Capitulo 7
“Elige tú por mí”

Lot, sobrino de Abraham, también tenía ganado y tiendas, y la tierra no era suficiente para que habitasen juntos, pues sus posesiones eran muchas.
Al haber contienda entre los pastores de ambos, Abraham reaccionó de forma que denota dos rasgos nobles y humildes de su carácter.
“Entonces Abraham dijo a Lot: No haya ahora altercado entre nosotros dos, entre mis pastores y los tuyos, porque somos hermanos.” (13:8)
Aquí vemos al varón pacífico que no quiere altercados ni contiendas, sino que busca la paz.
Dos de los requisitos de anciano u obispo que se nos dan en Tito 1:7, son que no sea iracundo ni pendenciero.
En este sentido, y en muchos más, debe ser de la estirpe de Abraham. Esto es todo lo contrario de la persona contenciosa, que en una situación como ésa tomaría la parte de sus pastores, y entraría en discusiones y reclamos acalorados.
Qué carnal y desagradable que es eso! A personas como ésas, mejor perderlas que encontrarlas!, pues sólo traen disgustos y dolores de cabeza.
En cambio, cuán placentero y bueno es tratar con hijos de la paz, como Abraham, que lejos de reclamar, protestar o pelear, siempre buscan el camino de la concordia y la calma!
Para los hombres y las mujeres mansos, hay multitud de promesas de bendición en las Escrituras, mientras que las mismas nos advierten con toda claridad que el camino de los que no lo son, ha de llegar a la postre a un mal fin.

“¿No está toda la tierra delante de ti? Yo te ruego que te apartes de mí. Si fueres a la mano izquierda yo iré a la derecha, y si tú a la derecha, yo iré a la izquierda.” (13:9)
Siendo Abraham mayor que su sobrino Lot, y de hecho la cabeza de todo el campamento en que se encontraban, nada más lógico que fuese él quien tuviese la primera elección.
Sin embargo, en otro rasgo de nobleza, no se apresura en absoluto, sino que lo deja en manos de Lot. Éste, como sabemos, elige para sí la tierra de riego, la cual piensa que le ha de brindar una gran prosperidad y además pingúes ganancias.
No obstante, su mala elección lo fue llevando a poner sus tiendas en la corrompida y malvada Sodoma, con el consiguiente triste y ruin fin ya conocido.
En cambio, Abraham se establece en el resto de la tierra – en lo que dejó Lot, pensando que él había elegido para sí la mejor parte. Y quedándose en ese lugar, con su mujer Sara y sus pastores y posesiones, el Señor le habla, instándole a que alce sus ojos y mire a los cuatro puntos cardinales – que toda la tierra, tanto la que había elegido Lot para sí, como toda la restante, ha de ser para él en posesión perpetua, y que su simiente o descendencia había de ser incontable como el polvo de la tierra.
Ésta es la dichosa porción de los que no eligen para sí, y saben dar lugar a otros, esperando en Dios, en la confianza de que Él ha de dar a su tiempo, esa buena y a menudo mejor porción que le tiene asignada.
Notemos que esta promesa específica en cuanto a la tierra que le había de tocar, dada a un Abraham que había salido de su tierra sin saber adónde iba, fue hecha inmediatamente después de algo muy importante: la separación de Lot.
Abraham había recibido claramente ese llamamiento celestial. Lot no lo había recibido y se agregó a la expedición, probablemente invitado por Abraham que lo hiciese por el vínculo carnal que los unía.
Esto tiene cierta reminiscencia con el caso de Juan Marcos, sobrino de Bernabé, que según se nos narra en Los Hechos acompañó a Pablo en parte de su primer viaje misionero, sin tener llamamiento alguno, el cual era sólo para los otros dos. En ambos casos el resultado fue desfavorable, aun cuando Juan Marcos posteriormente fue restaurado, mientras que Lot, como ya se ha dicho, tuvo un fin muy malo y triste.
De todos modos, lo que resulta de todo esto es la necesidad de separar lo que es paja o carne, de lo que es trigo limpio y espíritu.
Mientras eso no suceda, inevitablemente habrá serías dificultades y grandes desengaños.

Al igual que a nuestro padre Abraham, por el factor hereditario espiritual, nos brota un temperamento plácido y apacible, y la gracia de no elegir para nosotros mismos, sino dejar que Dios lo haga por nosotros.
Y por su experiencia que hemos narrado, también absorbemos la necesidad de una separación de lo que es de la carne, para andar en espíritu puro, en la senda que nos toca transitar siguiendo el llamamiento celestial.
F I N