Capítulo 10
Nabucodonosor, Belsasar y el triple galardón.

Una de las muchas virtudes que tiene la Biblia es la de presentarnos personajes y eventos de los más variados, inesperados e interesantes.
El gran emperador de Babilonia, Nabucodonosor, constituye un caso muy puntual en ese sentido.
Actuando Dios como soberano que es, quiso levantarlo, y ponerlo por encima de todas las naciones de aquella época. A las que se sometían a él las bendecía bajo sus alas, mientras que las que se rebelaban y luchaban contra él, las subyugaba y sometía a fuertes tributos.
El Señor lo utilizó a él y a sus huestes, para consumar Su severísimo castigo a Judá y Jerusalén, por su obstinada idolatría y su rebeldía crónica.
Destruyeron la ciudad, quemaron a fuego el templo erigido siglos antes por Salomón, y llevaron en cautiverio a millares de hombres, mujeres y niños del pueblo de Israel.
Pero, además de ello, tenemos constancia en el libro de Daniel de un trato divino muy especial para con él, que lo llevó al final a reconocer, alabar, engrandecer y glorificar al Dios y Rey del cielo, y a humillarse totalmente delante de Él.
Esto no fue nada fácil dada la extrema grandeza, pompa y prosperidad de su imperio y su persona, pero el Señor lo logró merced a tres portentosas manifestaciones, muy particulares , y propias de Su eterno poder y sabiduría.

El sueño de Nabucodonosor.-

La primera de ellas fue su famoso sueño, que lo perturbó en sumo grado, pero que no lo podía recordar.
Antes de continuar, acotamos que ésta no fue la única ocasión consignada en las Escrituras en que Dios perturbaba el sueño de grandes emperadores, a fin de advertirles de hechos importantes. Tenemos también el sueño de Faraón, rey de Egipto, sobre las vacas gordas y las flacas (Génesis 41), el de Asuero en Ester 6, y el de Darío en Daniel 6:18-20.
Ninguno de los sabios, magos, ni astrólogos pudo hacerle recordar a Nabucodonosor su sueño, ni mucho menos descifrar su significado.
Así las cosas, Daniel entró en la escena, y por la sabiduría de lo alto pudo hacer las dos cosas: señalarle exactamente lo que había soñado, y darle la interpretación detallada de su significado.
En pocas palabras, en el sueño había visto una gran imagen de gloria muy sublime, con su cabeza de oro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus muslos de bronce, sus piernas de hierro y sus pies, parte de hierro y parte de barro cocido.
En la prosecución del sueño, apareció una piedra que hirió la imagen en sus pies de hierro y barro y los desmenuzó. El resto de la imagen, en parte de oro, plata, bronce y hierro, también fue desmenuzado y no quedó nada de ella, y la piedra que la hirió quedó como un gran monte que llenaba la tierra.
Digamos de paso, este sueño ha tenido aceptación general como una fehaciente predicción profética de la historia a grandes rasgos.
La cabeza de oro, tal como la interpretó Daniel, representaba el reinado e imperio de Babilonia, la parte de plata que le seguía el de los medos y persas, el de bronce, el de Grecia, y la de hierro y también la de hierro mezclado con barro, el imperio romano.
Fue en ese tiempo de la hegemonía romana, que Jesucristo, la Roca Eterna, vino a este mundo para comenzar a establecer Su reino, que es a la vez el reino de Dios, el cual está destinado a llenar la tierra en toda su plenitud.

Al oír las palabras de Daniel, que con tanta exactitud le recordó lo que había soñado y le descifró su significado, Nabucodonosor se postró sobre el rostro y se humilló ante él, reconociendo que su Dios era Dios de dioses, y Señor de reyes, y el que revela los misterios que ningún otro puede develar.
Este fue el primer impacto, grande y maravilloso, que recibió Nabucodonosor; pero sin embargo, no bastó. Hacía falta dos estocadas más, muy fuertes y certeras, para demoler su soberbia, y llevarlo a ese lugar de un reconocimiento absoluto y profundo, y una humillación total ante Dios.

La gran estatua de oro de Nabucodonosor.

La soberbia de Nabucodonosor, con sus profundas raíces en la grandeza y pompa de su imperio tan formidable, todavía daba abundantes señales de presencia.
Tuvo en su corazón hacer una gran estatua de oro, y citó para el día de su dedicación a todas las autoridades de su pueblo.
Través de un pregonero, hizo anunciar en alta voz que al oír el son de la bocina, la flauta y demás instrumentos musicales, todos debían postrarse y adorar a la estatua de oro que había hecho levantar, so pena de echar en el horno de fuego a quienquiera que no lo hiciese.
Daniel no se encontraba en el lugar donde sucedió esto, pero en cambio sus compañeros Sadrac, Mesac y Abed-nego estaban presentes. Y haciendo gala de enorme valor rehusaron obedecer y postrarse y adorar la estatua de oro.
Esto se le comunicó a Nabucodonosor, quien mandó que de inmediato compareciesen ante él.
Al negarse ellos rotundamente a doblegarse, se encolerizó en grado sumo, mandando que el horno se calentase siete veces más de lo acostumbrado.
Los tres valientes fueron así echados en el mismo, desafiando así valerosamente las altivas palabras anteriores del emperador.
“¿Y qué dios será aquél que os libre de mi mano.?” (Daniel 3:15b)
El calor del horno y sus voraces llamas eran tales, que los hombres que los echaron dentro murieron quemados de inmediato.
A muy poco, observando la escena a distancia prudencial, Nabucodonosor se llenó de espanto y preguntó a sus consejeros que le rodeaban:
“¿No echaron a tres varones atados dentro del fuego?”
Ellos dijeron “Es verdad, oh rey.”
“Y el dijo:He aquí yo veo a cuatro varones sueltos que se pasean en medio del fuego sin sufrir ningún daño, y el aspecto del cuarto es semejante a hijo de los dioses.” (Daniel 3:24-25)
Qué escena conmovedora y maravillosa!
“Cuando pases por el fuego no te quemarás, ni la llama arderá en ti” había prometido el Señor a Sus fieles unos buenos años antes. (Isaías 43:2b)
Aquí estos tres varones fieles hasta la muerte, estaban comprobando la gran fidelidad del Señor, al cumplir Su promesa en las condiciones más extremas. Y todavía con el agregado de que el hijo de Dios estaba a su lado, para acompañarlos y honrarlos en semejante situación.
Así sucede a menudo. En la prueba más dura y difícil, el Señor, por una parte, nos comunica Su gracia para que salgamos ilesos, y por la otra nos consuela de una manera especial, haciéndonos muy conscientes de Su presencia y amor inalterable.
La secuela de este segundo episodio fue que Nabucodonosor se acercó a la puerta del horno, dirigiéndose a ellos en un tono muy distinto. Aplacada totalmente la enorme ira que tenía, les dijo:
“Sadrac, Mesac y Abed-nego, siervos del Dios Altísimo, salid y venid.”
Al hacerlo ellos, tanto el rey como sus oficiales y magistrados quedaron admirados y estupefactos, al ver que los cuerpos y la ropa de todos ellos no mostraban seña alguna de quemadura, y ni siquiera ellos olían a fuego en absoluto.
Como consecuencia inmediata, Nabucodonosor bendijo al Dios de estos tres varones, y decretó que todo el que dijere blasfemia contra Él fuera descuartizado, y su casa convertida en muladar, agregando: …por cuando no hay dios que pueda librar como éste.” (Daniel 3: 26-29)
Además, engrandeció a los tres héroes en la provincia de Babilonia.
Sin embargo, Nabucodonosor todavía no había tocado fondo, y el Señor, plenamente sabedor de ello, tenía preparada la tercera estocada, la cual, felizmente, iba a ser la final y definitiva.

Una experiencia insólita.
Otra vez las cosas comenzaron por un sueño que lo espantó, y le hizo dar muchas vueltas en la cabeza, sintiéndose sumamente turbado.
Si bien esta vez recordaba el sueño, al igual que en la primera ocasión, los sabios y astrólogos de su reino no pudieron interpretar el significado.
Tuvo que llamar a Daniel, quien al oír el sueño quedó atónito por un buen rato, pues el sueño presagiaba algo muy grave.
No obstante, a su tiempo se lo declaró al rey en su totalidad, añadiendo el consejo de que tratase de redimir sus pecados, haciendo justicia y misericordia para con los oprimidos, por si tal vez esto serviría para prolongar su tranquilidad.
Sin embargo, pasados doce meses su soberbia volvió a manifestarse abiertamente. Paseándose en el palacio real y viendo su lujo y grandeza, exclamó:
“¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?” (Daniel 4:29-30)
De inmediato vino una voz del cielo anunciándole lo que le iba a suceder, y que se cumplió en la misma hora.
Fue echado de entre los hombres y comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se mojaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas como las de las aves.
Estuvo en ese estado tan sorprendente por siete largos años, y se supone que durante ese tiempo Daniel administraba los principales asuntos del palacio.
Finalmente, alzó los ojos al cielo y le fue devuelta la razón, y bendijo al Altísimo, y alabó y glorificó al que vive para siempre.
Junto con la recuperación de su sano juicio, su majestad, dignidad y grandeza le fueron también devueltas, y fue restablecido en su trono, y mayor grandeza le fue añadida.
Terminó por alabar, engrandecer y glorificar al Dios del cielo “…porque sus obras son verdaderas y sus caminos justos,y él puede humillar a los que andan en soberbia.”(4:37)
El Señor evidentemente se dio por satisfecho con esto, habiendo logrado alanzar plenamente su propósito.
En conclusión, dos matizaciones importantes:
1) A veces el Señor tiene que llevarlo a uno al borde de perder la razón, para hacerlo “pasar por el aro” de someterse plenamente a Él y deponer toda rebeldía y arrogancia.
2) Se puede pensar que la soberbia de Nabucodonosor fue extrema y desmedida, o que la primera experiencia, o bien las dos primeras, deberían haber bastado. No obstante, si estuviéramos revestidos de semejante fama, grandeza y majestad como las que tuvo él, ¿no seríamos nosotros también proclives a envanecernos y engrandecernos? ¿Y no le resultaríamos al Señor igualmente un caso difícil, que Él tendría que hacer pasar por el aro?

Belsasar y la inquietante escritura en la pared.-

Belsasar sucedió a su padre Nabucodonosor en el trono, y el capítulo siguiente de Daniel – el quinto – en el que se nos habla de él, es otra de las muchas páginas de las Escrituras que son muy fecundas en verdades, principios y en preciosas e importantes analogías.
Aquí tenemos la historia de un gran banquete dispuesto por el rey Belsasar para mil de sus príncipes; un banquete que empezó con gran regocijo, pero que terminó con una gran tragedia.
Significativamente, se nos dice que “en presencia de los mil había vino” y a renglón seguido se nos da cuenta de lo que hizo con “el gusto del vino.”
No está demás que citemos aquí dos advertencias sobre el vino, consignadas en Proverbios 20: 1 y 23: 31-33.
“El vino es escarnecedor, la sidra alborotadora, y cualquiera que por ellos yerra no es sabio.”
“No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente, mas al fin como serpiente morderá y como áspid dará dolor.”
“Tus ojos mirarán cosas extrañas y tu corazón hablará perversidades.”
El gusto del vino impulsó a Belsasar a hacer una gran perversidad. Mandó traer los vasos de oro y plata que su padre había llevado del templo de Jehová en Jerusalén, para que bebiesen de ellos todos los presentes. Esto lo hicieron, pero alabando al mismo tiempo a los dioses de oro, de plata, de bronce, de hierro, de madera y de piedra.
Fue una terrible mofa al Dios verdadero, que provocó en seguida una fuerte respuesta de Su parte.
De repente aparecieron los dedos de una mano de hombre, que escribían en la pared delante del candelero, a la vista del rey y de todos sus invitados.
Había un algo muy solemne e inquietante en lo que estaba sucediendo, y el rey se puso pálido, se turbó sobremanera, y empezó a temblar.
Lleno de pánico, gritó en alta voz que hicieran venir a los magos, caldeos y adivinos, agregando que cualquiera que le leyese la escritura y le mostrase el significado, sería vestido de púrpura, llevaría un collar de oro, y ocuparía el tercer lugar en el reino.
Ninguno de ellos pudo hacerlo, y la atmósfera toda del banquete sufrió un vuelco total, con el rey sumamente turbado y pálido, y todos los presentes perplejos en extremo.
No obstante, la reina, al oír lo que estaba pasando, dando muestras de gran cordura y presencia de ánimo, exhortó al rey a tranquilizarse, recordándole que en los días de su padre, había un varón que, merced al “espíritu de los dioses” que moraba en él, tenía luz, inteligencia y sabiduría para descifrar enigmas e interpretar sueños.
Inmediatamente Daniel fue llamado, y por esa gracia divina que reposaba sobre él, pasó en seguida a dominar la situación, diciendo:
“Leeré la escritura al rey, y le daré la interpretación.”
Pasó entonces a recordarle las portentosas maravillas con que Altísimo se había manifestado a su padre Nabucodonosor, y de las cuales él tenía pleno conocimiento, agregando esta dura y grave sentencia:
“Y tú, su hijo, Belsasar, no has humillado tu corazón, sabiendo todo esto, sino que contra el Señor del cielo te has ensoberbecido…y diste alabanza a dioses de oro y plata…que ni ven, oyen ni saben, y al Dios en cuya mano está tu vida y cuyos son todos tus caminos, nunca honraste.”
Un dictamen gravísimo, que debe constituir una severa y solemne advertencia para quienes adoran ídolos e imágenes, y no al Dios único y verdadero.

Sin detenerse, Daniel pasó a leer la escritura y explicar su significado. En síntesis, Dios había cortado su reino y le había puesto fin; había sido pesado en balanza y hallado falto, y su reino sería roto y dado a los medos y persas.
Esa misma noche murió Belsasar, y Darío, rey de Media, asumió el reinado.
Entre otras cosas de importancia que surgen de este relato, debemos señalar la gran responsabilidad que recae sobre el ser humano, ante las evidencias que recibe de la existencia de un Dios Creador y Soberano Supremo.
Las mismas se derivan en primer lugar del mundo en que vivimos y sus muchas maravillas, las cuales constituyen de por sí un testimonio incuestionable.
A esto hay que agregar seguidamente los hechos significativos unos, portentosos otros, sencillos pero elocuentes otros, por medio de los cuales despliega Su existencia, sabiduría y providencia, al actuar y ejecutarlos, no sólo en la vida propia de uno, sino también en la de familiares y personas conocidas o allegadas.
Este último aspecto quedó claramente puntualizado por el caso de Belsasar en que estamos. Sabía muy bien todo lo que Dios había hecho en la vida de su padre Nabucodonosor, y eso hacía recaer sobre él la gran responsabilidad de corresponder y honrarlo debida y cabalmente.
Nada de eso hizo, continuando su vida idolátrica y despreocupada totalmente del Altísimo, y eso le acarreó las terribles consecuencias que hemos visto.

Hace unos buenos años, el autor, en una ocasión predicó sobre este capítulo del libro de Daniel en una pequeña congregación de hermanos gitanos del movimiento Filadelfia en Asturias.
A una etapa temprana de la predicación, se refirió a la gran responsabilidad que recae sobre el pueblo gitano, ante el hecho de que Dios se haya manifestado tan abierta y poderosamente en la vida de muchísimos de ellos, liberándolos, transformándolos radicalmente, sanando a muchos enfermos, prosperándolos y dignificándolos de una forma evidente y maravillosa.
Felizmente, en esta ocasión, a diferencia del caso de Belsasar, el desenlace fue muy favorable y satisfactorio.
Sucedió que una mujer que estaba presente, se incorporó y se puso de pie delante del púlpito. Por unos breves momentos el autor continuó predicando, pero muy pronto se dio cuenta de que tenía que detenerse y preguntarle qué pasaba.
Contestó que quería entregar su vida al Señor, y mientras procedí a guiarla en la oración de entrega, se acercó su marido con la misma inquietud y deseo. Procedí entonces a atenderlo a él también, y en tanto lo hacía, advertí que un joven adolescente, hijo de ellos, se había sentado junto al pastor, quien estaba orando por él para que recibiese el Espíritu Santo.
De esta manera, la reunión siguió un curso inesperado, sin más predicación y un regocijo general, que se tradujo en un buen rato de fervorosa alabanza.
La pequeña congregación había estado orando especialmente por esa familia, y le plugo al Señor usar ese punto de la responsabilidad que recae sobre ellos, como el detonante para que pudiera darse esa explosión de bendición sobre los tres – padre, madre e hijo – y por añadidura sobre el resto de la congregación.
Fue una experiencia singular, y a mí personalmente, me resultó muy grato que el Señor desprogramase el resto de la predicación, para darle a la reunión un curso muy distinto.
Adicionalmente, el autor recuerda que estaba padeciendo de un dolor de muelas, el cual desapareció al pasar a tomar la palabra.

Volviendo al rey Belsasar, inmediatamente después de escuchar la sentencia de la escritura en la pared, se nos dice que mandó vestir a Daniel de púrpura, ponerle un collar de oro, y proclamar que era el tercero en el reino.
Vista la extrema gravedad de la sentencia que Daniel le había señalado, cabe suponer que muy bien se podría haber encolerizado con él, negándole lo que había prometido.
Sin embargo, vemos que no hubo nada de eso, sino que sin demora procedió a hacerlo cumplir al pie de la letra.
Eso da lugar a que podamos pensar que, a pesar de su muerte esa misma noche, Belsasar haya experimentado un arrepentimiento de último momento, merced al cual habrá alanzado, o alcanzará, alguna misericordia en el juicio final ante el trono divino.
Desde luego, esto es una conjetura de quien esto escribe, sin que tengamos un asidero claro en el relato que lo confirme. No obstante, sabemos que la misericordia del Señor es grande en sumo grado, lo cual hace que no pueda descartarse de plano y totalmente.

La triple recompensa.-
Ahora pasamos a desgranar el simbolismo de la triple recompensa prometida por Belsasar. Nos adelantamos para anticipar que se trata de un triple galardón, el cual el Señor Jesús otorga en la vida práctica a quienes son fieles y le aman y buscan de verdad y de todo corazón.

1) Será vestido de púrpura.-
Como es bien sabido, los principales colores tienen un significado concreto en las Escrituras. El celeste, por ejemplo, nos habla de lo celestial; el blanco de la santidad, y así sucesivamente. La púrpura representa la realeza, la cual el Señor como Rey de reyes que es, nos ha conferido merced a la semilla reproductiva de Su sangre. Para comprobar y corroborar esto, citamos Apocalipsis 1: 5-6 y 5:9-10.

Desde luego que la realeza que nos otorga, no se trata de que estemos sentados en un trono de marfil y terciopelo, pulsando un botón toda vez que querramos que la servidumbre nos traiga algo. Se trata de algo mucho más práctico – de “reinar en vida” según romanos 5:17.
“Mucho más reinarán en vida, por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia.”
Antes de entrar en una nueva vida en Cristo, son muchas las fuerzas contrarias que dominan y reinan en la vida de cada hombre o mujer. Algunas incluso pueden seguir operando después de la conversión, si uno no se cuida bien de vivir cerca de Dios y en cumplida consagración y obediencia.
Entre otras, podemos citar el desorden, el temor, la tristeza, la soledad, la depresión, la tibieza, la duda, él o los vicios, y un sinnúmero más, los cuales podemos englobar bajo el común denominador de pecado.
Como hemos visto más arriba, el versículo citado de Romanos especifica quiénes son los que han de reinar en vida: los que reciban la abundancia de la gracia y el don de la justicia.
Este don, recibido de Jesucristo, proviene del gran y maravilloso trueque posibilitado por Su muerte en el Calvario, por medio del cual Él cargó sobre Su persona santa los harapos de nuestra justicia. Estos son como “trapos de inmundicia,” tal cual se nos dice en Isaías 64:6, ante la santa e inmaculada Majestad de Dios.
En cambio, nos brinda de gracia pura y soberana Sus vestiduras de gala. (Ver 2a. Corintios 5:21)
Al mismo tiempo, para el andar diario, recibimos una abundancia de gracia, la cual nos emancipa de esas fuerzas o enemigos de nuestra alma que reinaban sobre nosotros.
“El pecado no se enseñoreará de vosotros, pues no estáis bajo la ley sino bajo la gracia. (Romanos 6:14)
La ley nos dice lo que debemos hacer y lo que no debemos hacer, pero no nos capacita para ello, sino que nos deja librados a nuestros propios recursos, los cuales resultan insuficientes, y más que eso, totalmente impotentes.
Pero felizmente, ya no estamos bajo la ley sino bajo la gracia. Al echar mano de ella y el ejercicio de nuestra voluntad, la misma fluye de forma insensible, pero por cierto muy real.
De esta forma, se invierten los papeles, y esas fuerzas contrarias del pecado pierden su eficacia y su poder, y ahora somos nosotros los que reinamos sobre ellas. Su antiguo dominio sobre nuestras vidas se quiebra y queda totalmente vencido, a la par que andamos en novedad de vida, de blanco, en santidad, como un bendito fruto del Espíritu Santo.
Como vemos, algo de fundamental importancia y digno de que nos esmeremos para poder así recibirlo y experimentarlo cumplidamente.

2) “Un collar de oro llevará en su cuello.
En las Escrituras el oro significa lo que es divino, es decir, algo de inestimable valor, recibido de lo alto.
Debemos relacionarlo con el consejo dado por el Señor a los laodicenses en Apocalipsis 3:18:-
“Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico.”
Generalmente, se lo adquiere al precio de pasar por pruebas y sacrificios.
El Antiguo Testamento nos da el caso de dos varones que lo llevaron: Daniel, en el relato en que estamos, y José en Egipto muchos años antes.
No podían decidir llevarlos ellos mismos, y ni siquiera podía hacerlo un amigo o familiar, por más que lo amase y admirase.
Tenía que ser por el expreso mandato del rey y de ningún otro, con todo el sentido práctico que ello le acuerda.
Hay quienes desearían que ellos mismos, o algún allegado pudiera asignarle un título – apóstol, por ejemplo – e incluso intentan que así sea. No obstante, para el verdadero, el auténtico, nada de eso es posible – tiene que venir genuinamente de lo alto.
Por último, el lugar donde se lo lleva es el cuello. Así, otros lo pueden ver y admirar, pero aunque consciente de ello, el que lo lleva no puede verlo, por más que gire la cabeza y trate de verlo. Ha sido ubicado por el Señor de una forma que otros lo puedan ver, pero quien lo lleva no.
Apenas si hace falta que digamos, que esto es para evitar que uno se envanezca y engolosine por ello, para gran daño y perjuicio de su alma.

3) El tercer lugar en el reino.
Hace ya muchos años que el Señor le hizo comprender al autor, que ése, el tercer lugar, era el que él debía ocupar en el reino de Dios. Comprendió que era un lugar muy importante, y además, el que mejor se prestaba y se presta para ser útil y eficaz. Desde entonces ha procurado ocuparlo siempre, si bien en alguna ocasión, aquí y allá, no lo ha conseguido.
Qué vanidoso suena!
Sin embargo, por cierto que fue y sigue haciendo así.
Pero además, querido lector, permite que te diga que para ti también ese mismo lugar – el tercero – es el que te ha sido asignado en el reino de los cielos, al igual que a todo verdadero hijo y siervo del Señor.
¿Cómo se entiende eso? Pues es muy sencillo – el primer lugar, por encima de todo, el Señor; el segundo, tu hermano y el prójimo, y el tercer y último lugar, tú mi caro hermano.
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame.” (Mateo 16:24)
Esperamos que todo esto no sea vea como un mero simbolismo, sino que, por el contrario, se comprenda bien que este triple galardón que hemos delineado, es algo muy práctico y de la mayor importancia. Por lo tanto, se lo ha de buscar con todo ahínco y tesón.
F I N