LA PLENITUD INFINITA DE CRISTO
Y SU OBRA REDENTORA
TERCERA PARTE

s) Matando las enemistades – las potestades y principados antagónicos derrotados y despojados.
“…y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades.” (Efesios 2:16)
Aunque por el contexto este versículo se refiere primariamente al antagonismo entre Israel, el pueblo de Dios y las demás naciones – genéricamente los gentiles -no cabe duda que engloba a toda enemistad regionalista, nacionalista, étnica o de cualquier otra índole.
Sabemos que las guerras, diferencias de condición social, etc., a través de toda la historia siempre han engendrado odio, rencor y muchas más cosas de esa naturaleza en el ser humano, no sólo individualmente, sino también a nivel colectivo, ya sea de distintos estratos de la sociedad, regiones, países enteros, razas o lenguas.
Siendo el propósito divino unir en un solo cuerpo – la iglesia universal de Cristo – a hombres y mujeres de toda tribu, raza, lengua o nación, se hizo necesario que Jesús aboliese en Su carne a todas esas enemistades, matándolas todas, lo cual de hecho lo hizo también en la cruz, como lo puntualiza el versículo que hemos citado.
Así, hombres y mujeres de todo el orbe que vivían separados por profundos recelos y antagonismo, hoy pueden y deben vivir hermanados en paz y amor, en virtud de esa obra cumbre que Él hizo en el Calvario – la de derribar todas las paredes intermedias de separación.
Huelga decir que el creyente cristiano que todavía alberga sentimientos de hostilidad o resentimiento hacia cualquier nación, raza o esfera de la sociedad, está muy lejos del espíritu del Crucificado. Él, como gran parte integral de Su maravillosa obra redentora, nos ha dado el bendito legado de estar en paz con todos, y libres de odios y rencores. “Porque él es nuestra paz.” (Efesios 2:14a)
Como vemos, todo lo que venimos diciendo no es en nada algo meramente teórico, o de un misticismo irreal. Por lo contrario, abarca aspectos muy prácticos y reales de nuestra vida cotidiana.
“…y despojando a los principados y potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz.” (Colosenses 2:15)
Aquí encontramos otro tesoro en el abismo insondable de las glorias del Gólgota. Como lo dice el versículo anterior – anulando el acta de los decretos de la ley que había contra nosotros, que nos acusaba y condenaba, y quitándola de en medio para clavarla en la misma cruz, así fue como logró despojar a los principados y potestades.
Debido a nuestras vidas pecaminosas y en continua transgresión de la ley, esos poderes tenían un derecho legal sobre nosotros, el cual les permitía mantenernos cautivos en su reino de tinieblas.
Pero al llevarse Él sobre Su propia persona la maldición de la ley que pesaba sobre nosotros, pudo quitar todo eso de en medio y clavarlo en la misma cruz. Así, los principados y potestades perdieron todo derecho sobre nuestras vidas, y quedaron despojados del fuerte botín de que se habían hecho.
Además, en esa abierta confrontación, presenciada no sólo por los testigos humanos que nos consignan los evangelios, sino también por las huestes celestiales, Él puso de manifiesto a todos esos poderes maléficos ocultos que en esa ocasión se juntaron contra Él. A la vista de cuantos ángeles, arcángeles, querubines y serafines moran en las esferas celestiales, y desde luego del Dios Padre y el Espíritu Santo, los tomó a todos por las barbas, por así decirlo, y en esa titánica lucha les asestó una derrota final y absoluta.
De esta manera el imperio de la oscuridad y del mal ha quedado vencido para siempre. Y como agraciados y beneficiarios directos, hemos sido trasladados al reino de la luz, la verdad y el amor. Por todo lo cual le estamos inmensa y eternamente agradecidos.
Reanudamos aquí para pasar al punto siguiente. t) La grúa formidable de la resurrección de Cristo.
“…y cual la supereminente grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos.” (Efesios 1:19-20)
Se nos hacía difícil dejar de escribir sobre el tema abarcado por los puntos anteriores de la plenitud que brota del Calvario, que por supuesto, nos queda grande agotar. Empero, ahora sí pasamos al punto siguiente, señalado por nuestro subtítulo, y que también tiene aspectos imponentes.
En las Escrituras tenemos constancia de varias resurrecciones. En el Antiguo Testamento se nos consignan tres, dos efectuadas por Dios a través de Eliseo – una de ellas estando él muerto ya, al depositarse los huesos de un difunto sobre su tumba -y una por medio de Elías.
En el Nuevo Testamento, aparte de la de Cristo se nos narran otras cinco, de las cuales tres fueron por intermedio del mismo Señor, una por el apóstol Pedro, y otra por Pablo en Los Hechos 20:9-10.
En los anales de la historia posterior tenemos algunas constancias fehacientes de resurrecciones de muertos.
Y sin embargo, debemos decir que la del Señor Jesucristo fue distinta de todas las demás, singular y única.
En primer lugar, en todas las demás registradas en la Biblia medió la intervención de un agente humano, específicamente los cuatro siervos ya mencionados y las de Jesucristo mismo, el Dios hombre.
No así en la de nuestro Señor, que fue un hecho consumado soberanamente por Dios el Padre (Efesios 1:20) y por el Espíritu de Santidad, como se llama al Espíritu Santo en Romanos 1:4, sin intermediario humano alguno.
Un segundo punto es que se diferencia de las otras es que en todas ellas el resucitado volvió a morir con el correr del tiempo. Nuestro Señor es el que vive y estuvo muerto, mas he aquí que vive por los siglos de los siglos. Amén. (Apocalipsis 1:18)
El hecho de Su resurrección es indiscutible y está atestiguado por las muchas formas en que apareció vivo con numerosas pruebas indubitables, habiendo sido visto y oído por bastante más de quinientas personas. En ningún caso sucedió que posteriormente, ni siquiera una de todas ellas se haya rectificado, aseverando que se había equivocado. Ni tampoco ha habido nadie que pudiera presentar una prueba o muestra, ni siquiera remotamente razonable y veraz, que desmienta lo que por otra parte es un hecho histórico innegable.
Además, está el testimonio subjetivo pero muy contundente de millones y millones de ses humanos que con posterioridad lo hemos encontrado como un Cristo incuestionablemente vivo, dinámico y poderoso. En Su nombre y por Su gran poder, han acontecido en muchas partes del mundo milagros vivos y eficaces en el orden externo de sanidades, provisiones y suministros visibles, y en el moral, espiritual e interno, de transformaciones benéficas en sumo grado, además de radicales y duraderas.
A esto agregamos la verdad espiritual y muy real de que por Su Espíritu – el de Cristo – Él está y vive en nosotros según consta en ­
Romanos 8: 9 y según también lo comprobamos en nuestra vivencia diaria. Amén de todo esto, aunque a primera vista suene extraño para algunos, la resurrección de Cristo fue totalmente inevitable. ¿Por qué razón?
Un principio firmemente establecido por Dios en Su palabra es que “el alma que pecare, esa morirá.” (Ezequiel 18:4 y 29, ver también Génesis 2:17)
La muerte tiene un poder legal y absoluto sobre toda persona que ha pecado, e inexorablemente, tarde o temprano, golpea en su puerta para adueñarse de ella.
El caso de la muerte de Cristo en ese sentido también fue distinto y único. Él no murió de ninguna manera como víctima de Su pecado, dado que en toda Su vida fue algo que no conoció ni cometió en lo más mínimo. Su muerte fue un acto en que, de forma voluntaria y desde luego con un gran fin deliberado, Él depuso Su propia vida, obrando de Su libre albedrío.
Entre Su muerte y resurrección hubo una serie de cometidos importantes que Él tuvo que cumplir, que no deseamos detenernos a explicar ahora. Una vez cumplidos, y llegado el momento preciso señalado por Dios Padre, tuvo lugar Su gloriosa resurrección. Mientras que la muerte mantenía sujetos a todos los demás muertos, en cambio nada pudo en cuanto a Jesucristo, por no tener ningún derecho legal ni de cualquier otra índole sobre Él, en razón de haber sido Su vida toda, como ya se ha dicho, totalmente exenta de pecado.
Ésta es la sencilla explicación de las palabras de Pedro pronunciadas el día de Pentecostés y que constan en Los Hechos 2: 24, a saber, “…al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella.”
Pero la resurrección de Cristo, además de lo que ya hemos visto, tuvo en sí, mucho, muchísimo más, que sólo podemos calificar de absolutamente estupendo y grandioso.
En realidad el versículo 19 de Efesios 1 citado más arriba, ya nos anticipa un par de indicios que son claves. El primero está dado por los términos superlativos que emplea Pablo, al describir el poder desplegado por Dios Padre en la resurrección de Jesucristo.

“…y cual la supereminente grandeza de su poder…según el poder de fuerza.”
El otro indicio lo constituye en el mismo versículo la frase “…para con nosotros los que creemos.”
Por así decirlo, el levantar a Cristo de entre los muertos era muy sencillo -casi diríamos que era como alzar un peso pluma por lo ya explicado de que la muerte no tenía ningún poder ni dominio sobre Él.
Pero lo glorioso y sumamente maravilloso es que la resurrección Suya fue mucho más que levantarlo a Él -también nos abrazó y abarcó a todos los santos, tanto anteriores como posteriores a Su resurrección.
Lo relacionado con los anteriores, lo postergamos para englobarlo en el punto siguiente, el de la ascensión. En cuanto a nosotros, los posteriores, veamos:­
“…Dios, que es rico en misericordia…nos dio vida juntamente con Cristo…y juntamente con Él nos resucitó.” (Efesios 2:4-6)
Y esto se encuentra corroborado en 1a. Pedro 1: 3:
“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Cristo de lo muertos.”
Nuestra visión estrecha, limitada por nuestro condicionamiento a un solo punto de tiempo, y un lugar determinado de ubicación a la vez, nos dificulta en algo la comprensión de esto.
No obstante, veamos:-El sacrificio de Cristo, además de haber sido en carne viva, por supuesto, fue también algo hecho en el espíritu, y como tal, trascendió las barreras de tiempo y espacio que nos limitan a los seres humanos.
De esa manera, lo acaecido en Jerusalén hace casi 2000 años, por el obrar del Espíritu que está libre de esas limitaciones, se hace extensivo a nosotros por la fe, aun cuando estemos muy lejos en ubicación geográfica y en función de tiempo.
Debemos, pues, entender con claridad que la proyección divina de la resurrección de Cristo va mucho más allá de la que generalmente se tiene, y que es más o menos la siguiente: Cristo resucitó ese primer Domingo de Pascua, y las resurrecciones nuestras (no físicas, sino al pasar espiritualmente de muerte a vida por el renacimiento) se van desarrollando poco a poco, al ir convirtiéndonos en distinto lugares y fechas.
La concepción y ejecución de Dios es mucho más grandiosa y elevada. En un solo hecho, “de un solo golpe,” grandioso e imponente, en Cristo y juntamente con Él, nos resucitó a nueva vida a todos los millones y millones de santos de todos los tiempos.
Es por eso que Pablo emplea esos términos tan superlativos, desbordándose para tratar de describir semejante despliegue de omnipotencia. Y es por eso también que hemos puesto como subtítulo “La grúa formidable de la resurrección de Cristo.”
El gran Gigante de la Eternidad, por así decirlo, arremangándose y sacando a relucir Su musculatura colosal, toma en la persona de Su Hijo Amado todo ese peso absolutamente fenomenal de todos los santos redimidos, y en una proeza sin precedentes en la historia del universo entero, lo levanta de ese abismo del Seol en que se encontraba, y lo transporta a una esfera distinta y superior de nueva vida por toda la eternidad.
Bien podemos estar muy orgullosos de tener semejante y tamaño Dios y Padre Celestial!
u) La Ascensión, otro hecho estupendo sobremanera. “…y sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado, autoridad, poder y señorío, y sobre todo otro nombre que se nombre, no solo en este siglo, sino también en el venidero” (Efesios 1: 20b-21)
“…y juntamente con él…asimismo nos hizo sentar con él en los lugres celestiales con Cristo Jesús.” (Efesios 2:6)
La ascensión del Señor fue un día Jueves, y ninguno de los otros tres grandes eventos del cristianismo, es decir la Crucifixión, la resurrección y la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, acontecieron en día Sábado. Esto es señal segura de que en el nuevo régimen de la gracia introducida con Su venida al mundo, todo el ritual sabático, festivo y ceremonial de la ley mosaica ha quedado atrás. Ver Hebreos 7:18-19.
No obstante, debemos tenerlo muy claro que la ley moral – el amor, la santidad y demás virtudes divinas -sigue establecida y firmemente en pie, según el mismo Pablo lo afirma con tanto peso en Romanos 3: 31:-“¿Luego por la fe invalidamos la ley ? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley-”
Esa ley moral que responde de forma tan fehaciente al carácter divino, de ninguna manera puede invalidarse.
Después de este importante paréntesis, continuamos.
Al ascender y ser recibido en el cielo, nuestro Señor Jesús abrió el camino para que todos los verdaderamente Suyos podamos hacer lo propio. Como fiador del Nuevo Pacto se presentó en las alturas como nuestro representante y precursor, siendo plenamente aceptado, no sólo Él, sino también todos nosotros, merced a Su ofrenda perfecta hecha en la cruz.
Esto fue lo que sentó la base legal y de estricta justicia que hizo posible que el Padre, en la Ascensión del Hijo Amado, pudiese consumar también la de todos los redimidos.
Al igual que con la resurrección, Pablo aquí nos presenta en la ascensión la visión global y total de un hecho completado una sola vez a favor de todos, y también fuera de las limitaciones de lugar y tiempo, según lo hemos visto en el subtítulo anterior.
Lo corrobora citando el Salmo 68:18:­
“subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad. (Efesios 4:8)
Tanto los santos anteriores, cautivos por la muerte en el Seol (que habíamos postergado para abarcarlos en este punto actual en que estamos) como los posteriores, todos levantados de ese lugar para ser transportados a las alturas celestiales.
Todo esto con el precioso lenguaje de la palabra inspirada: éramos cautivos de la muerte y de nuestros pecados, pero nos ha liberado, levantado y ascendido como cautivos, pero de una cautividad muy distinta!
Cautivos de Su amor, de Su gracia, de la gravitación de Su persona maravillosa, que no pertenece a las partes más bajas de la tierra, sino muy por el contrario, a las alturas de la gloria eterna.
Dichosa y bendita cautividad!
Nuestra respuesta a todo esto debe ser apropiar la perspectiva global e integral que se nos presenta en estos versículos de Efesios, y así contarnos por la fe en unión con Cristo, en resurrección y nueva vida. Y además de esto, aun cuando seguimos en nuestros cuerpos mortales y con los pies sobre la tierra, también por la fe ocupar nuestro lugar a Su lado en lugares celestiales, muy por encima de las bajezas y ruindades de la vida terrenal y mundana.
Captemos con claridad la visión: para que se cumpla debidamente en la trayectoria de cada uno de los millones de santos de todos los tiempos, se hace necesario que todo se desenvuelva aquí abajo, de uno a uno y a través de las edades de la historia. Sin embargo, al igual que en la resurrección, la ascensión de todos sin excepción es un hecho grandioso y estupendo, consumado por Dios en la persona de Cristo de una sola vez, y esto hace ya casi 2000 años al resucitar y ascender Él, nuestro precursor y nosotros en Él y con Él.
Vivamos pues en resurrección y novedad de vida, y reinemos también en vida desde esta posición elevada que nos otorga Su ascensión y la nuestra en Él.
Pero hay algo más, muy emotivo y maravilloso, sobre la ascensión. Tras su resurrección, como sabemos, el Señor Jesús estuvo 40 días enseñando a Sus discípulos sobre el reino de Dios. Habiéndoles comisionado que una vez recibido el poder de lo alto fuesen testigos de Él en Jerusalén, Samaria, y hasta lo último de la tierra, a la vista de ellos sucedió algo muy singular y precioso. Concluida a carta cabal la magna tarea que había venido de lo alto a cumplir, de repente comenzó a subir, o se alzado, como consta en el relato de Los Hechos 1. Los discípulos lo contemplan y de repente, desaparece de la vista de ellos, envuelto en una nube.
Lo que a continuación sucedió dentro de la nube era algo tan celestial, tan indescriptiblemente sublime, que no podía de ninguna manera ser visto por seres humanos y finitos de un mundo totalmente inferior.
El Padre de Gloria, recibe otra vez al Hijo Amado, que retorna a las alturas, tras haber logrado cumplir a la perfección más absoluta la tarea más noble y sacrificada que jamás haya tenido lugar en toda la historia del universo entero.
Y el abrazo que recibe, tan glorioso y bendito, lo confunde en la más estrecha unidad con el Padre, cuyo seno en que moraba desde el principio de la eternidad pasada, cuando quiera haya sido, tuvo que abandonar para lograr la redención eterna del género humano. Ahora vuelve a ese lugar tan íntimo, tan sublime, tan santo y puro, rubricado con lo que nos atrevemos a calificar del abrazo invisible, pero más emotivo, amoroso y sagrado que jamás se haya dado y recibido.
Las inescrutables riquezas de Cristo.
Aquí también Pablo nos ayuda a ampliar y ensanchar nuestra visión Normalmente, en muchas partes anunciar el evangelio se entiende como la proclamación del mensaje de perdón y salvación, por medio del arrepentimiento y la fe en Él.
Esto es muy correcto en sí, y es por donde hay que empezar, de manera que no lo desvalorizamos en lo más mínimo. No obstante, debemos tenerlo muy claro que sólo abarca un nivel elemental o primario, aunque desde luego básico e indispensable, y también maravilloso.
Escribiendo a los creyentes romanos, ya convertidos y bautizados, y con unos años en la fe, les dice:
“Así que, en cuanto a mí, pronto estoy a anunciaros el evangelio a vosotros, que estáis en Roma.” (Romanos 1:15)
lo cual nos muestra que su comprensión del evangelio era mucho, muchísimo más amplia. En efecto, en el resto de la epístola pasa a explayarse de tal manera que termina haciendo una exposición magistral y tan vasta, que le ha proporcionado una mina inagotable a los teólogos, para llenar tratados y tomos voluminosos con análisis y comentarios de sus riquísimas verdades.
Por otra parte, al principio de su estupenda carta a los efesios, empieza por bendecir al Padre por habernos colmado de “…toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo Jesús.” (1:3)
Estas dos palabras -toda bendición – lo abarcan e incluyen todo, sin omitir ni dejar nada fuera, de esa gama de virtudes y cualidades necesarias para una vida cristiana absolutamente plena.
Pasamos a enumerar algunas de ellas.
Fe para vencer en las buenas y en las males.
Amor para vivir como abanderados e hijos del amor divino.
Esperanza segura y gloriosa de un más allá dichoso, que nos impulsa a seguir firmes en nuestra marcha,
Humildad y mansedumbre para ser verdaderos representantes de Él, el Cordero de Dios, manso y humilde de corazón.
El bautismo y la plenitud del Espíritu Santo.
El fruto y los dones del Espíritu.
Resignación y espíritu sufrido para superar las pruebas y adversidades.
Perseverancia para no desmayar en la lid.
Santidad práctica y real para mantenernos rectos y limpios en medio de toda la corrupción y maldad imperantes.
Paz profunda que mana de una confianza absoluta en nuestro Dios.
Valor para ser valientes para proclamar Su nombre y no avergonzarnos de Él, sino muy por el contrario, estar orgullosos de pertenecer a un Cristo tan bendito.
Discernimiento claro de lo que es de Dios y lo que es terrenal y carnal.
Un espíritu de amor filial que nos hace acercarnos con gratitud y cariño a nuestro amantísimo Padre, en oración y comunión.
La palabra eterna, inagotable e incomparable que nos nutre, corrige, guía, alienta y enseña en todo lo que nos hace falta para una vida completa.
La sangre del nuevo pacto con todas sus excelencias y virtudes.
La familia real del Cuerpo de Cristo en que hemos sido bautizados, con tantos y tantos hermanos entrañables que han enriquecido y enriquecen nuestras vidas.
La Unción del Santo que mora en nosotros y nos enseña todo cuanto necesitamos saber para desarrollarnos, guardarnos, prosperar espiritualmente y permanecer en Él.
El gozo inefable y lleno de gloria que viene de creer de veras en Él, aun sin haberlo visto con los ojos naturales.
La gracia divina que se derrama a diario en nuestras vidas, con matices y tonos de los más variados.
La dicha de saber que no lo elegimos nosotros, sino que Él nos eligió primeramente a nosotros.
El llamamiento y fin glorioso al cual nos conduce.
La bendición de poder llevar a otros al bendito conocimiento de Él.
La de ser usados para restaurar vidas maltrechas y darles luz y esperanza, y tanto más bien que podemos hacer, respondiendo a su llamamiento y sirviéndole a Él.
Los ratos benditos en que, sumidos en la más profunda comunión con Él, en los cuales vivimos y paladeamos exquisitos anticipos de lo que será el más allá.
Por supuesto que en esto nos quedamos cortos, pues debe haber, y de hecho hay, muchísimo más, que seguramente estaba en la mente de Pablo al escribir el versículo de nuestro encabezamiento.
Y esto sólo en cuanto a nuestra vida presente. La porción completa y eterna es la que nos aguarda en la vida futura, en esas mansiones de gloria que Él nos está preparando.
En cuanto a esto, de entre muchas más Escrituras extraemos Romanos 8:18 :
“Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse.”
Si este versículo hubiese sido escrito por un cristiano normal y corriente, como la mayoría de nosotros, a quienes se ha dado comparativamente muy poco que sufrir, entonces tendría menos fuerza y menor hincapié.
Pero resulta que su autor, es el hombre que, por amor de Cristo padeció tremendamente: persecuciones, encarcelamientos, azotes, frío, hambre, desnudez y mucho más. Y él todo eso lo consideraba como muy poca cosa, comparándolo con las glorias venideras que nos aguardan del otro lado.
Por lo menos, de algunas de ellas él estaba muy bien informado. Al ser arrebatado al tercer cielo en la experiencia que narra en 2a. Corintios 12:1-4 y escuchar palabras inefables, que no les dado al hombre expresar, seguramente que debe haber estado en contacto con glorias sublimes, imposibles de describirse con nuestro lenguaje terrenal.
De paso digamos que en esto concuerdan las experiencias fiables de santos que han sido transportados temporalmente a las alturas, y atestiguan haber visto hermosísimos colores, muy distintos y superiores a los que conocemos en la tierra; oído las más exquisitas melodías y sentido un gozo cual nunca han conocido ni experimentado aquí abajo.
En los casos que hemos podido conocer, todos coinciden en que no hay palabras en nuestro hablar, ni ninguna otra forma que sea adecuada para reflejar cabalmente lo que han visto y oído. Y agregamos que tanto su trayectoria ejemplar, como la veracidad que pudimos captar en sus testimonios, nos dejaron sin la menor duda en cuanto a su autenticidad.
A veces no somos claramente conscientes del verdadero sentido o alcance de las palabras que oímos o empleamos. La cita que encabeza esta sección, al referirse al evangelio de las riquezas de Cristo, nos da el adjetivo inescrutables. Esto significa algo que no se puede saber, averiguar, escrutar o inquirir – que está más allá de nuestro alcance, y de todo lo que podamos concebir o imaginar.
En todo el Nuevo Testamento, sólo se lo emplea dos veces: una en nuestra cita de Efesios 3:8 y la otra en Romanos 11:33.
Sólo podemos añadir que Pablo, habiendo vivido y experimentado tanto, y sabiendo por revelación de muchísimo más que no le era dable expresar, se encontraba con un infinito insondable.
Todo tan rico, precioso y bendito, que forma en sí un evangelio en la acepción cabal del vocablo – es decir una buena y grata nueva que se va ensanchando, ampliando y multiplicando en forma indefinida e inagotable, cada día, y cada semana, y cada mes, y cada año, más y más.
Es por eso que al sentir el llamamiento a proclamar este evangelio de riquezas sin fin, se sentía, y con mucha razón, como un hombre inmensamente agraciado.
Aunque mucho más pequeños y con un rol minúsculo en comparación con el suyo, por el alto llamamiento celestial que hemos recibido, nosotros también podemos sabernos y sentirnos personas altamente favorecidas.
Una pausa para continuar en una semana, Dios mediante, con la cuarta y última parte.
FIN