Israel, que lo venció y tomó todas sus tierras.
Esto había sucedido unos trescientos años, y con mucha razón le preguntaba por qué no habían procurado recobrar esas tierras durante todo ese tiempo, y recién ahora, tres siglos más tarde, venían a reclamarlas.
Este conocimiento tan exacto de la historia lo había recibido por vía oral, pero también de la constancia de las Escrituras con que se contaba en ese entonces.
El rey de los amonitas no quiso entender esas razones, tan correctas y lógicas, y así bien pronto se entabló la batalla.
El Espíritu del Señor vino sobre él, y avanzó desde su lugar hasta donde se encontraba el enemigo.
En el trayecto hizo un voto a Jehová, el cual creemos que fue precipitado y temerario:
“Si entregares a los amonitas en mis manos, cualquiera que saliese de las puertas de mi casa a recibirme, cuando regrese victorioso de los amonitas, será de Jehová y lo ofreceré en holocausto.” (Jueces 11:30-31)
El Señor respondió a ese voto, entregando en sus manos a los amonitas, a quienes derrotó con grande estrago en una vasta región, de modo que quedaron sometidos a Israel.
Al volver a su casa en Mizpa, le salió al encuentro su hija con panderos y danzas, celebrando la gran victoria de su padre.
Al verla se le partió el corazón, pues era su hija única y muy querida, y sabía muy bien que no podía retractarse del voto que había hecho.
Le permitió que fuera por los bosques con sus compañeras por dos meses para llorar su virginidad, después de lo cual, con gran dolor para su alma, cumplió su voto sacrificándola en holocausto.
Se ha argumentado que fue un voto muy imprudente y desacertado, y además, que fue hecho estando ya en plena vigencia la ley de Moisés, que en el sexto mandamiento del decálogo establece terminantemente “No matarás.”
No pretendemos refutar estos dos argumentos, que no dejan de tener una buena base, pero en cambio visualizamos el caso desde otra perspectiva – la del corazón de Jefté.
En el primer capítulo de Levítico se detallan algunas de las ofrendas que se podían ofrecer al Señor.
Podían ser de ganado vacuno u ovejuno, o bien de las cabras, y como otra posibilidad podían ser de aves, ya sea tórtolas o palominos.
Ignoramos si Jefté contaba con hacienda o rebaños para ofrecer un becerro, una oveja o una cabra. Mas vemos que el sacrificio que él presentó, la ofrenda tierna y muy amada de su propia tórtola, la hija única que él tenía.
El sacrificio tan costoso, su valentía en enfrentar con todo denuedo a los enemigos de su pueblo, y su firmeza en cumplir su voto, y no volverse atrás, a pesar del inmenso dolor que le supuso – todo eso lo coloca en un lugar muy digno.
Al mismo tiempo, que no se nos pase por alto, que, en semejante sacrificio, de alguna manera anduvo en las pisadas de nuestro gran padre Abraham.
Y todavía más: lo que hizo fue un reflejo, pálido e imperfecto, pero sin embargo muy digno, del gran sacrificio del Padre Eterno, al ofrendar al hijo de Su amor en el Calvario.
La entrega total a la causa de Dios y la virtud de ser una persona fiel a su palabra, que “aun jurando en daño suyo, no por eso cambia” (Salmo 15: 4b) son dos cualidades básicas que todo hijo de Dios debe cultivar y ostentar.
Alabemos y agradezcamos al Señor por la vida de este varón Jefté, tan poco conocido por la mayoría, pero digno de verdad y a carta cabal.
Interrumpimos aquí, para continuar en la segunda parte con la otra jota, Jotam.
F I N