º Capítulo 29
La gran cumbre del Monte Moriah (III)
y el Juramento (II)Aun cuando el texto del juramento es muy claro y habla de por sí, pasamos ahora a delinear sus cuatro puntos.

1) La simiente bendita.
“…de cierto te bendeciré…” (22.17)
Una afirmación categórica de bendecirlo, de modo que repercutiese y desbordase en la simiente que llevaba en sus lomos.

2) La simiente innumerable.

“Y multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo, y como la arena que está a la orilla del mar.” (22:17b)
Como ya señalamos antes, se entiende que la primera comparación apunta a la simiente espiritual de los que son de la fe, cualquiera sea su raza, lengua o nación, en tanto que la segunda abarca la descendencia carnal o de sangre, es decir el pueblo de Israel.

3) La simiente victoriosa.
“Y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos” (22:17b)
Como lo expresó Moisés tan felizmente muchos años más tarde en vísperas de su partida:
“El Eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos.”
“Él echó de delante de ti al enemigo.”
“¿Quién como tú, pueblo salvo por Jehová, escudo de tu socorro y espada de tu triunfo?” Así que tus enemigos serán humillados delante de ti, y tú hollarás sobre sus alturas.” Deuteronomio 33:27-29.

4) La simiente por excelencia, en y por la cual han sido benditas todas las naciones de la tierra.
“En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra.” (22:18)
En Gálatas 3:16 Pablo nos dice:
“Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas y a su simiente. No dice A las simientes como si hablase de muchos, sino como de uno. Y a tú simiente, la cual es Cristo.”
Aquí podría parecer que hay una contradicción, pues el relato de Génesis habla varias veces de una simiente o descendencia numerosísima.
Empero, debemos comprender que en Gálatas Pablo claramente se está refiriendo a la simiente espiritual – no a la carnal – y nos está haciendo ver que la bendición de la misma está canalizada a través de Cristo Jesús, al cual – creemos que con toda propiedad – llamamos la simiente por excelencia.
En efecto, la absoluta totalidad de la bendición que recibimos los que somos hijos de Abraham por la fe, nos llega merced al sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo en el Calvario, y Su resurrección y ascensión.
Aunque esto ya lo señalamos al principio, aquí lo ratificamos con el mayor hincapié. Este enfoque de la genética espiritual de Abraham nuestro padre, nada tiene que ver con las distintas versiones del judaísmo que han estado en boga tanto en el siglo primero como en otros posteriores, y que incluso aparecen en algún grupo aislado hasta el día de hoy.
En cambio, se trata de un examen y consideración detenida de todo el bien que nos llega desde la perspectiva de la genética de nuestro padre Abraham, tal como lo señalan claramente las distintas Escrituras que tomamos en un principio como punto de partida.
Pero todo esto y el inmenso caudal de bendición que estamos entresacando y desgranando – que de esto no nos quepa la menor duda – nos viene en virtud y a través del Señor Jesucristo y Su obra totalmente suficiente a favor nuestro.

Hebreos nos describe todavía más de los beneficios de la esperanza derivada de la promesa ratificada con juramento,
“La cual tenemos como segura y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. Hebreos 6:19.20.
Esta esperanza es el ancla firme y segura, que nos sostiene en todo y contra todo lo que pudiese venir sobre nosotros.
Pero no sólo eso – también se introduce en el mismo lugar santísimo – no del tabernáculo terrenal, erigido por Moisés en el desierto, “sino el de no hecho de manos, es decir no de esta creación “aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor y no el hombre.” Hebreos 9:11b y 8:2.
En ese lugar santo y sagrado de dicha sin par y eterna, ya está Jesús como precursor, es decir como el que ha ido delante de nosotros y que está como sacerdote a favor nuestro para siempre.
Su presencia en ese lugar garantiza nuestro acceso y admisión, como así también nuestra permanencia en el mismo por toda la eternidad.
Al echarse el ancla, por así decirlo, se lo hace en el lugar más profundo al que pueda llegar – digamos figurativamente hablando – en el fondo del mar, mientras que por una cuerda irrompible queda amarrada a la embarcación en que se está navegando.
Así, la barquilla de nuestra vida, por pequeña o frágil que sea, está amarrada por esa – la fe que fue una vez dada a los santos (Judas 3) – a un ancla sólida y de total fiabilidad.
La misma se encuentra, firme e inamovible, en la misma presencia del Señor, en ese cielo bendito y seguro, el cual será el lugar de nuestra morada por toda la eternidad.
Después de recibir de Dios semejante juramento, no leemos que Abraham haya explotado de euforia, ni convocado una conferencia de prensa para divulgarlo a todo el mundo.
Nada en el relato nos habla de tener en su carácter euforias o histerias, y felizmente en aquellos tiempos la propaganda y la publicidad no habían alcanzado nada del auge desmedido y desorbitado de la actualidad.
Sin embargo, leemos que en cambio hizo algo muy sabio y que reviste mucha importancia.
“Y volvió Abraham a sus siervos y se levantaron y se fueron juntos a Beerseba, y habitó Abraham en Beerseba.”(22:19)
Como se indica en el margen de muchas ediciones de nuestra Biblia, Beerseba significa el pozo del juramento
Simbólicamente, tomamos esto como un situarse y permanecer en ese lugar sólido e inamovible de la promesa de Dios, ratificada por Su juramento.
Ya hemos visto en el capítulo anterior que el juramento pone fin a toda controversia, y que en esas dos cosas – la palabra de la promesa y el juramento – era imposible que Dios mintiese.
Semejante punto de apoyo – formidable y totalmente fiable – hace que podamos anclar nuestra fe en Él con toda fe, seguridad y confianza.
A Abraham todavía le aguardaban ciertas vicisitudes y desafíos, y algunos serios escollos que superar, pero es como por este habitar en Beerseba – el pozo del juramento – había llegado a un lugar de absoluto reposo y confianza.
La promesa con juramento ya había definido las cosas de manera categórica y terminante. Y allí se quedaba, firmemente amarrado a lo que ahora comprendía que era invulnerable e invencible.
En esto también tenemos la lección – clara y muy importante – de que ése es el lugar en el cual debemos permanecer, firmemente asidos de la palabra de Dios y de Su juramento a favor de nosotros, en nuestra condición de hijos ( simiente ) de Abraham.
En etapas de poco desarrollo y crecimiento, una de las muestras de inmadurez más claras que se advierte en los creyentes es la de depender de sus sentimientos, emociones, estados de ánimo, el mayor o menor grado de bendición que reciben, y muchos otros factores. Todos, en mayor o menor medida, hemos sido proclives a ello.
Romanos 10:17 nos dice : “…la fe es por el oír y el oír por la palabra de Dios.”
Cuando se valoran las cosas por cualquier otra circunstancia, y se depende de que sean favorables o desfavorables, a todas luces se está cometiendo un error importante.
Ese error consiste en poner nuestra fe – muchas veces sin que nos demos cuenta de ello – en esos factores o circunstancias. Estando en esa postura, ellos son los que definen las cosas, y uno se remite a ellos para sopesar o juzgar una situación.
Y claro está, de esa forma nuestra fe no descansa ni se apoya en la palabra inmutable de Dios, y entramos en un juego de altibajos dictado por lo que vemos, oímos o nos dicen las apariencias.
Ese terreno es lo que solemos llamar arena movediza, y una señal de verdadera madurez, estriba en pasar del mismo a la roca sólida e inamovible de lo que Dios ha dicho o dice, prescindiendo de lo que las circunstancias o apariencias están buscando decirnos.
Aunque el habitar de Abraham en Beerseba lo hemos tomado figurativamente en la aplicación que le hemos dado, que no nos quepa la menor duda de que nuestro padre ya había aprendido bien esta lección, y su fe estaba firmemente anclada en la palabra de la promesa y el juramento, y no en ninguna otra cosa.
Hace unos buenos años, mientras estaba en la ciudad de Sevilla, considerando este tema y compartiéndolo en reuniones unidas de varias iglesias de la zona, mientras me encontraba preparándome en oración, recibí una revelación que en un principio me sobresaltó.
En efecto, comprendí que en una de las confabulaciones del enemigo de nuestras almas con sus secuaces, había dispuesto que varios de ellos se pusiesen bajo juramento de dañar y aun destruir, a varios siervos de Dios de la periferia.
En otras palabras, que esas horribles huestes de odio y de maldad “nos la tenían jurada.”
Confieso que en un primer momento eso me causó bastante alarma, sobre todo porque sabía que era algo que tenía que compartir con el pueblo de Dios en la reunión unida de esa tarde, y evidentemente, se trataba de algo muy delicado, lo cual muy bien podría haber sido usado por el enemigo para infundir temor.
No obstante, bien pronto brotó en mí una reacción categórica y terminante.
Ya muchos siglos atrás, el Eterno Dios Todopoderoso se había puesto bajo el más solemne juramento de bendecirnos, y que hemos de poseer las puertas de nuestros enemigos.
Ese juramento Suyo, respaldado por Su omnipotencia formidable, nos rodea y protege como un escudo totalmente impenetrable, ante el cual nada pueden los embates y dardos del enemigo, por feroces y malvados que sean.
Con tal que nos guardemos en nuestro hogar, sin darle al diablo la menor cabida, somos intocables para él. Ver 1a. Juan 5:18b.

El juramento que Dios le hizo a Abraham, por la genética, se extiende en toda su colosal magnitud a cada uno de nosotros, sus hijos.
Ello está corroborado en este caso tan especial por Romanos 4:22-25, pero sobre todo por la declaración expresa del comentario de Hebreos 6, que nos abarca plenamente a nosotros también.
Como Abraham, pasamos a aferrarnos a esas dos cosas inmutables que el Señor nos ha dado – la promesa de Su palabra y el juramento – y apoyados y anclados firmemente en ellos, continuamos en nuestra trayectoria de bendición, multiplicación y victoria.
FIN