LA INTERCESIÓN DE CRISTO – CUARTA PARTE
LA INTERCESIÓN DE CRISTO
CUARTA PARTE
Antes de pasar a la parte final de la oración de Cristo en Juan 17, pasamos a considerar la crucifixión, la cual es la base – el fundamento – de su labor intercesora.
En Juan 19:17-18 leemos lo siguiente: “Y él, cargando su cruz, salió al lugar llamado de la Calavera, y en hebreo Gólgota; y allí le crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio.”
Esta forma de narrarla, al igual que las otras tres en los evangelios sinópticos, es escueta, y aun más que eso, sumamente abreviada.
En efecto:- por empezar, no debemos pensar de ningún modo que al crucificado se lo tenía en pie, y uno detrás de él, tratando de sostener firmemente la cruz, mientras otro delante intentaba atravesar sus manos y pies con los clavos. Esa forma no sería correcta ni eficaz.
Lo que se hacía era colocar la cruz horizontalmente en tierra, y al crucificado encima de ella con una cuerda para asegurarlo, si bien para el Señor la misma no haría falta.
Luego de clavar las manos y los pies, asegurándolos firmemente en la cruz, hacía falta dos para levantarla, y ponerla con la base en un hoyo, el cual estaría cavado de antemano para ese fin. Uno de los dos tenía que sostenerla, mientras que el otro, tras echar tierra y piedras en el hoyo, le daba a su alrededor con un pisón para que quedase bien firme.
No sabemos a ciencia cierta si para crucificar a los otros dos malhechores participaron otros dos, o bien otros cuatro, lo cual hubiera disminuido el tiempo empleado.
Pero ahora tenemos que reflexionar sobre el dolor intensísimo de tener suspendido todo el peso del cuerpo – digamos de unos 75 u 80 kilos – por dos manos y dos pies atravesados por los clavos. Se sabe que la crucifixión era en ese entonces la pena para los peores malhechores.
A lo precedente tenemos que agregar los crueles azotes recibidos anteriormente, al igual que el ser escupido y afrentado vilmente, y recibir cachetadas y puñetazos en el rostro – en fin, algo horroroso, que nos conmueve y estremece al señalarlo. Y agregamos que todo esto que Él hizo, absolutamente ningún otro lo pudo ni lo quiso jamás hacer.
Durante las 6 horas que se estima que estuvo levantado en alto en la cruz, el Señor habló en 8 ocasiones, a saber: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.” – “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” – ”Mujer, he ahí tu hijo”- “He ahí tu madre” – “Eloi, Eloi, lama sabactani” – “Tengo sed – “Consumado es” – “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”
Pronunciar las ocho le habrá llevado como máximo en total un minuto, lo que nos lleva a la asombrosa verdad del solemne e insondable silencio del Crucificado en el Calvario durante cinco horas y 59 minutos!
Al mismo tiempo notemos su preocupación por los demás – los que sin saber lo que hacían lo estaban crucificando, por el malhechor arrepentido, por su madre necesitada, sobre todo al ser traspasada su alma por una espada (ver Lucas 2:34-35)
¡Como si el dolor indecible y la agonía que Él estaba padeciendo no tuviese ninguna importancia – lo que interesaba era el bien y la bendición de los demás que le rodeaban!
Redondeo sobre esto afirmando sin temor a equivocarme, que sólo en el más allá, cuando conoceremos como somos conocidos (1a. Corintios 13:12) alcanzaremos a comprender en su colosal magnitud el sufrimiento moral, emocional, espiritual y físico de nuestro amado e incomparable Señor Jesús. El solo escribir todo esto me conmueve profundamente.
Que nos sirva de motivación para amarlo más que nunca y darle lo mejor de nuestras vidas, a fin de que por la gracia del Espíritu Santo, cuando Él se manifieste, lejos de tener que alejarnos avergonzados por una vida mediocre, podamos tener plena confianza – (1ª. Juan 2: 28) – porque a pesar de nuestra pequeñez, le habremos dado lo mejor de nuestras vidas.
Ahora sí pasamos a su oración final en el versículo 24: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también estén ellos conmigo, para que vean mi gloria que tú me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo.”
Se divide en dos partes. En la primera pide que aquellos que le hemos sido dados por el Padre, estemos con Él.
El dolor agonizante del cual ya hablamos – prueba de Su amor insondable por nosotros, que somos como un tesoro preciadísimo recibido del Padre – le hace sentir que el cielo no sería cielo para Él si no estuviésemos allí, a Su lado para siempre!
En la segunda parte, se revela otro fin maravilloso – absolutamente inefable – que también perseguía como meta esa primera parte, a saber “para que vean mi gloria que me has dado.”
Esa gloria, que nos apresuramos a señalar – será deslumbrante – algo nunca jamás visto ni conocido aquí en la tierra – no era Suya, sino del Padre, Quien amándolo tan eterna, tierna y entrañablemente, quiso compartirla con El, Su Hijo amado.
Por otra parte, también debemos puntualizar que el bendito Espíritu Santo también es partícipe de esa gloria, de lo cual se nos da cuenta en 1a. Pedro 4: 14:-
“…sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros.”
Antes de seguir adelante, ubiquémonos mentalmente en esa situación celestial. El Trino Dios – Padre, Hijo y Espíritu Santo – entronizados en las alturas, revestidos de una gloria que por su magnificencia sin par resulta imposible de describir por nosotros, con nuestra gran limitación de seres tan pequeños y finitos.
Y pasamos ahora a 1ª. Juan 3: 2:- “Amados, ahora somos hijos de Dios y aun no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos como él es.”
Es decir, que de esa gloria magnífica e indescriptible, también seremos revestidos los verdaderos hijos de Dios.
Bien podemos imaginar el asombro de las huestes angelicales. Sabedoras de que ya habíamos sido perdonados, santificados y dignificados – pero ahora, vernos luciendo en el cielo esa hermosura sublime y magnífica – eso sí que no entraba en sus cálculos ni previsiones!
Podríamos decir que éste es el pico más alto – si os vale, el Monte Everest en la cordillera del Himalaya – pero que no lo debemos escalar – jamás lo podríamos hacer – sino que somos llevados a la misma por Su gracia infinita.
En conclusión inmediata, antes de cerrar en oración, nos hacemos eco de lo que a través de los años, muchos siervos y siervas del Señor han pronunciado con tanto peso, a saber, que en CRISTO, EL HIJO AMADO, HEMOS GANADO MUCHO, MUCHÍSIMO MÁS DE LO QUE PERDIMOS EN ADÁN.
Oración final.-
Bendito Padre Celestial, Amado Señor Jesús, Espíritu Eterno – muchísimas gracias por tener preparado para nosotros un clímax tan augusto y encumbrado, digno de Ti, El Trino Dios de toda gracia.
No obstante, sentimos la gran necesidad de tener muy presente la verdad inscripta para nuestra admonición y provecho: – “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.” (1ª. Juan 3:3)
Ayúdanos con Tu gracia para que en lo que nos resta de nuestra peregrinación terrenal, así lo hagamos, y a carta cabal.
En el nombre y por los méritos de Jesús, el Nombre sobre todo nombre. Amén.
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