SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR – Décima parte
SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR
DÉCIMA PARTE (1)
Recuperando las ciudades perdidas. (4 – 1)
Después del largo paréntesis de la novena parte, en la cual nos explayamos sobre consideraciones generales, retomamos ahora el hilo central, pasando a la siguiente ciudad a recuperarse:
La ciudad de la gracia de Dios.-
En el Antiguo Testamento la palabra gracia aparece mayormente en la expresión “hallar gracia en los ojos de…” ya sea del Señor o de alguna persona, tal como el rey o algún superior. El sentido es el de encontrar favor o bondad de su parte.
En el Nuevo tiene un sentido más rico y variado. En primer lugar, entre varios otros, está el del favor inmerecido y gratuito, como aparece en la tan bien conocida cita de Efesios 2:8-9 – “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.”
No obstante, la acepción con la que más veces aparece no es ésa, sino otra, en la que se denota la virtud o capacitación divina que hace que hagamos o bien sobrellevemos algo que, librados a nuestros propios recursos, nos resultaría imposible. Entre muchos ejemplos tenemos lo que Pablo escribe en 1ª. Corintios 15:10:
“Porque por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.”
Se trata, como decimos, de una suficiencia que no es nuestra, sino de Dios, y que se manifiesta y fluye en una gran variedad de formas, de tal manera que Pedro, con mucha propiedad, la llama “la multiforme gracia de Dios.(1ª. Pedro 4:10)
Como esto es algo que abarca casi todas las esferas de la vida cristiana y el ministerio en general, nos hemos de extender bastante sobre la misma.
Pero primeramente pasamos a un recuerdo de algo hermoso acaecido hace ya unos buenos años, pero que resulta muy ilustrativo.
En los comienzos de la década de los 70 del siglo pasado, cuando nos encontrábamos haciendo vida comunitaria en las afueras de Madrid, mi esposa y yo tuvimos un caso risueño y candoroso del fluir de esa gracia a través de nuestro cuarto hijo, que en ese entonces creo que no llegaba a tener tres años de edad.
Resulta que las hermanas le habían estado testificando a una vecina de nombre Esperanza, diciéndole que no bastaba tener una creencia o religión tradicional, sino que era imprescindible llegar a tener una experiencia personal y viva con Jesucristo para poder tener el perdón, la salvación y la ida eterna.
Esto le resultaba completamente nuevo y casi incomprensible e inaceptable, pues siempre había pensado
que estaba bien con Dios y bastaba seguir siendo y viviendo como siempre lo había hecho.
Así las cosas, evidentemente intrigada por lo que le decían las hermanas, decidió secretamente ponerlo a prueba. Y lo hizo de una forma muy curiosa: nuestro hijo de dos años y medio de edad, que era el niño mimado de la comunidad y el vecindario, iba a ser el que le habría de dar la respuesta a su interrogante.
“Si logro decir que me quiere” se dijo para sí, “será señal segura de que Dios está conforme conmigo, y no haré más caso de esto que me están diciendo.”
Así que lo invitó comer, poniendo delante de él un verdadero banquete, que el niño aprovechó con todo gusto y ganas, incluso el exquisito postre, que iba acompañado de un rico helado,
Al terminar de comer, con una sonrisa en los labios, y llena de confianza, Esperanza le preguntó:
“¿Me quieres?” – segurísima de que la respuesta sería afirmativa.
Sin embargo, cuán grande fue su asombro cuando el niño, con parte del helado todavía chorreando en sus mejillas, le contestó con un rotundo “NO” !
No lo podía comprender, ni mucho menos aceptar, Después de agasajarlo con tanta bondad y cariño, que le dijese que no la quería!
Increíble casi; pero ahí lo tenía delante de sus ojos, y le había oído darle con toda claridad ese NO que hasta le parecía tan cruel. Y ¿sería posible que ésa fuera la respuesta que Dios le daba?
¿Que Él, contra todo lo que suponía, después de todo no estaba conforme con ella?
Evidentemente, el Señor le estaba hablando en todo esto que le parecía tan extraño. No mucho después, un Viernes por la noche, asistió a una reunión de la comunidad invitada por las hermanas.
Después de la alabanza, la palabra fluyó con sencillez y claridad, encauzada a través de la experiencia de Zaqueo que se nos narra en Lucas 19. Posiblemente lo que le tocó más fue oír como Zaqueo, invitado por Jesús que bajase de esa posición tan alta en el árbol sicómoro al que se había trepado y le recibiese en su hogar, dcscendió gozoso y con prisa, abriéndole de par en par la puerta de su corazón y su vida.
Al final de la palabra, profundamente conmovida, Esperanza se puso de rodillas, y llorando a raudales se entregó ahí mismo al Señor con toda sinceridad, concluyendo la reunión en un marco de gozo y satisfacción.
A la mañana siguiente, sin saber nada de lo que había acontecido, el niño se levantó temprano, como a eso de las 7 de la mañana, Era más o menos a primeros o mediados de Junio, con un clima bastante templado, así que con sólo el pijamas con que había dormido y sin ni siquiera ponerse las zapatillas, salió de su habitación que compartía con sus dos hermanos, que eran mayores que él. Cruzando el jardín y el alambrado que lindaba con el de la vecina Esperanza, llegó a la puerta de la cocina, golpeando con fuerza para llamarla.
“¿Quién será que viene a golpear a la puerta de eta forma y a esta hora? se preguntó sorprendida.
Cuál sería su asombro al abrir y encontrarse con el mismísimo pequeñito en su pijama y descalzo, con una gran sonrisa en su rostro, y sus brazos abiertos de par en par para darle un fuerte abrazo y un beso!
Ahí estaba, rotunda y clarísima la respuesta a su pregunta. Ahora que había recibido de verdad al Señor Jesús en su corazón, Dios estaba satisfecho con ella.
Y para que no le cupiese ninguna duda , Dios le enviaba el mismo niño que antes le había dado ese NO tan desconcertante, después de haberle dado ella ese banquete tan opíparo, que en un sentido venía a representar sus obras y méritos.
A través de él y de su tierno pero fuerte abrazo, ahora que ella había recibido el regalo de la vida eterna en Cristo Jesús, le aseguraba Su absoluta satisfacción.
En este caso, la gracia divina fluyó a través de la inocencia de un niño sobre el cual estaba la mano de Dios. Y no debemos olvidar que en más de una ocasión Jesucristo enseñó a Sus discípulos que la disposición de un niño, mansa, humilde y sin la vanidad y las complicaciones del adulto, es tan importante para los que desean contar con la verdadera aprobación de Dios.
Tenemos la impresión de que ese aspecto de la verdad, en general, no se tiene muy en cuenta ni se enseña hoy en día.
No obstante, para ser canales idóneos para recibir y transmitir la gracia de Dios, debemos cultivar esa actitud de humildad no fingida, que nos hace sentirnos y sabernos muy pequeños, muy poca cosa, necesitados totalmente de esa gracia que viene de lo alto, y sin la cual nuestros mejores esfuerzos, nuestra experiencia y acopio de conocimientos a través de los años, y en fin, todo lo que brota de nosotros mismos, de poco o nada sirve a los efectos de producir fruto espiritual, real y perdurable.
El arte, o tal vez mejor dicho la capacidad de despojarnos de todo lo nuestro – vanidad, protagonismo, autosuficiencia y tanto más – sólo viene cuando nos sometemos como niños dóciles a la santa tutela del Espíritu. Para esto, a menudo Él tiene que llevarnos a un estado de impotencia y vacío, a veces físicamente, otras en el orden espiritual o en el no saber lo que debemos hacer, decir o predicar, según el caso.
Esa impotencia y ese vacío, ese lugar en que nos presentamos ante el Señor como no teniendo ni sabiendo ni pudiendo ni siendo nada, es lo que le permite a Él fluir sin estorbos para cristalizar sus designios de bendición, salvación y vida eterna.
La mente natural y la perspectiva de todo el entorno que nos rodea van en sentido diametralmente opuesto a lo que acabamos de puntualizar, y en muchas oportunidades vemos que invaden la visión y la vida de muchos cristianos e iglesias, que las llegan a desconsiderar y aun a veces a despreciar – ese camino sencillo y limpio de la verdadera fe que se apoya en Dios en todo y para todo.
En realidad, para nuestra disposición carnal y humana no es un camino fácil, pues como hemos dicho, exige que nos despojemos y vaciemos de todo lo nuestro, a todos los niveles, y que lo hagamos siempre. Y somos tan proclives a apoyarnos en lo que sabemos y tenemos, o bien en lo que vemos que hacen otros, ya sea dentro de la misma iglesia o fuera de ella – y aparentemente con éxito.
Así vemos que resulta tan fácil perder esta preciosa ciudad de vivir y funcionar en el fluir de la genuina gracia de Dios.
La gran variedad de formas en que esto puede suceder, como hemos señalado anteriormente, se encuentra reflejada de forma alegórica en el Antiguo Testamento, dentro del marco de la historia del pueblo de Israel. También lo hallamos en el Nuevo, pero de forma expresa y directa.
Como estamos en el terreno el Antiguo – en tiempos de Samuel – nos ceñimos mayormente al mismo por ahora, aunque no de forma exclusiva.
Ya hemos tocado la comparación del carro nuevo de los filisteos para trasladar el arca. También hemos citado el pecado de Israel en pedir un rey que los juzgase igual que las demás naciones, a lo cual pasamos a referirnos ahora de modo más concreto.
En más de una ocasión hemos visto situaciones de iglesias de hombres y mujeres aptos para llevarlas adelante, donde sólo hacía falta que tomasen la responsabilidad y se pusiesen de acuerdo sobre quién haría cada cosa, pues había entre ellos quienes estaban capacitados para liderar, predicar, enseñar, evangelizar, realizar visitas pastorales, ejercer diaconados, y en fin, llevar a cabo toda la gama del ministerio local.
Sin embargo, por el móvil secreto de no querer asumir la responsabilidad – en otras palabras, llevar el arca sobre sus propios hombros – optaron por buscar y traer un pastor diplomado en un seminario.
Al ser éste una persona importada – valga la palabra – y con una formación muy distinta del mover en que habían nacido y se habían criado, por más buena intención y esfuerzo laborioso que se hubo, después de la “luna de miel” inicial, de duración entre seis meses y un año, generalmente comenzaron a surgir fricciones y desavenencias que desembocaron en una dimisión forzada, quedando ambas partes – el pastor contratado y la iglesia – dolidas y muy frustradas.
Con todo, debemos señalar, que es bien cierto que en algunos casos no sucedieron ni suceden así las cosas, sino que ha habido y hay una buena adaptación y los resultados han sido muy favorables.
No obstante, lo negativo consignado anteriormente lo hemos visto acontecer no pocas veces, y en verdad bastantes más que las favorables, que casi consideramos como las excepciones.
Lo contrario de esto – es decir la cara o el anverso de la moneda – es lo que pasó en los albores el movimiento del Espíritu de Dios dentro de España entre el pueblo gitano, hacia fines de la década del 60 del siglo pasado. De ese mover surgieron las muchas iglesias que hoy día se conocen con el nombre de Filadelfia, esparcidas por todo el territorio de la Península Ibérica, y en las islas Baleares y las Canarias.
En un principio, al convertirse tanta gente entre ellos, bien pronto surgió la pregunta ¿Y ahora, quiénes van a pastorear a estos nuevos convertidos? ¿Y quiénes han de llevar la responsabilidad de encauzar y dirigir esta obra?
Como entre ellos no había hombres de experiencia ni ministerios formados, el razonamiento de la lógica humana habría señalado el camino de traer de otra parte pastores y líderes avezados y con años y décadas de ministerio.
Pero en su sencillez de niños casi recién nacidos, sólo atinaron a ponerse de rodillas y clamar a Dios que les mostrase lo que debían hacer. La repuesta fue rápida y clara: no traer y nombrar nadie de afuera – que eso con toda seguridad habría resultado desastroso. Ni siquiera a los ministerios del movimiento gitano francés, en el cual habían tenido su origen, si bien en los primeros años algunos de ellos colaboraron en pequeña medida.
En vez, espontáneamente brotó un reconocimiento mutuos de varios de los hermanos presentes como llamados del Señor, los cuales asumieron el desafío y pusieron manos a la obra de inmediato.
Fue como abrazar el reto – reto sagrado y bendito a la vez – de “llevar el arca sobre los hombros”, y estos preciosos hermanos no lo rehuyeron, sino que lo enfrentaron como se lo debe enfrentar, contándolo como un altísimo honor.
Bien es cierto que en un principio también recibieron la aportación valiosa de varios siervos no gitanos, que de forma desinteresada y fiel apoyaron, enseñando e incluso poniendo a disposición de ellos parte de sus instalaciones, para que en ellas se pudiesen reunir. lo cual resultó muy provechoso y oportuno.
Pero lo cierto es que con el tiempo ellos se fueron formando como siervos aprobados y experimentados, y actualmente cuentan en sus filas con una legión de buenos siervos, con una gran variedad de dones y talentos, y lo que es muy importante también, con un liderazgo colectivo de unos quince o más varones, padres de la obra, que velan celosamente por ella.
Llama la atención que la estatura y calibre espiritual de todos ellos es muy semejante, sino igual, lo que los ha guardado de caer en el peligro de tener a uno que sobresalga como cabeza sobre los demás, con las dificultades y problemas que esto hubiera acarreado. Siempre lo han tenido muy claro que la obra era demasiado grande para que la llevase uno solo – que hacía y hace y hará siempre falta un colectivo.
Además, por el trasfondo histórico y cultural del pueblo gitano, tienen muy claro el concepto de la unidad y siempre ha sido una norma entre ellos interponerlo a las diferencias de criterios que en algunos casos pudiesen tener. De este modo – y lo decimos con temor y temblor, y además, amándolos de verdad y deseando que sigan siempre así – hasta el día de hoy el número de divisiones que han tenido en sus iglesias, sobre todo comparado con lo que sucede entre muchas de las iglesias no gitanas, ha sido escaso o tal vez mínimo, lo cual no nos cabe duda que glorifica a Dios.
Como todavía hay mucho que señalar y comentar sobre este tema de la gracia de Dios, interrumpimos aquí para continuar en la undécima parte.
F I N