Simón Pedro (2) a partir de Pentecostés # Capítulo 15
Capítulo 15 –
Simón Pedro (2) a partir de Pentecostés
En la trayectoria de Simón Pedro, la conversación que Jesús mantuvo con él después de Su resurrección, y que se nos consigna en Juan 21:15-19, fue algo de singular importancia.
No obstante, por ser un pasaje riquísimo, saturado de cosas de sumo peso y sustancia, no nos detenemos a comentarlo a esta altura. Lo reservamos para bastante más adelante, si el Señor así lo permite,
El primer capítulo de Los Hechos ya nos muestra un Pedro muy distinto. Como el primer apóstol nombrado por Jesucristo, sigue apareciendo como el líder que toma la iniciativa, pero ya se empiezan a insinuar una solidez y un aplomo, de los cuales carecía anteriormente.
Esto lo debemos atribuir principalmente, a la comunicación del Espíritu Santo que Jesús le había hecho a él y a los demás discípulos (Ver Juan 20: 21-22), la cual sirvió para que todos ellos, deponiendo sus diferencias y enfrentamientos previos, pudieran perseverar unánimes en oración.
Llama también la forma certera y precisa en que ahora cita las Escrituras – ver Los Hechos 1: 15-20 – cosa de la cual, no tenemos constancia de que haya sucedido anteriormente.
Eso se acentúa más en el capítulo siguiente, cuando se pone en pie junto a los otros once apóstoles para proclamar la palabra de Dios.
El trazado limpio y claro que hace de las Escrituras del libro de Joel y de los Salmos, haciendo ver que lo que estaba sucediendo encajaba perfectamente con ellas, es algo que nos resulta admirable.
En efecto: un pescador rudo y tosco, sin letras y del vulgo, se desempeña ahora con total soltura y dominio de la situación, haciendo una exposición de la palabra de Dios que sólo puede calificarse de maravillosa.
Maravillosa por el contenido, rico, solido y sustancioso, pero también por la absoluta confianza con que la hace, puesto en pie y alzando la voz para que todos los muchísimos oyentes pudieran oírla bien.
Las palabras “…sepa pues ciertísimamente toda la casa de Israel..” del versículo 36, nos hablan de una fe y certeza absolutas, propias solamente de quienes están de verdad impregnados del Espíritu Santo de Dios.
Además de todo ello, pensemos en las palabras del versículo 40:- “Y con muchas otras palabras testificaba y les exhortaba diciendo: Sed salvos de esta perversa generación.”
Vemos en esto la gran abundancia de un corazón que rebosa, repleto de verdades, las cuales se presentan en el tono más solemne y urgente, y con toda autoridad.
Esto es muy distinto de un hablar extenso, con elocuencia humana y buena retórica, pero desprovisto de ese “no sé qué” indefinible y distintivo, que como bien sabemos, sólo se encuentra en quienes están auténticamente ungidos por el Espíritu Santo.
Cargadas de virtud divina, sus palabras llegaron como un dado certero.
“Al oír esto, se compungieron y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos?” (2:37)
Esto fue una muestra inequívoca del obrar del Espíritu Santo, redarguyendo como sólo Él puede hacerlo, y de la manera que Jesús se lo había dicho a los discípulos en Juan 16:7-9.
La respuesta a esa pregunta – ¿Qué haremos? – es todavía otra señal más de la autoridad, seguridad y conocimiento de que ahora estaba revestido.
Sin ambages y rodeos, y con toda autoridad y claridad, les da la respuesta inmediata.
“Arrepentíos y bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo.”
Los resultados de esa predicación, y la excelencia de la vida de los nuevos convertidos y de toda la vida comunitaria, ya lo hemos comentado en nuestra obra anterior “Volviendo a las Fuentes Primitivas” capítulos 4, 5 y 6.
Aquí, centrándonos en la persona de Pedro, notamos la forma en que, por la virtud del Espíritu, su figura cobra un rol preponderante. En todas las ocasiones en que se consignan detalles de la vida de la iglesia primitiva de Jerusalén, lo vemos tomar la iniciativa, a menudo con Juan a su lado, ostentando una autoridad, una gracia y un discernimiento realmente asombrosos.
La curación del cojo de nacimiento, narrada en el capítulo 3, no debe considerarse solamente por su virtud milagrosa. Cuando la multitud, enterada de lo que había pasado, se agolpó para contemplar con admiración a los tres – al cojo que andaba y saltaba alabando a Dios, a él y a Juan – en seguida tomó la palabra para afirmar:
“Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis? ¿ o por qué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder y piedad hubiésemos hecho andar a éste.”(3:12)
Después de lo cual pasó otra vez a proclamar la palabra de Dios, pero recalcando con absoluta autoridad que ese milagro había sido hecho por el nombre y el poder de Jesucristo – es decir, que se cuidaba muy bien de que ni él ni Juan recibieran honra ni loas, sino que toda la gloria fuese para el Señor Jesús.
A veces, o mejor dicho muy a menudo, los seres humanos podemos ser propensos a que en la hora del éxito “se nos suban los humos a la cabeza” y caigamos en el envanecimiento, o rarezas y desvaríos.
Cuidándonos de no mencionar el nombre ni el lugar, acotamos el caso de un predicador de la sanidad, al cual hace unos años, le trajeron a la plataforma en una de sus campañas a un enfermo de cáncer en fase terminal.
Después de orar con fe e insistencia el enfermo quedó sanado, creemos de forma duradera.
Lo que sucedió después fue inaudito. Profundamente impresionado por esa sanidad, el siervo en cuestión hizo algo muy extraño. Obrando bajo la impresión de que ese lugar, y en particular la plataforma en que había estado, se encontraban saturados del poder y la gloria de Dios, hizo cortar el parqué del piso de la plataforma en cubitos muy pequeños, de unos pocos centímetros cada uno.
A continuación, hizo enviar a cada uno de sus muchos consiervos allegados y conocidos uno de esos cubitos, pensando así hacerlos partícipes de ese poder y esa gloria, y con el fin de que pudieran tener una mayor medida de los mismos en sus respectivos ministerios!
Entendemos que un siervo muy maduro y experimentado que recibió uno de ellos, le comunicó su desaprobación por semejante obsequio, lo que creemos recordar le costó la amistad (Cuando se dicen las verdades se pierden las amistades!) y el apoyo que el predicador, persona bastante adinerada, le había prestado anteriormente.
Por nuestra parte, opinamos que el envío de esos cubitos “mágicos,” supuso un desvarío propio de quien se ha exaltado indebidamente a raíz de un milagro que el Señor había hecho a través de su persona.
Ni Pedro en la oportunidad que hemos comentado, ni Elías al bajar fuego del cielo en el Carmelo, ni Pablo ni Jesús hicieron semejante cosa.
El Maestro, al cobrar fama por sus milagros y agolparse la gente a Su alrededor, después de atenderlos y enseñarles, se apartaba a lugares desiertos y oraba, según consta en Lucas 5:15-16.
Aprendamos de Su ejemplo, y recordémoslo, sobre todo si nos llega la hora del éxito y la fama.
Continuando con Pedro, en el bien conocido caso de Ananías y Safira, tenemos otra muestra de la gran autoridad que el Señor le confirió, como así también de la sabiduría, sobriedad y aplomo con que actuaba.
Impregnado del Espíritu de verdad, detectó en seguida la mentira en que Ananías estaba envuelto, y pronunció la solemne y gravísima sentencia de que había mentido, más que a los hombres, a Dios mismo.
Tres horas más tarde, al llegar Safira que había estado ausente, bien pronto comprobó que ella había convenido con su marido en mentir. declarando una cantidad inferior a la real por la venta de su heredad.
En realidad, se trataba de una audaz incursión de Satanás, el padre de la mentira, buscando penetrar con ella en el terreno de la verdad de la flamante iglesia del Señor, recién nacida, a fin de contaminarla.
El hecho de que ambos cayeran expirando de inmediato a los pies de Pedro, no sólo echaba de ver la forma manifiesta en que el Señor respaldaba a Su siervo. Fue también una señal de alarma para todos los presentes, advirtiéndoles que pisaban tierra santa, y que toda mentira o hipocresía debían quedar totalmente desterradas.
Recordamos que en tiempos posteriores a los anales bíblicos. al producirse verdaderos avivamientos, hubo en alguna oportunidad el caso de quienes se mofaban, fingiendo burlonamente estar compungidos por el Espíritu Santo. Les costó muy caro, perdiendo la vida ipso facto, al igual que Ananías y Safira.
Volvemos a plantearnos la pregunta: en esas grandes reuniones y festivales de la actualidad, en los que se supone que hay una gran presencia de Dios, ¿por que no sucede nada drástico, cuando, como a veces pasa, algún intruso o carnal hace cosas indebidas, totalmente fuera de lugar?
¿Será una muestra más de la infinita misericordia del Señor, y de su paciencia y clemencia? ¿O será, como alguien ha sugerido, que la pretendida gran presencia del Señor no es tal, y por lo tanto, cosas de mala índole se pueden hacer impunemente?
Dejamos al criterio del lector u oyente, decidir para sus adentros cuál es la verdadera respuesta.
Volviendo a Pedro, llaman la atención los milagros portentosos que el Señor hizo a través de él. Tal vez sobresalga ente ellos, el que se sanasen enfermos que ponían en camas y lechos, al proyectarse su sombra sobre ellos.
Además, de los muchos enfermos y atormentados por malos espíritus que traían de las zonas circunvecinas, todos eran sanados o bien liberados.
Se trataba, evidentemente, de una visitación muy especial de Dios, y que estaba autentificando la resurrección de Jesucristo de una manera tan sorprendente e incuestionable.
Debemos puntualizar que seguramente, comprendiendo esto muy bien, en sus dos epístolas Pedro no hizo ninguna mención de estos milagros, ni de la resurrección de Dorcas, y la sanidad de Eneas, el paralítico que había guardado cama por ocho años.
Como ya señalamos, el único evento que citó fue el de la transfiguración, y toda su exhortación apunta en cambio al crecimiento de la vida espiritual y el fortalecimiento del carácter y la fe.
Es tan importante comprender que, más que lo que hacemos o decimos, lo que realmente cuenta y vale es lo que somos.
Acude a la mente del autor, el recuerdo de lo acontecido hace unas buenas décadas en la localidad de Lobería, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina.
Un joven siervo del Señor, de nombre Leo Mancebych, nacido en Ucrania, pero criado en la Argentina desde los tres o cuatro años de edad, fue usado prodigiosamente en el terreno de las sanidades.
Se trasladaba en bicicleta a la localidad mencionada los días Sábado. Acudían muchos enfermos para que orasen por ellos, de manera que había una larga cola. A medida que iban llegando se les daba una tarjeta, para los más graves una roja, y para los demás una verde.
Llegada una cierta hora, habiendo orado por todos los que se habían presentado, se marchaba y no se enteraba mayormente de los resultados hasta el Sábado siguiente, en que volvía de la misma forma, y a los mismos fines.
El testimonio de ese siervo fue que, en ese tiempo, que uno no se sanase en Lobería era un verdadero milagro – algo excepcional.
Como resultado, la farmacia o farmacias locales cerraron por falta de clientela, y en el hospital de la población se veía a médicos y enfermeras sentados en los bancos del jardín, conversando relajadamente y sin que tuvieran un solo paciente.
Un caso muy particular, fue el de un joven que estaba afectado de una gangrena sumamente avanzada. Al verla, Leo tuvo que hacer esfuerzos para evitar náuseas, ya que la pierna estaba totalmente putrefacta en el lugar de la infección.
Con toda franqueza e inocencia, me manifestó que él se ciñó a hacer una oración más bien breve y formal, al estilo de una extremaunción, no pensando que pudiese sanarse.
Al marcharse, el padre del joven se le acercó, preguntándole con cierta rudeza:
“Mi hijo, ¿se sana o no se sana? “
A lo cual, instintivamente y sin pensarlo, le contestó: “Es claro que se sana” con el más rotundo énfasis.
A poco de esto, montado ya en su bicicleta para emprender el regreso, se reprochó a sí mismo, diciéndose para sus adentros: “¿Cómo puedo haberle dicho semejante cosa? Ahora el joven se muere y qué falso y ridículo le resultaré a ese padre.”
Unos dos sábados más tarde, al acercarse a Lobería, para su asombro vio al joven andando en bicicleta con toda normalidad y completamente sanado!
Como todo esto que narramos puede suscitar dudas en algunos en cuanto a su veracidad, dada lo inverosímil de las cosas, hacemos un importante agregado.
Cuando le oímos al hermano Leo contar todo esto, hace ya unos buenos años, en compañía de varios siervos más en la localidad de La Reja, también provincia de Buenos Aires, estaba presente un hermano y siervo del Señor de apellido Benítez. Él había estado presente en Lobería en los días de esos milagros y afirmó:
“Yo estuve presente y lo que el hermano Leo ha contado, es sólo la mitad de lo acontecido en esos días.”
Leo falleció hace unos 24 años, pero tuvimos el placer y el privilegio de conocerlo personalmente durante los años 1990 al 1992, cuando mi esposa y yo, al igual que él, residíamos en el Gran Buenos Aires. Debo decir también que espiritualmente, Leo y yo teníamos una buena y muy edificante afinidad.
Seguía muy fiel al Señor, pero ese don extraordinario en la esfera de la sanidad física ya no operaba a través de él.
Lo que había pasado en Lobería, posiblemente se relacionó con algo que sucedió previamente en un instituto bíblico situado en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires.
Leo era uno de los jóvenes estudiantes, y junto con sus compañeros pasaba largas horas en intensa oración. Esto llamó la atención del profesorado, ya que no era algo que ellos habían intentado promocionar. Tal vez les daba cierto recelo, pero no se opusieron y dejaron que las cosas siguieran su curso.
Creemos que muy probablemente esa visitación de lo alto tan singular en Lobería, haya tenido su origen espiritual en esa intercesión de los estudiantes, de los cuales creo recordar que algunos acompañaban a Leo esos sábados en que iba.
Un último punto es que debemos tener muy en cuenta la humildad con que el hermano Leo actuaba, sin sentirse como “el hombre de la hora” ni nada de eso. Sabía que todo venía del Señor por Su pura gracia, y a veces, a pesar de su propia incredulidad, como en el caso del joven con la gangrena tan avanzada.
Pedro y Juan en Samaria.-
Retomando ahora el hilo principal, el capítulo 8 de Los Hechos nos cuenta la forma en que el evangelio se extendió a Samaria, por mediación de Felipe el evangelista.
Enterados de esto, los apóstoles en Jerusalén decidieron enviar a Pedro y a Juan, quienes al llegar, oraron por los nuevos convertidos para que recibiesen el Espíritu Santo.
Había habido grandes milagros de sanidad y liberación que trajeron gran regocijo a la ciudad, y además los creyentes fueron bautizados, pero se nos hace la salvedad de que el Espíritu Santo no había descendido sobre ninguno de ellos.
Todo el pasaje resulta muy instructivo. Notemos que por lo menos uno de los bautizados – Simón el Mago, como se le llamaba – era uno del cual no se podría decir que era verdaderamente renacido. Lo mismo se puede decir de Ananías y Safira, de la iglesia de Jerusalén, y a los cuales nos hemos referido con anterioridad.
La forma en que recibían el Espíritu Santo en este caso era por la imposición de manos de Pedro y Juan.
Presentamos dos puntos de interés sobre esto. Al igual que – seguramente como muchos otros – nos hemos planteado alguna vez la pregunta: ¿Cuáles serían las obras mayores que Jesucristo afirmó que harían los que creyesen en Él? (Juan 14:12)
Alguien ha sugerido que podría ser lo que pasaba con Pedro, cuando su sombra se proyectaba sobre los enfermos y se sanaban, pero no creemos que ésa sea la respuesta correcta. Los milagros que sucedían en esa ocasión eran de sanidad y liberación, de los cuales el Maestro ya había hecho muchísimos.
Opinamos que la clave está en las palabras finales del versículo en cuestión.
“De cierto, de cierto os digo: el que cree en mí, las obras que yo hago él las hará también; y aun mayores obras hará, porque yo voy al Padre.”
Antes de Su ascensión Él no podía mediar el Espíritu Santo en plenitud – sólo lo hizo de forma digamos parcial, al soplar sobre ellos, según consta en Juan 20:22. Esto fue como un anticipo que los capacitase para estar unánimes y en las debidas condiciones para el día de Pentecostés.
Una vez ascendido y glorificado Él (ver Juan 7:39) el Espíritu Santo pudo venir en plenitud, tal como lo hizo el día de Pentecostés. De ahí en adelante, Pedro y Juan lo pudieron mediar en esa plenitud, tanto en la ocasión en que estamos, acaecida en Samaria, como seguramente en otras posteriores.
Igualmente Pablo lo hizo en Éfeso unos años más tarde – ver Los Hechos 19:6, y desde entonces muchos siervos de Dios hemos podido orar por gente necesitada y comunicarles el Espíritu Santo, a veces con, y a veces sin señales que lo acompañasen.
Aunque sin querer ser dogmáticos sobre el particular, creemos que ésta es la interpretación correcta y más razonable que se puede dar a la promesa del Señor a que nos hemos estado refiriendo.
El segundo punto se deriva de los dos casos que hemos tomado – el de Pedro y Juan en Samaria, y el de Pablo en Éfeso – en que el Espíritu Santo fue mediado por apóstoles y con la imposición de manos.
Proclive como a veces suele ser la mente humana a precipitarse para llegar a conclusiones tajantes, no nos cabe duda de que algunos han afirmado en base a lo dicho, que ésa es la forma en que siempre se ha de mediar el Espíritu Santo.
Esto resulta inevitablemente en un restringir el obrar del Consolador, condicionándolo dentro de un vía muy estrecha – sólo apóstoles y por la imposición de manos.
Pero la inspiración que el mismo Espíritu Santo ha brindado al libro de Los Hechos en el capítulo siguiente, se encarga de dar un rotundo mentís a tal postura.
Efectivamente, ahí vemos al que iba a ser el gran apóstol, recibir la plenitud del Espíritu por la imposición de manos del fiel pero humilde discípulo Ananías, de Damasco. (Los Hechos 9:17)
Como si esto no bastase, en el capítulo siguiente tenemos el caso de la casa de Cornelio, sobre la cual cayó el Espíritu Santo soberanamente, a poco de que Pedro comenzase su discurso.
Leamos con atención todo lo que la Escrituras aportan sobre cada asunto determinado, y no tomemos uno o dos casos aislados para tomar conclusiones. Así tendremos una visión panorámica correcta, con el equilibrio que muchas veces viene de considerar en conjunto, los que parecen discordantes o polos opuestos, que en realidad no son contradictorios como pudiera parecer, sino complementarios, dentro de un todo muy grande y hasta cierto punto flexible.
Pedro en la casa de Cornelio.-
El capítulo 10 de Los Hechos nos relata minuciosamente el nacimiento de la primera iglesia de gentiles, que tuvo lugar en la casa de Cornelio en Cesarea.
Aquí lo vemos a Pedro haciendo uso de las llaves del reino de los cielos que Jesús le había prometido. Con ellas abrió la puerta para los gentiles, así como ya lo había hecho para los judíos el día de Pentecostés.
En el tema de las llaves, resulta interesante acotar que en algunos países, cuando un joven alcanza la mayoría de edad, en la celebración de su cumpleaños se suele como emblema darle una llave grande.
Con ella va implícita la verdad de que, a partir de esa fecha, al joven se le dará la llave de la puerta de calle, atendiendo a que ya tiene suficiente responsabilidad para hacer un buen uso de ella.
Eso va paralelo al principio de que, a medida en que avancemos en madurez y responsabilidad, el Señor nos va otorgando llaves que nos van abriendo nuevas puertas en Su servicio.
Tengamos bien en cuenta, que nunca nos podrá otorgarlas si todavía encuentra en nosotros lagunas de irresponsabilidad o inestabilidad, así como no se las acordó a Pedro antes de Pentecostés, cuando a pesar de todo su celo y devoción, daba muestras de inestabilidad y falta de madurez.
Su discurso en la ocasión en que estamos, en la casa de Cornelio, no fue extenso ni mucho menos, y en el mismo no encontramos ningún testimonio de sus experiencias personales, sino una clara presentación de las verdades cardinales del evangelio, es decir la muerte y resurrección de Jesucristo y la salvación y la vida eterna merced a Su sacrificio expiatorio.
De lo breve que fue su predicación nos dan clara muestras sus palabras “…y cuando comencé a hablar, cayó el Espíritu Santo sobre ellos.” pronunciadas más tarde en su explicación del acontecimiento en Jerusalén. (Los Hechos 11:15)
Por supuesto que él podía muy bien explayarse con rica abundancia, como lo hizo el día de Pentecostés. No obstante, en los sabios destinos divinos, el Espíritu descendió sobre todos los que le escuchaban, interrumpiendo su discurso y tomando un dominio total de la situación.
Como sabemos, a los judíos les costaba mucho concebir que la bendición se pudiese hacer extensiva a los gentiles también. El obrar del Espíritu de esa manera tan soberana e incuestionable, tenía el fin de que a ellos no les cupiese la menor duda de que era algo absolutamente de Dios.
También cabe señalar que el momento en que cayó el Espíritu sobre ellos, fue cuando Pedro acababa de pronunciar las palabras: “De este dan testimonio todos los profetas que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre.” (Los Hechos 10:43)
Con toda la vasta amplitud del evangelio, esta afirmación es en verdad una base fundamental, sobre la cual descansa y se apoya todo lo demás.
El Espíritu cayó en ese punto como rúbrica de esa afirmación, que podríamos decir que constituye la esencia del mensaje del evangelio, y con el agregado de que su absoluta veracidad estaba avalada por los profetas del Antiguo Testamento, cosa esta última que para los judíos tenía mucha importancia.
Se sobreentiende que sobre esa base inicial del perdón de pecados, luego se habrá de impartir mucho más, de las inescrutables riquezas del evangelio de Cristo. (Efesios 3:8)
De hecho, al quedar Pedro en Cesarea por algunos días (10:48) damos por sentado que habrá procedido en ese sentido.
Su fidelidad y perseverancia en el ministerio.
Como punto final, hemos de rendir tributo a su gran fidelidad y perseverancia, con las cuales cumplió cabalmente la labor que el Señor Jesús le había encomendado, de pastorear y alimentar Sus ovejas y corderos.
“Aconteció que Pedro,visitando a todos,vino también a los santos que estaban en Lida.”(Los Hechos 9:32)
“Por esto, yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis y estéis confirmados en la verdad presente.”
“Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación, sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como el Señor Jesucristo me ha declarado. También procuraré con diligencia que después de mi partida, vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas.” (2a. Pedro 1:12-15)
La cita de Los Hechos nos lo muestra en una etapa temprana de la iglesia primitiva, brindándose de lleno y viajando continuamente a todos los lugares del territorio que el Señor le había asignado.
“Otra vez con la mochila al hombro.” “¿Qué vas a hacer, Pedro?” le preguntarían.
Y su breve respuesta sería: “Voy a visitar y alimentar las ovejas y corderos del Señor.”
El llamamiento supone en verdad el derramar la vida de uno por la grey de Cristo.
El otro pasaje citado de 2a. Pedro, nos hace ver de forma evidente como seguía con todo tesón y fidelidad en esa labor, cuando se encontraba muy cerca del fin de su trayectoria.
Además, después de su partida, nos han quedado sus dos epístolas, con un riquísimo caudal para alimentarnos a nosotros, los creyentes de la actualidad, como así también a quienes nos han precedido en generaciones anteriores, y a cuantos se levanten en épocas por venir, hasta la segunda venida de nuestro amado Señor.
Interrumpimos este reconocimiento de Pedro y la gran obra que el Señor hizo en su vida, para señalar, no obstante lo que estamos diciendo, un fallo evidente que tuvo a mitad de su trayectoria posterior a Pentecostés.
“Pero cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara, porque era de condenar.”
“Pues antes que viniesen algunos de parte de Jacobo, comía con los gentiles, pero después que vinieron se retraía y se apartaba, porque tenía miedo de los de la circuncisión.” (Gálatas 2:11-12)
Como vemos, un rastro claro y evidente de su problema del temor de los hombres, que un tiempo antes le hizo negar a su Señor tres veces. El mismo no sólo lo afectó a él, recibiendo una merecida reprensión de Pablo, sino que “con su simulación participaron también otros judíos y el mismo Bernabé también fue arrastrado por la hipocresía de ellos.”(Gálatas 2:13)
Como nota conciliatoria, consignamos, no obstante lo anterior, la alusión de Pedro a Pablo cuando se acercaba al final de su trayectoria. “…nuestro amado hermano Pablo…” (2a. Pedro 3:15) Con esto surge con claridad que no había ningún rencor por la reprensión recibida, admitiendo seguramente que la misma había sido bien merecida.
Continuando ahora con la valoración de Pedro a partir de Pentecostés, la preciosa encomienda recibida del Señor, la cumplió con diligencia y cabalmente a todo lo largo del camino.
Estamos seguros que, al llegar el momento de su partida. Su conciencia estaría plenamente satisfecha, y al igual que su Maestro y Señor, podría decir con toda confianza: “He acabado la obra que me diste que hiciese.” (Juan 17:4b)
En conclusión, nos maravilla pensar cómo el Señor pudo tomar su vida – la de un pescador tosco y rudo, a quien probablemente nadie miraría por segunda vez – y forjar de ella un siervo tan ejemplar, que coronó su peregrinación terrenal como un mártir y un héroe de verdad.
Concluimos con el deseo de que cada lector u oyente pueda recibir y asimilar inspiración, ánimo y fortalecimiento espiritual del ejemplo de los próceres de antaño que hemos estado considerando.
En 1a. Corintos 3:21-22, hablo nos dice: “…todo es vuestro, sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas (Pedro) todo es vuestro.”
Estos personajes célebres de las Escrituras que hemos tomado, a partir de Moisés en adelante, son todos nuestros. Un verdadero regalo de Dios, para que aprendamos, nos enriquezcamos y cobremos nuevas fuerzas para proseguir hacia adelante.
Que cada uno de nosotros sepa valorar y aprovechar debidamente tan precioso regalo. Amén.
F I N