UNA COSA
UNA COSA
Primera parte
En este escrito vamos a tomar cinco ocasiones, de las muchas en que aparecen en las Escrituras, estas dos sencillas y breves palabras: una cosa.
Después de la quinta añadiremos otra más – la sexta – pero con un sentido distinto. Ya lo explicaremos al llegar a ese punto.
1) “Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo” (Juan 9: 25b)
Éstas fueron palabras dirigidas a los fariseos por el ciego de nacimiento al cual Jesús le dio la vista, según consta en el relato que nos da Juan en el capítulo 9.
En el mismo se echa de ver claramente la dureza de corazón y el odio que los fariseos le tenían al Señor Jesús. Tendrían que haberse alegrado de semejante milagro, y sin embargo, reaccionaron de forma totalmente opuesta, con escepticismo y finalmente excomulgando al ciego sanado.
En Juan 15:24 el Señor Jesús dijo: “Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y aborrecido a mí y a mi Padre.”
Estaban tenazmente aferrados a Moisés y a la ley mosaica, y esa tenacidad tan empecinada los había cegado, de tal forma que habían desembocado en esa gravísima condición de aborrecer al Dios Padre que había dado esa ley, y a Su Hijo amado, a Quién había enviado al mundo para salvar a los pecadores, lo cual de hecho los incluía a ellos.
Parece increíble cómo una religiosidad obstinada y terca puede conducir a semejante monstruosidad.
En el versículo 32, el ciego, dirigiéndose otra vez a los fariseos, les dijo: ”Desde el principio no se ha oído decir que uno abriese los ojos a uno que nació ciego.
Sacamos la conclusión de que en su estado de ceguera él había pedido a alguien que buscase en las Escrituras, a ver si figuraba algún caso de un ciego que recibiese la vista.
Después de recorrer todas las Escrituras con que se contaba entonces, le habrán traído la triste respuesta de que si bien había casos de leprosos sanados, y también tres resucitados de los muertos, no había en cambio ni uno solo de alguien que recibiese la vista.
Eso sería suficiente para desanimarlo por completo, quitándole toda esperanza, y estaría en ese estado de total desánimo cuando Jesús se le acercó. Y lo hizo para hacer para él lo que todo indica que nunca antes se había hecho en el mundo!
Fue sin duda un milagro maravilloso, y, por lo que sabemos, nunca antes visto en este mundo.
“Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre.”(Juan 15: 24)
Hacia el final del relato, Jesús afirmó: “Para juicio he venido yo a este mundo, para que los que no ven, vean y los que ven sean cegados.” (Juan 9:39)
Es una sentencia muy profunda. Desgranarla a fondo llevaría mucho tiempo, y sobre todo, mucho que pensar.
Bástenos decir que en ella, Jesús subrayó el hecho de que hay ceguera natural, y también la espiritual.
En cuanto a la vista natural, en un plano muy básico, digamos que debemos estarle muy agradecidos al Dios Creador, por darnos ese maravilloso don, y por supuesto, debemos saber cuidarlo y atesorarlo.
Pero debemos señalar también la gran importancia de tener la vista espiritual, que sólo se recibe cuando uno renace de verdad por el Espíritu.
Jesús le dijo a Nicodemo en la memorable ocasión que se narra en Juan 3: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios.” (3:3)
Se podrán ver todas las maravillas de este mundo – panoramas hermoso, los edificios más destacados de las grandes ciudades, y en fin, todo lo bueno, y también lo malo que nos rodea.
Sin embargo, en cuanto a las cosas espirituales, eternas e imperecederas del reino de Dios, uno es y seguirá siendo un ciego total, hasta tanto no experimente el maravilloso milagro de renacer por el Santo Espíritu de Dios.
Los que tenemos la dicha de haberlo experimentado, podemos decir con absoluta certeza, haciéndonos eco de las palabras del ciego de Juan 9, “Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo.”
Ese ver y ese saber provienen del hecho de que Jesús, con su muerte expiatoria, ha quitado de nuestras vidas el pecado, el cual, en verdad, es lo que enceguece al ser humano.,
“Peo el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos.” (1a. De Juan 2: 11)
¿Puedes tú también, querido oyente, decir de ti mismo con toda confianza, que, habiendo sigo ciego, ahora ves, porque has renacido del Espíritu?
2) “Pero sólo una cosa es necesaria, y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada.” (Lucas 10: 42)
Este versículo es parte del pasaje en que se nos narra la ocasión en que Marta recibió en su casa a Jesús, con el loable fin de honrarlo y agasajarlo.
Como está muy trillado, nos abstendremos de comentarlo en detalle. Solamente señalamos la necesidad de saber que, hay los momentos y las ocasiones en que hay que dejar de lado todo lo cotidiano y terrenal, para centrarnos totalmente en lo espiritual, celestial y eterno.
En el caso del relato eso era sentarse a los pies de Jesús, para escuchar y asimilar las palabras de vida, luz y verdad que brotaban de Sus labios benditos.
Eso lo calificó el Maestro, diciendo que lo que había hecho María era escoger la buena parte – la una cosa necesaria por encima de todas las demás.
I agregó una preciosa promesa. Al decir “la cual no le será quitada” dio claramente a entender que quien de su libre voluntad, sin ser presionado ni obligado por ninguno, lo elige a Él en su vida, tendrá asegurada una gran dicha . Esa buena parte que ha elegido no le será quitada por nada ni nadie – será suya por toda la eternidad.
“¿Y eso tan sabido? ¿Quién no lo sabe? Si eso es de jardín de infantes” podrá decir alguno, dada la sencillez y lógica de lo que antecede.
Como se ha recalcado muchas veces, lo importante es experimentar y disfrutar de los beneficios de una verdad espiritual, y no meramente saberla y comprenderla a nivel mental.
Tememos que muchos que lo saben muy bien, quedan a menudo atrapados como Marta, con muchas cosas que los afanan y turban, e insensiblemente dejan de lado la buena parte, para su gran perjuicio y desdicha.
Que tú, caro oyente, no seas uno de ellos.
3) “Entonces Jesús, mirándole le amó, y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo,; y ven, sígueme, tomando tu cruz.” (Marcos 10: 21)
A primera vista, este consejo del Señor al joven rico podría parecer muy duro y severo. Sin embargo, brotaron de un amor sincero y fiel hacia él. Fueron palabras con una propuesta que el rechazó y se fue entristecido.
Era como si en la balanza de su vida hubiese dos platillos. En uno estaba la persona sumamente atrayente de Jesús, y en el otro sus muchas posesiones y riquezas.
Lamentablemente, en su estimación la segunda pesaba más que la primera, y se marchó entristecido, conservando su propio tesoro, pero perdiendo el de muchísimo más valor que Jesús ponía a su alcance.
En la versión de Mateo, entre los mandamientos citados estaba también el de amar al prójimo como a uno mismo (19: 19) Dando rienda suelta a mi imaginación, como suelo hacer, pienso que esa palabra fiel de Jesús y dicha con amor, no debe haber quedado sin haber surtido ningún efecto.
Por el contrario, creo que habrá servido para redargüirlo de que no amaba al prójimo como a sí mismo. Sabemos que un tiempo después, tras el derramamiento del Espíritu Santo el día de Pentecostés, muchas almas se convirtieron en toda la zona, y cabe suponer que muy bien puede haber sido que el joven rico fuera uno de ellos, y pasase a dar de lo mucho que tenía a los pobres, y así también llegase a tener tesoro en el cielo.
Desde luego que esto no se puede dar por cierto, pero creo que tampoco es algo que pueda descartarse por completo.
Pero continuando ahora, algo que surge con mucha claridad en la lectura de los evangelios es que Jesús, conocedor del corazón y las motivaciones de cada uno, le hablaba a cada persona según sus circunstancias personales, el estado de su corazón y demás.
Así por ejemplo, en el evangelio de Juan vemos cómo Jesús, en el primer capítulo, le habló de una forma a Felipe, de otra a Pedro, y de otra a Natanael. En el segundo, a la que había sido la virgen María, Su madre, en el tercero a Nicodemo, en el cuarto a la mujer samaritana, y así sucesivamente.
Las primeras cuatro palabras de lo que le dijo Jesús al joven rico – una cosa te falta – en realidad nos dan un abanico muy grande que se puede abrir de par en par, para cubrir un espectro muy amplio de posibilidades. De esta forma, puede aplicarse a cada uno de nosotros, en cuanto a cosas que todavía nos faltan en nuestro desarrollo y crecimiento espiritual.
Enumeramos una docena de ellas, animando a cada uno, a que identifique la o las más indicadas para si mismo, así como lo hace también para sí mismo quien esto escribe.
1) Dedicar mayor tiempo del que sueles a la oración, alabanza y adoración.
2) Observar mayor prudencia en el hablar.
3) Tener presente que por ser un hijo de Dios, me representas a mí, tu Salvador y Maestro.
4) Guardarte de malgastar el tiempo en cosas inútiles o de poco provecho.
5) Ser menos propenso a ver los fallos y defectos de los demás.
6) Ser más propenso a darte cuenta de tus propios fallos, y disponerte a corregirlos.
7) Ser generoso en sembrar, recordando que quien siembra escasamente, escasamente cosechará.
8) Conservarte puro, liberándote de cosas contaminantes que has estado consintiendo en tu vida.
9) Darle a las Sagradas Escrituras ese primer lugar que deben tener en la lectura.
10) Quitar de tu biblioteca libros indignos de ser leídos por un hijo de Dios.
11) Reducir sensiblemente el tiempo que le das a la televisión y al internet, destinándolo en cambio a cosas realmente útiles y edificantes.
12) Buscar a diario servirme en la plena voluntad de Dios, no dejando que las semanas y los meses pasen sin que lo hagas de verdad.
No temamos abrirnos al Señor plenamente para que Él nos pueda indicar la próxima cosa que nos falta. Tengamos muy presente que Él siempre nos habla con amor y para nuestro más alto bien.
Algunos pensarán por qué hemos puesto la próxima.
Pues porque en algunos casos, hay todavía tantas, que en Su delicado amor por nosotros prefiere ir despacio y una a la vez!
No obstante, aun así no dejará de usarte en la medida que tu grado de progreso lo permita. Él nunca espera que estemos perfeccionados totalmente antes de usarnos.
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Segunda Parte
4) Una cosa he demandado a Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo.” (Salmo 27: 4)
Éstas son palabras del rey David, que nos revelan el precioso espíritu que lo animaba. Como monarca de Israel, debemos comprender que con toda seguridad tenía una agenda muy apretada, con un buen número de entrevistas con gente que acudía a él en busca de consejo o ayuda; compromisos de los más variados, en los cuales se requería su presencia ineludiblemente; problemas de todo orden, etcétera.
Sin embargo, para él había algo de lo cual no quería prescindir en absoluto: pasar un buen rato en el templo del Señor cada día, con un doble fin, a saber, contemplar la hermosura del Señor e inquirir en su templo.
Esto nos muestra la forma en que valoraba al Señor, viendo en Él un encanto sin par que había prendado su alma. Era un deleite diario el suyo, algo tan caro para él, que no se lo quería perder ningún día de su vida.
Naturalmente que esa hermosura que él veía en el Señor no era estética. Lo que realmente le deleitaba y fascinaba era la gracia, la gran bondad y misericordia, la sabiduría, la gloria, la dignidad y el honor, la majestad y la grandeza, y tantos otros atributos y virtudes del Eterno Yo Soy.
El contraste entre toda esa belleza moral y espiritual, y lo que él veía a diario a su alrededor – egoísmo, avaricia, celos, maldad de todo orden, ansiedad y tensiones, etcétera – sería totalmente abismal.
Por lo tanto, ese rato diario con el Señor, que seguramente no sería muy breve, era como un refugio y un bálsamo, que le permitía reponer las fuerzas, y recrearse como en un oasis, disfrutando en cierto modo de anticipos de la dicha del siglo venidero.
Bien podemos imaginarlo salir extasiado en su interior por tanta belleza, bondad y dulzura, y al mismo tiempo, agradecido y gozoso de tener la divina respuesta precisa para las cosas delicadas y engorrosas que tenía que enfrentar.
Es el lugar al cual no sólo él, sino muchos otros verdaderos siervos del Señor, hemos tenido que acogernos y cobijarnos a lo largo de toda una vida.
El lugar en que se aprende el verdadero amor, noble y desinteresado – en que la blancura santísima y purísima de lo celestial, nos invade e imprime un sello distintivo e inconfundible en el alma – donde se aprende la paciencia y el saber esperar quedo y confiadamente en Él – donde se sanan y cicatrizan las heridas, se reponen las energías perdidas y se recobra la visión que se había empañado.
Esperamos que esto encienda en cada oyente un deseo ardiente de acudir, imprescindiblemente y a diario, a ese refugio y oasis tan bendito y maravilloso.
El medio ambiente en que uno se desenvuelve hoy día, conspira totalmente contra todo esto, presentando exigencias de toda índole, tendientes todas a que este ideal tan precioso no se cristalice.
El mismo David se encontraba con ese problema, pero notemos que después de su petición al Señor, agregó las palabras ésta buscar.
Era una cosa tan prioritaria y tan cara para él, que no sólo se la había pedido al Señor, sino que también se disponía a buscarla con todo ahínco.
Aquí tenemos una clave muy importante. Muchos le piden al Señor que les ayude a cultivar la oración y una relación más personal e íntima con Él, pero no lo acompañan con una búsqueda sincera, dejando cosas innecesarias de lado. Así, insensiblemente se dejan enredar y atrapar por lo terrenal, de tal forma que sus deseos y peticiones no se concretan.
Hace falta una auténtica fuerza de voluntad para dejar lo innecesario. Cuando no se la tiene, tristemente, la razón debe ser, casi siempre, que esas cosas innecesarias ocupan un lugar demasiado importante, y eclipsan, por así decirlo, en la visión de uno, el rostro y la hermosura del Señor.
En conclusión, que una semilla del maravilloso ejemplo del rey David se anide en el corazón de cada oyente, y germine y crezca satisfactoriamente.
5) …una cosa hago, olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.” (Filipenses 3: 13-14)
En la vida cristiana – y empleo el vocablo en su verdadera acepción – hay que saber recordar, y hay que saber olvidar.
Recordar las muchas misericordias del Señor, Sus promesas fieles y firmes – sobre todo en los momentos difíciles; recordar que como hijos de Dios, debemos proyectar siempre una imagen acorde con semejante honor.
En fin, recordar muchas cosas que son edificantes y positivas, y que nos fortalecen y animan para seguir en nuestra marcha ascendente.
Pero también debemos saber olvidar. Acude a nuestra mente el caso de José, el hijo amado de Jacob, que por trece años – desde la edad de diecisiete hasta los treinta – padeció una serie de pruebas e injusticias muy amargas.
Posteriormente, tras haber sido liberado y honrado grandemente por Faraón, el rey de Egipto, al nacer su primer hijo, le puso por nombre Manasés, que significa el que hace olvidar. Al hacerlo dijo: “Dios me ha hecho olvidar todo mi trabajo y toda la casa de mi padre.”(Génesis 41:51)
A veces se puede ser muy propenso a recordar cosas malas del pasado, lo cual siempre trae consecuencias tristes y desagradables. Si se persiste en ello, uno ha de terminar siendo un amargado.
José supo olvidar y no dejarse sumergir en malos recuerdos. Más tarde, demostró ver las cosas retrospectivamente con una visión muy madura.
“Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros.” (Génesis 45: 5)
En esto descubrió el importante principio que siglos más tarde Pablo, guiado por el Espíritu Santo, inscribió en las Escrituras para provecho de todos los santos de todos los tiempos: “…que a los que Dios aman, todas las cosas les ayudan a bien.”(Romanos 8: 28)
Esto no debe tenerse necesariamente como en función de ser prosperados en la economía, o que todo nos salga a pedir de boca. En cambio, se trata de un bien mucho más alto, claramente fijado por el contexto: “…para que fuesen hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos.” (Romanos 8: 29)
Pablo tenía recuerdos que serían muy desagradables, como la feroz oposición de Alejandro el calderero (2a. Timoteo 4: 14-15); la forma en que Demas lo había desamparado, amando este mundo y se había marchado a Tesalónica (2a. Timoteo 4: 10) y seguramente muchos más.
Desde luego, también tenía recuerdos muy preciosos de cómo el Señor se le había revelado y cambiado fundamentalmente su destino, usándolo maravillosamente como a un verdadero grande entre los grandes.
No obstante, la experiencia y la madurez que fue alcanzando, le hicieron ver que lo más sabio no era – ni es – centrarse en rememorar ni lo uno, ni lo otro.
En cambio, que había algo mejor y mucho más positivo: dejarlo todo atrás y extenderse con toda sus fuerzas y su máximo amor y empeño, para que se concretase en su vida la meta más alta, el premio de haber logrado la plena cristalización de cuanto el Señor tenía asignado para él en Sus propósitos eternos.
Aunque con mucha razón, nos sentiremos todos muy pero muy pequeños en comparación con semejante coloso, bien podemos y debemos hacernos eco de lo que él hacía.
Finalmente citamos 1a. Juan 2: 28: “Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su venida no nos alejemos de él avergonzados.”
Malo sería que esta exhortación quedase desatendida por alguno, y terminase con el triste fin de la parte final del versículo.
Y concluidos ya los cinco puntos, pasamos ahora a lo que adelantamos – un sexto punto, pero en un sentido totalmente distinto.
“..Una cosa te pido… (2a. Samuel 3: 13)
Tomamos estas palabras del rey David dirigidas al general Abner, pero de una forma completamente fuera de contexto.
En efecto, damos un listado de diez cosas, e invitamos al lector u oyente a colocarlas en el orden de sus prioridades personales.
Señor, una cosa te pido:
1) Que me ayudes en la economía para que siempre sea prosperado.
2) Que me ayudes en la economía para que nunca esté endeudado con nadie.
3) Que siempre te sea fiel, tanto en las buenas como en las malas.
4) Que me des el don de lenguas, como se lo has dado a otros hermanos.
5) Que me pueda hacer eco de la exhortación de tu Hijo Jesús a ser manso y humilde de corazón, para así hallar descanso para mi alma.
6) Que en toda mi trayectoria pueda experimentar la promesa de que tu yugo es fácil y ligera tu carga.
7) Que me ayudes a vivir siempre en el amor noble, puro y desinteresado, ya que tu palabra dice que Tú eres amor, y el que permanece en amor permanece en Ti y Tú en él. (1a. Juan 4: 16)
8) Que no llegue a un punto en que piense que Tú ya no tienes más para mí.
9) Que me des un ministerio itinerante para así poder conocer muchas iglesias y hermanos que todavía no conozco.
10) Que al llegar al fin de mi peregrinación terrenal pueda decir, al igual que tu Hijo amado, “He acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17: 4) haya sido la misma grande o pequeña.
Una vez colocado cada punto en el lugar y orden prioritario, cada lector u oyente someta la lista a su pastor, con el fin de que él le manifieste el grado o medida de aprobación que merece.
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