Capítulo 9
Jehú, el guerrero implacable, y Jonadab, hijo de Recab

Jehú, hijo de Josafat, hijo de Nimsi, fue otra de las piezas claves, derivadas de la trascendental ocasión en que Elías, después de una marcha épica de cuarenta días hasta Horeb, el Monte de Dios, recibió la divina respuesta para la encrucijada particular de la historia de Israel en que se estaba desenvolviendo.
El culto a Baal proliferaba por doquier, y a pesar de su resonante triunfo en el Carmelo, seguía en pie y firmemente
atrincherado en casi todas partes.
La gran carga que él sentía. estaba reflejada en lo que vimos que le dijo al Señor dos veces a poco de llegar a Horeb.
“He sentido un vivo celo por Jehová, Dios de los ejércitos, porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas, y sólo yo he quedado y me buscan para quitarme la vida.” (1a.Reyes 19:10 y
14)
Primero vinieron las tres manifestaciones del poder de Dios, poder éste, que iba a solventar el cumplimiento del mandato y las promesas dadas por el silbo apacible y delicado que vino a
continuación.
Una parte del mandato y las promesas era el ungimiento de Jehú como rey de Israel. Todo indica que cronológicamente fue la última en cumplirse.
Ni Elías ni Eliseo, sino un hijo de los profetas, fue el que transmitió el mensaje a Jehú. No obstante, su verdadera procedencia era en realidad de aquella ocasión memorable acaecida en Horeb, y que ya hemos comentado ampliamente.

Tal como consta en el relato, Eliseo comisionó a un hijo de los profetas a que fuese a Ramot de Galaad, llevando una redoma de aceite.
Allí se debía encontrar con los príncipes del ejército, y tenía que llamar de entre ellos a Jehú, derramar el aceite de la redoma sobre su cabeza, y tras ello, la proclamación de su persona como rey de Israel, con el mandato de destruir toda la
casa de Acab
Si bien el hijo de los profetas no llegó a expresarlo, el mandato también se hacía extensivo a exterminar por completo el culto a Baal, llevando así a buen fin aquello por lo
cual, Elías sobre todo, había luchado y sentido tan vivo celo. El anónimo hijo de los profetas cumplió su cometido fiel y puntualmente, después de lo cual se marchó de inmediato. Llenos de curiosidad, los demás príncipes preguntaron a
Jehú si había paz, y con cierta sorna :
“¿Para qué vino a ti aquel loco?”(2a. Reyes 9:11)
Jehú primero se mostró remiso, pero ante la insistencia de ellos les contó lo que le había dicho.
“Así ha dicho Jehová, yo te he ungido por rey sobre Israel.” Esto bastó para que cada uno tomase apresuradamente su manto y lo pusiese en un trono alto, y se tocase trompeta y todos dijesen a gran voz:
“Jehú es rey.”
Sin perder tiempo, Jehú les exhortó a que ninguno escapase de la ciudad para dar la noticia en Jezreel, donde se encontraba Joram, hijo de Acab, rey de Israel, curándose de
las heridas sufridas en combates con los sirios. Lo acompañaba Ocozías, rey de Judá.
En seguida se puso en marcha, para emprender un derrotero que hemos de comentar en el resto del capítulo.
Antes de pasar a hacerlo, debemos señalar el efecto que surtió sobre él esa unción del aceite de la redoma.

De ser un príncipe y capitán del ejército entre muchos otros, pasó a ser el rey de todo Israel, y al espíritu impetuoso y aguerrido que evidentemente ya poseía, se agregó tal grado de fortaleza y bizarría, que de ahí en más se convirtió en un luchador titánico que nadie podría vencer ni resistir.
Esto es como un pequeño reflejo de lo que sucede en el reino espiritual, cuando se recibe la verdadera y santa unción de lo
alto. Nos constituye en reyes y en vencedores.
Los acontecimientos en los cuales tuvieron cumplimiento los dos mandatos – el de exterminar la casa de Acab, y acabar por completo con el culto de Baal – fueron muy sangrientos.
Por esto algunos consideran a Jehú como un personaje cruel y sanguinario, pero para sopesar las cosas con precisión, debemos tener presente que la ley mosaica establecía que todo el que incitase a la idolatría y al culto de dioses ajenos y
extraños debía ser muerto. (Deuteronomio 13:1-11)
Por lo tanto, creemos que mal podemos enjuiciar y condenar a quien hizo precisamente lo que la ley de ese entonces prescribía, con el agregado de haberlo hecho por un expreso
mandato divino, y con una unción particular para ese fin. El primero en ser eliminado por Jehú fue Joram, rey de Israel, hijo de Acab. Después de darle muerte por un certero
disparo de flecha, Jehú ordenó a Bidcar, su capitán subalterno
inmediato, que lo echase a un extremo de la heredad de Nabot que se encontraba en Jezreel.
Esto lo hizo plenamente consciente de que unos años antes, por boca de Elías, el Señor había pronunciado la sentencia de
que había visto la sangre de Nabot, injusta y pérfidamente derramada, y que le daría la paga en el mismo lugar. (Ver 2a. Reyes 9:24-26 y 1a. Reyes 21:19)
Posteriormente “le tocó el turno” a Ocozías, rey de Judá, que
estaba emparentado con la casa de Acab y había ido a Jezreel en alianza con Joram.
A continuación fue muerta Jezabel, y en cuarto término la guillotina de la espada de Jehú alcanzó a cuarenta y dos

varones, hijos de Ocozías, rey de Judá, que se encontraban en una casa de esquileo en el camino a Samaria.
Al enterarse de quiénes eran y que habían venido a saludar a
los hijos del rey de Israel y de la reina, sin miramientos, dio la orden de que los prendiesen y degollasen, y no quedó vivo ninguno de ellos.
Finalmente, llegó a Samaria, donde liquidó cuantos
quedaban de la casa de Acab, sin que quedase vivo ninguno de ellos, conforme a la palabra del Señor pronunciada por Elías unos años antes.
De estos cinco acontecimientos, sólo comentamos el de la
muerte de Jezabel, que al enterarse de lo estaba pasando, y saber que Jehú estaba entrando en Jezreel, se dispuso a enfrentarlo.
Envejecida en idolatría, maldad y engaño, con su soberbia
crónica, se pintó sus ojos, atavió su cabeza y se asomó a la ventana, increpando a Jehú con la pregunta:
“¿Sucedió bien a Zimri, que mató a su señor?”
Esto lo dijo con referencia a ese rey anterior, que había dado muerte al rey Baasa, pero muy poco después fue derrotado y
muerto por Omri, padre de Acab su marido, y por
consiguiente suegro suyo.
Jehú no le respondió, sino que dirigiendo su mirada hacia arriba levantó su voz diciendo: “¿Quién está conmigo?
¿Quién?”
En seguida se inclinaron hacia él dos o tres
eunucos. Seguramente que servían a Jezabel, peinándole los rizos y alcanzándole quizá cualquier objeto o prenda de vestir
que le hiciese falta.
Jehú les dijo: “Echadla abajo.”
En su voz debe haber habido una vibración marcial y electrizante, saturada de ese espíritu fogoso y guerrero que le
era característico.

Lo cierto es que esos eunucos tan inofensivos y serviciales, tomaron con toda energía a Jezabel, uno por los pelos, y otros por los pies, y la arrojaron desde arriba.
Cayendo pesadamente, su sangre salpicó una pared, y los caballos de Jehú y sus escoltas. Después de atropellarla, Jehú entró a comer y beber, dejando su cadáver en ese lugar.
Al terminar y salir con el ánimo de sepultarla, en atención a
que era hija de un rey, se encontró con que sólo había quedado su calavera, con sus pies y las palmas de la mano.
Fue entonces que recordó otra predicción de Elías.
“Ésta es la palabra de Dios, la cual él habló por medio de su siervo Elías, diciendo: En la heredad de Jezreel comerán los
perros la carne de Jezabel. Y el cuerpo de Jezabel será como
estiércol sobre la faz de la tierra en la heredad de Jezreel, de manera que nadie pudiera decir: Ésta es Jezabel.” (2a. Reyes 9:
36-37)
Así quedó plenamente saldada una vieja cuenta pendiente, y la infame y malvada Jezabel llegó a su justo fin.

Jehú y Jonadab, hijo de Recab.

Mientras Jehú se dirigía a Samaria, se encontró con Jonadab, hijo de Recab, un varón ilustre y honorable de verdad, al cual no debemos confundir con otro Jonadab anterior, sobrino del rey David, que era un hombre astuto y malicioso.
Después de saludarlo, Jehú le preguntó:
“Es recto tu corazón, como el mío es recto con el tuyo.” Seguramente que pesaba en el ánimo de Jehú, que podría haber alguna posibilidad de que Jonadab no aprobase su
levantamiento contra el rey de Israel, y quería cerciorarse por lo tanto si podría o no contar con su consentimiento y apoyo. Lacónicamente, pero sin el menor titubeo, Jonadab contestó: “Lo es.” a lo cual Jehú le dijo:
“Pues que lo es, dame la mano.”

Así se dieron un cálido y fiel apretón de manos, y a continuación le hizo subir en su carro real, diciéndole: “Ven conmigo y verás mi celo por Jehová.”
De ahí en más, acompañado por Jonadab, llegó a Samaria, donde acabó por completo el exterminio de la casa de Acab. Seguidamente, pasó a ocuparse del culto de Baal, y obrando con suma astucia, mandó llamar a todos los profetas de ese
dios falso, con la consigna de que se presentasen todos, sin que faltase ninguno, para un gran sacrificio a Baal, con la
amenaza de que quien faltase de ellos sería muerto.
Así, el gran templo se llenó por completo – de extremo a extremo. Cuidándose bien de que no hubiese entre los
presentes ningún siervo del Señor, llegada la hora del
holocausto, dio la orden al personal de su guardia y a los capitanes, que entraran y dieran muerte a todos, sin que se
escapase ninguno.
Hecho esto, sacaron las estatuas del templo y las quemaron, y la gran estatua de Baal fue quebrada, y el templo derribado y convertido en letrinas “hasta hoy,” es decir hasta la fecha muy
posterior en que se escribió esta crónica en el libro de Reyes. Esto marcó el pleno cumplimiento del mandato que había recibido.
Pasamos ahora a dedicarle unos párrafos a Jonadab, hijo de
Recab, dado que como hemos estado viendo, la narración relaciona la trayectoria de Jehú con su figura, que fue sin duda la de un digno varón, contemporáneo de él.
Se lo conoce como el padre de los recabitas, y en el capítulo
35 de Jeremías, se nos brinda el relato de un episodio que pone de relieve su personalidad fiel, noble y de gran peso y autoridad.
En efecto, muchos años después de la época de Jehú,
Jeremías recibe una orden del Señor de ir a la casa de los recabitas en Jerusalén, y de invitarlos a la casa de Jehová, y darles a beber vino en uno de los aposentos de la misma.

Así lo hizo, poniendo delante de ellos tazas y copas de vino y diciéndoles: “Bebed vino.”
La respuesta de los recabitas fue tajante y rotunda:
“No beberemos vino, porque Jonadab, hijo de Recab nuestro padre nos ordenó diciendo: No beberéis jamás vino vosotros, ni vuestros hijos” …” y nosotros hemos obedecido a la voz de nuestro padre Jonadab, hijo de Recab en todas las cosas que nos mandó, de no beber vino en todos nuestros días, ni nosotros, ni nuestras mujeres, ni nuestros hijos ni nuestras hijas. (Jeremías
35:6y8)
Como resultado, el Señor señaló el contraste absoluto entre la fiel obediencia de los recabitas a su padre Jonadab, y la
desobediencia y rebeldía, obstinadas y crónicas, del pueblo de
Judá para con Él.
Pasó en seguida a pronunciar un juicio sumamente severo sobre Su pueblo infiel, a la vez que formuló una preciosa
promesa para la posteridad de Jonadab.
Antes de comentar esta última, nos hacemos un deber detenernos brevemente para una sencilla e importante
aclaración.
De ninguna forma puede tomarse este pasaje como una prohibición bíblica de beber vino.
El Señor Jesús lo bebía cuando se daba la ocasión, aunque
por supuesto, con moderación y absoluto dominio propio. Asimismo, en 1. Timoteo 5:23 Pablo le escribe a Timoteo:
“Ya no bebas agua – tal vez no sería pura ni buena en el lugar en que se encontraba – sino usa de un poco de vino por causa
de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades.”
Pero como vemos, no se prohibe el vino, sino que en ese caso particular se aconseja que se haga uso de un poco del mismo. Como un consejo sabio y prudente, redondeamos diciendo
que quien lo beba, lo haga siempre con precaución y moderación, para no caer preso en el alcoholismo, como tristemente les ha sucedido a mucho.

Pero lo que está en el tapete en el caso de los recabitas que se subraya en el relato, no es esto, sino la obediencia de ellos a su padre Jonadab, y su fiel perseverancia en la misma a través de años y siglos.
La obediencia, y el fiel cumplimiento de la palabra que se ha empeñado, son dos cosas de capital importancia en nuestra relación con Dios y nuestros semejantes.
Quien desobedece o “ borra con el codo lo que ha escrito con la mano” – por usar un dicho ríoplatense – está haciendo algo que el Señor desaprueba totalmente, y que lo ubica a uno – lo entienda o no lo entienda, le guste o no le guste – claramente
dentro de la parcela del desobediente máximo y el infiel supremo.
Sepamos tener esto bien presente, para no faltar en el terreno de la obediencia, y para no ceder ante la tentación de romper
la palabra o promesa que uno ha dado, aun cuando por cumplirla las circunstancias se tornen desfavorables. “Jehová, ¿Quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu santo monte?”
“El que aun jurando en contra suyo, no por eso cambia.”
(Salmo 15: 1 y 4b)
Hace muchos años, quien esto escribe era muy aficionado al ajedrez. No obstante, con el correr del tiempo se dio cuenta
que era un estorbo para el ministerio, pues le apasionaba obsesivamente.
Por lo tanto, hizo un voto ante el Señor de que en toda su vida no volvería a jugar una sola partida.
Eso fue hace muchos años, y con el correr del tiempo ha tenido alguna ocasión de jugar alguna partida, lo cual, humanamente hablando, le hubiera encantado.
Sin embargo, no lo ha hecho, ni lo hará, porque sabe bien que
sería faltar a la palabra empeñada, y podría ser también la chispa que encendiese otra vez esa enorme pasión que tenía por el juego ciencia, como se le suele llamar.

Ahora pasamos a la preciosa promesa hecha a la posteridad de Jonadab.
“Por cuanto obedecisteis…por tanto, así ha dicho Jehová de los
ejércitos, el Dios de Israel: No faltará de Jonadab, hijo de Recab, un varón que esté en mi presencia todos los días.” (Jeremías 35:18-19)
No tomemos estas palabras – “que esté en mi presencia” – en
la forma superficial, algo vacía y hueca, que se les suele dar, como resultado de su uso frecuente y casi de rutina. Tratemos en cambo de comprenderlas en algo de su
verdadero alcance, con toda la reverencia y el temor y temblor
que supone, estar en semejante sacrosanta y gloriosa presencia.
Con su vida noble y fiel, y con todo el peso de la autoridad que le acordaba, Jonadab pudo dejar a su posteridad un
legado de valor inestimable.
Sepamos asimilar cumplidamente todo esto, que es muy básico, pero en lo cual, lamentablemente, muchos fallan y tropiezan.
Antes de dejar atrás la figura de Jonadab, debemos tocar brevemente el rico contenido alegórico que se deriva del encuentro suyo con Jehú, hijo de Nimsi, rey de Israel.
En el mismo podemos vislumbrar a Jesús, el Hijo de Dios,
Rey de reyes, avanzando en Su carroza de batalla, deteniendo su marcha aquí y allá, y fijando la mirada en uno y otro, a la par que dirigiendo a cada uno la misma pregunta:
“¿Es recto tu corazón como el mío es con el tuyo?”
Lo hace con el deseo de poder estrecharnos la mano de verdad, y hacernos subir con Él a Su carroza real, para luchar a Su lado en la lid más noble y bendita.
Eso sí, necesita imprescindiblemente que nuestro corazón sea
absolutamente leal para con él, en una línea recta ininterrumpida de santa y fiel devoción a Su persona y Su voluntad.

¿Podrás tú también, caro lector u oyente, darle una respuesta afirmativa, así como lo hizo Jonadab?

Valoración del reinado de Jehú.-

Para finalizar, pasamos a señalar que, de los monarcas del reino del Norte – el de Israel – Jehú es el único del cual se consignan cosas favorables en las crónicas bíblicas.
Bien es cierto que no se cuidó de andar en la ley de Jehová, pues no quitó los becerros de oro que Jeroboam, el hijo de Nabat había mandado erigir en Betel y Dan, lo cual
evidentemente debería haber hecho.
Sin embargo, y hecha esta salvedad, debemos puntualizar el testimonio que el Señor mismo dio de él hacia el final de su reinado.
“”Y Jehová dijo a Jehú: Por cuanto has hecho bien, ejecutando lo recto delante de mis ojos, e hiciste a la casa de Acab conforme a todo lo que estaba en mi corazón, tus hijos se sentarán sobre el trono de Israel hasta la cuarta generación.”
(2a. Reyes 10:30)
Creemos que, si al final de nuestra carrera, el Señor nos pudiera decir semejantes palabras: “Has ejecutado lo recto delante de mis ojos, e hiciste todo lo que estaba en mi
corazón”, nos podríamos dar por sumamente satisfechos. Además, ese sello aprobatorio lo rubricó con la promesa de que su hijo, su nieto, su biznieto y el hijo de éste, lo sucederían en el trono de Israel. Esto se cumplió puntualmente, lo cual
resultó en una dinastía de ciento tres años seis meses. Como siervos de Dios, aspiremos a que nuestros hijos espirituales sigan llevando bien en alto la antorcha del sagrado ministerio, hasta el tiempo de Su segunda venida, lo cual nos
llenará a todos del más íntimo y profundo beneplácito.

F I N