Capítulo 31 – Primera parte
El problema insoluble maravillosamente solucionado y la gran promesa del Espíritu Santo.

En este último capítulo tomamos dos puntos más que se encuentran en el Nuevo Testamento. Sin la exposición de los mismos, nuestro tema quedaría incompleto.
El primero nos lo proporciona lo que solemos llamar la pluma tan fecunda de ese siervo tan eminente, el apóstol Pablo.
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero.”)
“…para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu.” (Gálatas 3: 113-14)
Varios siglos después de que el Señor se pusiese bajo juramento de bendecir a Abraham y su simiente o descendencia, el Monte Sinaí fue el escenario en el cual se promulgó la ley de Dios por medio de Moisés.
Esa ley no abrogaba ni cancelaba la promesa y el juramento, pero sí creaba una situación en que los herederos estábamos, por extraño que suene, en dos terrenos, a saber, el de la bendición por la promesa y el juramento, y el de la maldición por la ley.
Esto es evidente por lo que se nos dice en Deuteronomio 27:26:- “Maldito el que confirmare las palabras de la ley para hacerlas.” y que Pablo cita en términos muy parecidos en Gálatas 3:10 al escribir:
“Maldito todo aquél que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley para hacerlas.”
Aquí tenemos otro de los grandes misterios y glorias del Calvario. Por así decirlo, se trataba de un callejón sin salida – un problema totalmente insoluble.
Por una parte, estábamos destinados a la bendición por una promesa ratificada con juramento expreso e inquebrantable.
Por la otra, las exigencias estrictas de la ley que nos eran absolutamente imposibles de cumplir, nos ubicaban en el lugar de la maldición, al no perseverar en ellas y cumplirlas
cabalmente como se nos exigía.
Y no pensemos que Dios, en una situación como ésta “podía hacer la vista gorda,” tal como se suele decir, y como muchas veces hacemos los seres humanos.
De ninguna forma podría hacer caso omiso de la ley que Él mismo había hecho promulgar.
Loado sea Dios – para él no hay problemas insolubles, y éste, que parecía un imposible total y absoluto, lo resolvió con Su sabiduría insondable y Su amor eterno y sin límites – y fue en la arena del Gólgota que lo hizo.
El precio que tuvo que pagar para hacerlo fue tan alto y doloroso, que nunca lo llegaremos a comprender en su colosal magnitud, mientras estemos revestidos de nuestras limitaciones de seres finitos y mortales.
Esto sólo en el el más allá, cuando conoceremos como somos conocidos, lo podremos valorar y apreciar en su inmensa, inconmensurable dimensión.
El Hijo de Dios, resplandor de Su gloria e imagen misma de Su sustancia, tuvo que soportar sobre Su persona santa e inmaculada, el impacto horrible y aplastante de la vara justiciera de la ley – la carga inmensa de la maldición que pesaba sobre todos nosotros.
Sólo ese sacrificio – único, indecible e infinito – pudo sacarnos de esa situación en que nos encontrábamos – la de la terrible maldición que pesaba sobre nosotros por la ley.
Y así quedó despejado y expedito el camino, para que toda la bendición de Abraham pudiese llegar a nuestras vidas.
Avanzando un paso más – muy importante por cierto – llegamos al segundo punto de este capítulo. Se trata de algo que no está, por lo menos de modo explícito – en el relato del Génesis, pero tan fundamental, que sin ello, todo lo que venimos diciendo no podría alcanzar nunca una cristalización viva y real: la promesa del Espíritu Santo.
En efecto, todos los rasgos genéticos heredados de Abraham nuestro padre, al estar en sus lomos espirituales, nos presentan, por así decirlo, la parte humana, la cual siempre es necesaria, pero que de por sí no basta, pues necesita el complemento indispensable de la divina.
Digamos de paso también que, sorprendentemente, en el trato de Dios con el hombre, la parte divina también necesita el complemento de la humana, a fin de que en un feliz combinarse y entrelazarse ambas, se puedan plasmar cabalmente los propósitos eternos de Dios.
Interrumpimos aquí para continuar en la segunda parte.
F I N