Capítulo 6
Un padre riquísimo

“Y Abraham era riquísimo en ganado, en plata y en oro.” (13:2)
A pesar de su traspié en Egipto, y del cual, como ya vimos, se recuperó plenamente, Abraham fue muy bendecido materialmente por el Señor.
Esto se nos señala en el versículo anterior, que aparece a la altura de su regreso de Egipto al Neguev, el cual es la parte meridional de la tierra prometida.
Evidentemente, ese rasgo de su riqueza se ha transmitido a su simiente carnal, el pueblo de Israel. Hasta el día de hoy, se puede advertir que muchas de las fortunas más acaudaladas del mundo, pertenecen a hombres y mujeres de sangre judía o israelita.
También puede decirse, en términos generales, que, en parte por ser diligentes y emprendedores, y en parte por reposar todavía la bendición terrenal de Dios sobre ellos, donde quiera que vayan tienden a prosperar por encima de los otros, sobre todo en los países árabes.
En cuanto a los que constituimos la simiente espiritual por ser de la fe, podemos decir que, en general, el mismo rasgo se encuentra o debiera encontrarse en nosotros, aunque debemos comprenderlo y limitarlo dentro de los claros parámetros del régimen de la gracia establecidos en el Nuevo Testamento.
Este régimen abarca bienes y riquezas que van mucho más allá de lo material y tangible.
Nos da el oro imperecedero de esos valores sublimes y eternos, los cuales trascienden todo lo terrenal, y nos elevan a niveles muchísimo más altos de gracia y favor celestial.
Hay quienes, basados en el versículo citado más arriba, y otros similares, han hecho un hincapié indebido y excesivo en la prosperidad material.
Viendo las cosas desde esa perspectiva, a menudo se ha querido interpretar que quien no cuenta con riquezas y abundancia en lo material, es porque la bendición de Dios no está sobre su vida, o bien porque su estado espiritual no es sano ni saludable.
Esto es un gran error, sin lugar a ninguna duda. En países tales como la China, por ejemplo, hay muchísimos cristianos, sobre todo en las iglesias subterráneas, que viven muy cerca de Dios y en un alto nivel de entrega y servicio.
Sin embargo, por las condiciones imperantes en el país, distan mucho de vivir en la abundancia y prosperidad. Lo mismo puede decirse de muchos creyentes en otros países, comúnmente llamados del tercer mundo. Empero, la gracia de Dios les permite sobrellevarlo bien, y a menudo, en medio de tanta pobreza y miseria, el Señor les provee hasta milagrosamente para cubrir sus necesidades básicas.
También sucede en no pocos lugares y ocasiones, dentro de esos países del tercer mundo, que después de su conversión pasan a un nivel económico de vida mucho mejor, y esto es indudablemente un claro testimonio de la bendición de Dios sobre ellos.
En el mundo occidental en que nos encontramos, en el cual la tónica general es de una relativa prosperidad material, las cosas de han de ver en su debido lugar.
Por supuesto que estando rodeados de personas inconversas,
por las condiciones de la economía reinante viven razonablemente bien. Sería incongruente y estaría muy mal, que los creyentes estuviesen en la indigencia, casi diríamos dando lástima a los demás.
Con tal de que honren al Señor con sus diezmos y ofrendas, y sean diligentes y responsables en su trabajo, ha de esperarse que vivan bien y desahogadamente.
También sucede, como casi una norma general, que – siempre dentro del mundo occidental – quienes antes han estado en estado de pobreza material, a poco de convertirse y pasar a vivir ordenadamente en Cristo, su posición económica mejora sensiblemente, y pasan a estar al buen nivel de los demás.
Ésta es sin duda un testimonio elocuente de las muchas verdades del evangelio: que Cristo también vino a liberarnos de la maldición de la indigencia y la miseria.
No obstante, el darle algunos a la prosperidad ese hincapié indebido y excesivo a que nos hemos referido, como si fuese el factor principal y por encima de todos, constituye sin duda un craso error de criterio, el cual deja relegados a segundo plano los verdaderos valores que hacen a esta vida y al más allá.
Recordamos el caso de un predicador que unos buenos años atrás, presentaba el evangelio en la sencillez y claridad con que lo encontramos en el Nuevo Testamento.
Sin embargo, más tarde pasó a afirmar que había entrado en una mayor dimensión de fe y visión, la cual lo había enriquecido mucho, y como muestra de ello exhibía los anillos, pulseras de oro y otras joyas que llevaba.
Nuestra reacción fue la de sentir lástima de una persona con semejante mentalidad. Ese oro reluciente y engañoso, por ser entre otras cosas totalmente innecesario y prescindible, lo encontramos totalmente inatractivo y falto de valor.
En cambio, lo que anhelamos y buscamos con todo ahínco y empeño, es el oro del obrar auténtico de Dios en nuestra vida, asemejándonos paulatinamente a la imagen del varón precioso y perfecto, Jesucristo, el Hijo Amado.
Eso sí que es oro, de verdad e imperecedero, y creemos que todo verdadero hijo de Dios por renacimiento espiritual, y que vive cerca de Él y está regido por los claros dictados de la palabra, habrá de corroborar totalmente.
Nuestro padre Abraham era riquísimo, y sus hijos por cierto que no habremos de vivir como pobretones ni mucho menos, sino en la provisión adecuada y plena de Dios nuestro Padre Celestial. Y esto, por lo ya explicado, no está reñido o en contradicción con el hecho de que en países de nivel de vida inferior, los creyentes vivan en condiciones más humildes.
Pero por sobre todo hemos de ver que nuestro padre Abraham era sobremanera rico en cuanto a Dios y los valores de la fe, obediencia, sacrificio y muchos más, que perduran por la eternidad, y que se irán desenvolviendo a medida que avancemos en los capítulos siguientes.
Su mira no estaba puesta en alcanzar la riqueza material, sino en honrar y obedecer a su Dios, y buscaba la ciudad celestial, como hemos de ver más adelante.
Al Señor le plugo premiar esa actitud de su corazón, dándole también una prosperidad material, sabiendo que él no iba a poner su afecto ni su confianza en ella, sino en Él, su Dios, Quien se la había dado.
Finalmente, por supuesto que no se ha de buscar honrar y obedecer a Dios, teniendo como móvil que nos bendiga y prospere materialmente.
La máxima del Señor Jesús – “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas os serán añadidas”-(Mateo 6: 33) alcanza aquí su plena aplicación, pero con la salvedad que, por el contexto, se ve claramente – que “todas estas cosas” son lo necesario para vivir como corresponde.
No son, por cierto, una abundancia que va más allá, a lo superfluo, al lujo y al despilfarro de dinero, el cual podría invertirse más provechosamente en la extensión del reino de Dios.
Como simiente de Abraham estamos programados a ser riquísimos en cuanto a los valores perpetuos de la gracia y el favor divino, y también a que nuestro Padre Celestial supla todo cuanto nos haga falta, para así poder vivir digna y desahogadamente, y en Su plena y perfecta voluntad para nosotros.
F I N