Cosas Nuevas y Cosas Viejas (1a. Parte)

Capítulo 2, “Del nadir al zenit”
Primera parte

En este segundo capítulo contemplaremos a Moisés en un rol en el cual no se le suele ver, a saber, el del maestro o discipulador que toma bajo su tutela a uno que ha fallado lamentablemente, y con paciencia, severidad, autoridad, perseverancia y un cúmulo más de virtudes, lo restaura, levanta y confirma, para llevarlo finalmente a un final muy digno y satisfactorio.
Ése que había fallado tan lamentablemente era Aarón, su propio hermano, de tres años de edad más que él, y al cual él había constituido, por mandato divino, como el primer sumo sacerdote de Israel.
En esto podemos ir viendo una sombra o figura de Jesucristo, nuestro Maestro y Discipulador por excelencia, a la par que identificarnos a nosotros mismos, en alguna manera, con Aarón.
En efecto, no todos hemos dado la talla desde un principio, antes bien, en etapas tempranas hemos cometido torpezas y sido aprendices muy lentos, y a veces hasta desobedientes y rebeldes.
Sin embargo, la pericia, sabiduría y gracia del Maestro, han sabido perseverar con nosotros, hasta llevarnos a ese lugar digno que Él tenía como meta para nuestras vidas desde un principio.
Ya hemos puntualizado la forma decepcionante y lamentable en que Aarón se condujo, tanto en lo del becerro de oro, como en el confabularse con su hermana María para hablar contra Moisés.
También vimos que fue merced a la estupenda intercesión de este último, que no fue eliminado del sacerdocio y destruido por la santa ira del Señor.
Ahora pasamos a considerar cómo esa intercesión de Moisés a su favor, tan noble y maravillosa, no fue lo único que hizo al respecto.
Leyendo minuciosamente, y a veces ente líneas, en los capítulos 14 al 20 de Números, descubrimos la trama de una labor escalonada y progresiva, en la cual Aarón pasa a su debido tiempo a ser aprobado primero, para seguir desde ese lugar escalando posiciones y llegar a ser un siervo digno y distinguido, y alcanzar, a la postre, un final encumbrado para él, el zenit que consta en el título.
¿Cómo acometió Moisés esa tarea tan laboriosa?
Creemos que debe haber arrancado de su intercesión, cuando estuvo en el monte santo por segunda vez, ayunando y no bebiendo agua por cuarenta días.
Allí, al implorar con las súplicas más profundas a favor de Aarón, nos atrevemos a afirmar, y creemos que con buen fundamento, que habrá hecho más que eso.
Quien sabe algo de lo que es la verdadera intercesión, será consciente de que quien a ella se entrega, de hecho tiene que ponerse en disponibilidad ante Dios para involucrarse de alguna manera práctica y real, a fin de que se pueda alcanzar la respuesta divina. En otras palabras, ser el medio o por lo menos un medio, a través del cual el Señor pueda obrar, para el logro de lo que se está buscando y pidiendo en esa intercesión.
Así lo imaginamos a Moisés en la cima del monte, ofreciéndose incondicionalmente para tomar bajo su tutela a Aarón, y ayudarlo por la gracia divina, para así restaurarlo, levantarlo y fortalecerlo, hasta llevarlo a ese nivel responsable y digno que debía ostentar como sumo sacerdote del Dios Altísimo.
No nos cabe duda de que en esa labor él hizo uso de muchos consejos y exhortaciones, como así también de algunas reprensiones, todo ello con el buen fin de corregirlo y afirmarlo.
No obstante, sabemos que para que una persona verdaderamente se arraigue y ande con firmeza en la vida espiritual, hay un factor que más que necesario es imprescindible e insustituible.
Muchos años más tarde, Juan Bautista pronunció esta sabia y muy acertada sentencia.
“No puede el hombre recibir nada si no le fuere dado de lo alto.”(Juan 3:27)
¿Y cómo lo podrá recibir del cielo? – nos preguntamos – sino conectándose con el cielo en directa y exclusiva, derramando su alma ante el Eterno, y abriéndose de par en par, con el mayor ahínco, para así recibir lo que sólo desde el cielo se le puede dar.
Eso había sido, y era, en gran parte, la vida de Moisés. Aquí van algunas de las Escrituras que lo atestiguan-
“Y Moisés subió a Dios, y Jehová lo llamó desde el monte.” (Éxodo 19:3)
“Y llamó Jehová a Moisés a la cumbre del monte, y Moisés subió” (Éxodo 19:20)
“Entonces el pueblo estuvo a lo lejos, y Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios.” (Éxodo 20:21)
“Entonces Jehová dijo a Moisés: Sube a mí al monte y espera allá.” (Éxodo 24:12)
“Y Moisés subió al monte.” (Éxodo 24:13)
“Y Moisés subió al monte, y una nube cubrió el monte.” (Éxodo 24:15)

Pero ahora, un tiempo más tarde, en los capítulos 14 al 20 de Números, tenemos cuatro citas en que Moisés, no precisamente subiendo al monte, sino postrándose ante el Señor, pero con una diferencia importante: ahora lo hace acompañado de Aarón.
Seguramente que comprendió que la verdadera clave para restaurarlo y afianzarlo plenamente, estaba en llevarlo a ese lugar tan agraciado y bendito, en el que él mismo se había situado y desenvuelto en tantas ocasiones.
Tomemos una por una esas cuatro ocasiones y veamos el progreso ordenado y escalonado que se va desarrollando.
“Entonces Moisés y Aarón se postraron sobre sus rostros.”(Números 14:5)
Es como si Moisés lo tomara de la mano para llevarlo a ese lugar que sabía que era el único.
“Y ellos (Moisés y Aarón) se postraron sobre sus rostros y dijeron: Dios, Dios de los espíritus de toda carne.” (16:22)
Aq[1]uí notamos una diferencia muy importante: los dos hacen oír su voz en intercesión. En la primera ocasión, aunque no se lo consigna expresamente, Moisés seguramente alzó su voz en plegarias y súplicas. Antes de eso, su hermano Aarón lo había oído hablar muchas veces y de muchas maneras, enseñando, aconsejando, reprendiendo, exhortando, pero nunca de la forma en que lo estaba haciendo ahora, postrado solemnemente ante el Eterno.
De su voz se desprendían esas vibraciones potentes, esos acentos vibrantes y tocantes, propios de aquellos cuyas almas y cuyos corazones están verdaderamente impregnados del Espíritu Santo.
El oír esta voz, cual nunca había oído antes, lo tiene que haber impactado profundamente a Aarón, encendiendo en su pecho un deseo y un anhelo muy grande de poder hablar, orar y suplicar así, de esa forma que nunca había conocido antes.
Y así, en esta segunda ocasión, su boca no puede quedar cerrada, como un mero oyente de lo que Moisés decía. Él también hace oír su voz en ruegos y súplicas, porque esa voz, con sus muchas otras virtudes, tiene la de ser altamente contagiosa a corazones anhelantes, que no la copian e imitan exteriormente, sino que la absorben en su fuero interno, y se reproduce en ellos de forma viva real.
“Y ellos se postraron sobre sus rostros.” (16:45b)
Ésta es la tercera, una situación crítica, a la que sólo responden con lo que saben que es el único camino y la única opción: postrarse ante el Altísimo y clamar ante Él.
Volveremos sobre esta coyuntura particular más adelante, pero antes de hacerlo pasamos a la cuarta ocasión.
“Y se fueron Moisés y Aarón de delante de la congregación, a la puerta del tabernáculo de reunión, y se postraron sobre sus ostros, y la gloria de Jehová apareció sobre ellos.” (Números 20:6)
Aquí tenemos la feliz y bendita culminación. Cuando uno, llevado por cuerdas de amor por el Espíritu Santo, se postra con instancia, día a día, ante el Señor, y derrama su alma ante Él a raudales, pasa lo que aquí les pasó a Moisés y Aarón: de una forma u otra, la gloria del Dios Altísimo se les manifiesta.
Uno de los muchos resultados de eso será, por así decirlo, que uno quede estropeado o anulado para todo lo demás en la vida. Esa luz deslumbrante, esa gloria sin par, eso celestial y sin igual que se le ha manifestado, se convierte en un imán irresistible que hace que toda luz inferior, y toda alternativa terrenal, queden a un lado, totalmente desplazadas y relegadas, como cosas comparativamente carentes de sentido o valor.
Bien podemos hacernos eco de un himno de antaño:
“Que vea tu faz, un resplandor de encanto divinal,
Pues otro amor no encontraré que al Tuyo sea igual;
Luz inferior ha de menguar, ninguna gloria habrá;,
Toda hermosura terrenal su gracia perderá.”
Confiamos que el lector u oyente tendrá la suficiente sensibilidad espiritual para poder acompañarnos en todo esto. Por cierto que no se trata de un misticismo utópico, sino de la fuerza vital del amor divino,que toca las fibras más íntimas del ser.
Al hacerlo, nos motiva y espolea a que le sirvamos a Él en la arena de la vida práctica, pero no impulsados por un frío sentido del deber, sino por los sentimientos de amor y gratitud más tiernos y nobles.
Ahora volvemos a la tercera ocasión, sobre la cual hay mucho que comentar.
“Y ellos se postraron sobre sus rostros. Y dijo Moisés a Aarón: Toma el incensario y pon en él fuego del altar, y sobré él pon incienso, y vé pronto a la congregación y haz expiación por ellos.”
“Entonces tomó Aarón el incensario como Moisés dijo, y corrió en medio de la congregación; y he aquí que la mortandad había comenzado en el pueblo; y él puso incienso e hizo expiación por el pueblo; y se puso entre los muertos y los vivos, y cesó la mortandad.”(Números 16: 45b-48)
Alguien nos señaló hace unos años, y con mucho acierto, que una de las muestras de que un siervo en formación ha de resultar idóneo, es que no haya que decirle las cosas dos veces.
Mejor que eso aun, es que no haya que decírselo, sino que le brote espontáneamente. Y todavía mejor que eso, es que no sólo sepa lo que tiene que hacer, sino que lo haga corriendo.
Esto último es lo que vemos en esta ocasión tan significativa, y no podemos menos que señalar la evidente muestra de progreso y mejoría de su parte, la cual se pone de manifiesto en todo este dramático episodio.
Del mismo modo, no se nos debe quedar en el tintero que, al ponerse él entre los vivos y los muertos y así hacer cesar la mortandad, pasa a representar una sombra o figura de nuestro amado Señor Jesús. En el escenario del Calvario hizo la expiación, única y perfecta, que ha hecho que la mortandad eterna que se cernía sobre nosotros, quedase anulada y desaparecida por completo.
Interrumpimos para continuar en la segunda parte. F I N

Notamos una diferencia: los dos hacen oír su voz