SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR – Décimo cuarta parte
SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR
Décimo cuarta parte
La culminación de una vida intachable (1)
Dijimos en la introducción que no nos íbamos a limitar al tema de la restauración, aunque éste iba a ocupar el lugar principal.
La vida de Samuel, tan ejemplar y hermosa en todo sentido, merece que le dediquemos unas buenas páginas, Hay mucho en su trayectoria tan singular que nos puede servir de inspiración y enriquecimiento de muchas maneras.
- El circuito armonioso.-
“Y juzgó Samuel a Israel todo el tiempo que vivió.”
“Y todos los años iba y daba vuelta a Betel, a Gilgal y a Mizpa, y juzgaba a Israel en todos estos lugares.”
“Después volvía a Ramá, porque allí estaba su casa, y allí juzgaba a Israel; y edificó allí un altar a Jehová.” (1ª. Samuel 7:15-17)
En una vida que está arraigada en Dios, siempre se disciernen, entre otras cosas, la armonía y el orden propios de la voluntad de Dios y de andar en ella fiel y continuadamente.
Este circuito anual de Samuel resalta en ese sentido. No tanto en el aspecto geográfico y en cuanto a distancias, como en la constancia de hacelo todos los años, todo el tiempo que vivió. Así se daba a cada israelita la oportunidad de que su causa fuera oída y juzgada por el varón de Dios, ungido e íntegro, a través el cual el Monarca Celestial gobernaba a Su pueblo.
En la alegoría de lo espiritual vemos aun con más claridad esa armonía, acompañada de un perfecto equilibrio que abarca lo celestial y lo terrenal, lo individual y lo colectivo, en esos cuatro puntos cardinales del orden de Dios para Israel en ese entonces.
Así empezaba por Betel, Casa de Dios, con todo lo que ello supone, incluso la asociación de ideas que brotan de ser ése el lugar donde primero se le apareció el Eterno Jehová a Jacob, que más tarde iba a ser el padre de las doce tribus de la nación.
Seguidamente venía Gilgal, que quier decir rodar, porque allí Dios había hecho rodar el oprobio de Egipto, al ser circuncidados los varones del pueblo que había cruzado el Jordán para entrar en la tierra prometida, como señal del pacto entre el Señor y ellos.
De ahí pasaba a Mizpa, la torre del vigía y también el lugar de la unidad, como ya hemos visto anteriormente.
Finalmente retornaba a Ramá, el lugar de su residencia, donde también juzgaba a Israel, y debemos notar como algo de mucho valor e importancia, que a pesar de las demandas sobre su tiempo y sus fuerzas que le significaba el atender a los demás lugares, no descuidó el edificar un altar a Jehová allí, donde había nacido y donde luego tuvo su hogar y su familia.
Quien vive bajo los dictados de la carne en cualquiera de sus formas, aparte de muchos otros males que se acarrea, a menudo se encuentra en un marco de desorden que a veces puede llegar a ser caótico. Por lo contrario, la vida anclada en el Señor siempre ostenta un precioso orden que la hermosea. Ese orden no es rígido, reglamentado ni legalista, sino libre y espontáneo, a la vez que dinámico, armonioso y fructífero.
1) El siervo identificado con el corazón de Dios.-
Jesús dijo en una oportunidad:
“Si alguno me sirve, sígame, y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor.” (Juan 12: 26)
Al verdadero siervo le toca, en mayor o menor medida, seguir el camino ya andado por su Señor. Éste lo ha de llevar, a través de la resurrección, a compartir a su debido tiempo el trono en las alturas según vemos en Apocalipsis 3: 21, entre otros pasajes. Pero ese camino glorioso tiene anteriormente dos lugares muy importantes: Getsemaní y el Gólgota. Por ellos, de una manera u otra, el siervo tiene inevitablemente que pasar, y ello es lo que a la larga le ha de otorgar sus verdaderas credenciales.
Aparte del efecto purificador y santificador que esto produce, está la razón importantísima de que lo lleva a participar en los quebrantos y padecimientos de su Señor, por lo menos en cierta medida. Esto a su vez lo une estrecha y entrañablemente con Él, para así sentir y comprender, por así decirlo, el mismo latir de Su corazón. Y de esta relación de unión y comunión con su Dios y Señor, brota el siervo que de verdad lo conoce y está habilitado para hablar la palabra de Dios con la voz y el acento de Dios.
Esto lo vemos claramente ejemplificado en la coyuntura en que los ancianos de Israel le pidieron a Samuel que les constituyese un rey que los juzgase, “como tienen todas las naciones.”
Esta petición le cayó muy mal, y oró al Señor, quien en seguida la contestó:
“…no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado para que no reine sobre ellos.” (1a. Samuel 8: 7)
Evidentemente, lo que le dolía profundamente era que, después de haberlos servido toda una vida con nobleza, desinterés e integridad, librándolos del dominio y la opresión de los filisteos, y restaurando la bendición y prosperidad que habían perdido, pensasen en cambiar fundamentalmente el patrón de gobierno que había existido hasta entonces.
Como ya esbozamos anteriormente, éste consistía en el reinado de Dios sobre ellos, canalizado en la práctica a través del siervo elegido y levantado por Él para ese fin, y que era Samuel en ese tiempo, así como lo habían sido Moisés, Josué y otros con anterioridad.
En realidad, el pedido de los ancianos se justificaba en parte por la conducta de sus hijos Joel y Abías, a quienes había puesto como jueces en Beerseba y que no andaban en sus caminos, de lo cual nos ocuparemos más adelante.
Pero había una razón de fondo más fuerte que ésa, y era ni más ni menos que desechar el reinado del Señor mismo, a Quien le debían todo lo que eran y tenían. Esto era algo muy lamentable y muy doloroso por cierto para Jehová su Dios, y para Samuel también, que en todo esto estaba muy estrechamente compenetrado.
“Y habiendo visto que Nahás, rey de los hijos de Amón venía contra vosotros, me dijisteis: No, sino que ha de reinar sobre nosotros un rey, siendo así que Jehová vuestro Dios era vuestro rey.” (1a. Samuel 12:12)
¿Cuál habría sido el camino correcto en esa situación, habiendo envejecido Samuel, y no siguiendo sus hijos el camino de la rectitud?
Creemos que Israel debería haber pedido a Dios que levantase un varón digno, como sucesor de Samuel, para poder continuar así en el orden divino del reinado de Dios sobre Su pueblo de la manera ya señalada. Ese orden, siempre que ellos habían guardado fidelidad y obediencia, había funcionado idealmente con la consiguiente bendición y prosperidad, además de procurarles la victoria toda vez que los enemigos que los rodeaban se habían levantado contra ellos.
Si en etapas pasadas habían pasado hambre, miseria y el oprobio de ser vencidos y atribulados por sus enemigos, ello se debía exclusivamente a su infidelidad y desobediencia, crónicas y obstinadas por cierto, y ellos lo sabían muy bien. El camino claramente correcto era el de arrepentirse de verdad y volver a la senda de la fidelidad y obediencia.
Pero ahora, a la luz del versículo que citamos más arriba, podemos deducir lo que posiblemente los haya inducido a pedir un rey. Al ver que sus atacantes los amonitas venían bajo la dirección de un rey, querían ser como ellos y tener su propio rey. Seguramente, además de la voz de mando, fuerte e imponente, habían visto la pompa de su vestimenta llamativa que llevaba, tal vez unos galones dorados, también muy llamativos, y la escolta que lo protegía, a la par que probablemente una personalidad poderosa que impresionaba fuertemente e imponía respeto y hasta temor.
Y claro está, todo esto en contrate con el siervo manso y humilde que los presidía a ellos, incapaz de levantar la voz para injuriar a nadie, y que para recibir instrucciones del Rey invisible, con frecuencia se pasaba largas horas delante de Él, a solas en su aposento o en algún lugar solitario que pudiera encontrar.
Es otra versión de lo que llamaríamos el tema de los dos senderos, sobre el cual la Biblia nos traza un hilo histórico que va del Génesis al Apocalipsis, en múltiples manifestaciones muy variadas, pero interiormente con los mismos principios que los sostienen e impulsan.
Se trata de la senda de apoyarse en lo que se palpa y se ve por un lado, y en lo intangible e invisible y sus recursos por el otro; o bien la carne y el espíritu; lo terrenal y humano – lo celestial y divino; las cosas que se ven y son temporales, y las que no se ven y son eternas; lo que ensalza al hombre y lo que glorifica a Dios, y así sucesivamente.
Interrumpimos aquí para continuar en la décima quinta siguiente.
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