SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR – Octava parte
SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR
Octava parte
Recuperando las ciudades perdidas. (3)
La ciudad del amor
Pasamos ahora a la siguiente ciudad a recobrarse – la del amor.
“Todo aquel que ama es nacido de Dios, y conoce a Dios.” ”Dios es amor, y el que permanece en amor, permanece en Dios y Dios en él.” (1ª. Juan 4: 7 y 16)
Estas dos citas nos puntualizan tres virtudes fundamentales del verdadero amor: nuestra procedencia de Dios (por el renacimiento), nuestro conocerle a Él, y nuestro permanecer en Él.
Es decir, que es la fuerza vital que nos engendra y alumbra, y al mismo tiempo nos sostiene y sustenta en nuestro conocimiento de Él, y en perseverar y continuar en unidad con Su bendita persona.
Cuando salimos de la órbita del amor, para entrar en la suspicacia, la desconfianza, el rencor o lo que fuere, imperceptiblemente nos deslizamos de ese lugar tan bendito de unión y comunión con el Dios de amor, para caer bien pronto en una esfera totalmente diferente. En ella, a menos que lo advirtamos prestamente y retornemos de verdad al lugar que nos corresponde, sólo nos esperan fracasos, desengaños y quebrantos de corazón.
Es tan hermoso amar de verdad y morar cada día en el reino del amor! Allí no hay sombras, dudas ni temores; la dicha y la dulzura de sabernos amados y cobijados por semejante Dios y Padre, y corresponder a ese amor prodigándole cada día nuestra tierna gratitud y devoción – eso en sí representa un pequeño pero fiel anticipo de lo que será la eternidad gloriosa que nos espera con Él en el más allá.
Pero cómo recuperar esta ciudad tan preciosa cuando se la ha perdido, es lo que verdaderamente nos interesa aquí. En un terreno práctico y real no podemos señalar una fórmula o receta fija, porque desde luego, no la hay, dependiendo en mucho de las causas o circunstancias que produjeron su pérdida, y de la mayor o menor gravedad de cada caso.
Sin embargo, para el lector u oyente deseoso de veras de ponerse a cuentas en esto tan fundamental, consignamos a continuación algunos principios y consejos, que, bien entendidos y aplicados, seguramente podrán traer buenos resultados.
En primer lugar, se necesita sabiduría y discernimiento de lo alto, para tomar conciencia del primero o los primeros pasos en falso que comenzaron a hacer mella en nuestra relación de amor con el Señor y nuestros hermanos.
“Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras” (Apocalipsis 2:5)
Este recordar va a menudo más allá de un mero ejercicio de memoria a nivel mental, por tratarse muchas veces de situaciones en que ha habido una tentación o un lazo tendido sutilmente por el enemigo declarado de nuestra alma.
Siendo su esfera la del odio y la amargura a ultranza, no nos ha de extrañar que dirija una parte importantísima de sus esfuerzos por introducirse en nuestra vida con su ponzoña tan malvada y engañosa. Y uno de sus ardides consiste en tratar de borrar todo rastro del punto en que uno cayó o dio el primer paso en falso. De esta manera, queda borrado de la mente de uno, o bien, si se lo recuerda, no se le atribuye ninguna importancia. Sin embargo, allí puede estar la clave de la recuperación, y con frecuencia nos encontramos con que hace falta un rayo de la iluminación del Espíritu Santo – el de los siete ojos, que todo lo escudriña – para hacerle recordar a uno de dónde ha caído.
A continuación, y en segundo lugar, claro está que debe haber un real arrepentimiento, con el retorno a la senda anterior de la plena obediencia y la consagración sin retaceos.
En este trayecto, seguramente que se encontrará que al punto de dejarse el primer amor, el vacío bien pronto se llenó con otros amores e intereses – todos abiertamente reñidos con lo celestial – y casi insensiblemente pasaron a invadir el alma, usurpando el lugar central y principal de ese amor supremo, que nunca se resigna a quedar desplazado y en un rincón, por así decirlo.
Así la lucha consistirá en reconocer claramente esos amores e interese ajenos, y con el arma de la oración y buscando la virtud del Espíritu, proceder a una “poda” implacable y total, hasta saber con toda certeza que en el centro del corazón y de la voluntad de uno, reina otra vez ese amor celestial, ordenándolo y bendiciéndolo todo, como lo hacía antes.
Y de ahí en más, cada día ponerse al pie de esa fuente eterna del amor – el GRAN DIOS DE AMOR – y beber abundantemente de ella.
“”…el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.” (Romanos 5: 5)
El tiempo del verbo en el original griego es el presente continuo, que nos habla de algo hecho en un punto de tiempo en el pasado, con un efecto y continuidad constante hasta el presente.
Quitemos pues todo estorbo, cualquiera que sea su índole, y puestos al pie de la fuente, dejemos que esos benditos raudales se continúen derramando a diario en nuestro ser. Así nos encontraremos con la gran dicha de haber recuperado la maravillosa ciudad del amor.
Aunque esta octava parte ha resultado bastante breve, dejamos aquí para pasar en la novena parte a una pausa, con consideraciones generales de importancia en varios sentidos, y que será bastante extensa.
F I N