Capítulo 9
El encuentro con Melquisedec (1)

Siguiendo el relato, como lo hemos estado haciendo, de la forma y el orden en que se va narrando en el Génesis, llegamos ahora a la ocasión trascendental del encuentro de nuestro padre Abraham, con este personaje tan especial y maravilloso llamado Melquisedec.
Para no hacer de este capítulo uno demasiado extenso, fraccionamos lo mucho que hay que decir y comentar sobre el tema, en cuatro partes, con un capítulo para cada una de ellas.
El nombre Melquisedec, como lo puntualiza el libro de Hebreos, capítulo 7, significa Rey de Justicia. Además de sacerdote del Altísimo, Melquisedec era Rey de Salem, que significa Rey de Paz.
Notemos como algo de interés, que fue el único personaje del Antiguo Testamento que tenía el doble rol de rey y sacerdote. Ninguno del pueblo de Dios podía ostentar esas dos funciones, debido a que necesariamente los sacerdotes tenían que ser de la tribu de Leví, y los reyes, a partir de David, de la tribu de Judá.
En el Nuevo Testamento tenemos al Señor Jesús en ambas funciones – rey y sacerdote, con el feliz agregado de que a nosotros, los verdaderos renacidos por el Espíritu, con Su sangre preciosa nos ha hecho tanto reyes como sacerdotes. ( Apocalipsis 1:5-6 y 5:9-10)
Aparte del brevísimo pasaje en que a Melquisedec se lo menciona en el libro del Génesis – que sólo consta de tres versículos – en el Antiguo Testamento no se lo vuelve a nombrar, sino en un solo versículo del Salmo 110.
Sin embargo, el autor de la epístola a los Hebreos – en nuestra opinión Pablo – se explaya de él con una amplitud y una profundidad realmente maravillosa.
El capítulo 7 de esta epístola está saturado de cosas sumamente sustanciosas. Se parte de la base de que Melquisedec es una alegoría o representación de Cristo, abarcando varias facetas de Su persona y ministerio.
Aunque, como ya anticipamos, nos extenderemos bastante sobre él, no nos estamos desviando del tema o hilo central, como podría parecer a primera vista. En efecto, aunque cuanto se nos dice de Melquisedec trasciende el tiempo y la dispensación de Abraham, igualmente está relacionado con él y nuestro tema principal.
El hecho de que su nombre, como ya se ha dicho, quiere decir Rey de Justicia, nos lleva a nuestro Señor Jesús, a quien el apóstol Juan llama Jesucristo el Justo – ver 1a. de Juan 2:1.
Es decir que para Él el kilo tiene exactamente mil gramos, y el metro mil milímetros, ni uno más ni uno menos – en otras palabras, que es de una justicia minuciosa y cabal.
Como Rey de Salem, Hebreos 7: 2 lo proclama como el Rey de Paz. Ahora bien, debido a nuestro pecado estábamos enemistados con Dios, y no había forma de alcanzar la paz con Él sin violar la estricta justicia divina.
Pero fue en el Calvario que la misericordia de Dios zanjó ese abismo insalvable, y así leemos en el Salmo 85: 10 estas hermosas palabras:
“La misericordia y la verdad se encontraron,”
“La justicia y la paz se besaron.”
Qué maravilla! La justicia y la paz estaban separadas una de otra de forma imposible de superar. Empero, la misericordia y el genio de Dios hallan la forma de eliminar en el Calvario ese tremendo abismo, y en Jesucristo las dos se unen maravillosamente en el precioso beso del amor divino!

“..sin padre, sin madre, sin genealogía, que ni tiene principio de días ni fin de vida, sino hecho semejante al Hijo de Dios. (Hebreos 7: 3)
Aquí se traza magistralmente la eternidad de Cristo, a través de la forma en que el relato del Génesis nos presenta a Melquisedec.
En el mismo, no se consigna en absoluto el nombre de su padre ni de ninguno de sus antepasados, lo cual es nada común en las Escrituras. En efecto, casi siempre vemos que al introducirse en el relato el nombre de algún personaje importante, se deja constancia de quién fue su padre, y a veces de su madre también.
Igualmente, en la continuación del relato se dan los nombres de sus hijos o descendientes.
Al no aparecer nada de esto en cuanto a Melquisedec, es como si se lo presentase como “llovido del cielo” sin nadie que lo precediese, ni hijo que le descendiese, denotando así con toda claridad su incuestionable eternidad.
Pero donde más se extiende el autor de Hebreos, es en el terreno del sacerdocio de Melquisedec, quien aparece en el relato del Génesis como sacerdote del Dios Altísimo.
Se toma como elemento de juicio fundamental, la única otra cita del Antiguo Testamento en que se habla de él, que, como ya dijimos, está en el Salmo 110.
Éste es un salmo mesiánico cuyo primer versículo fue citado por el Señor Jesús en cada uno de los tres evangelios sinópticos, y por Pedro el día de Pentecostés. (Mateo 22:42, Marcos 12:36, Lucas 20: 42 y 43 y Los Hechos 2: 34 y 35.)
En el cuarto versículo de este salmo 110 encontramos esta declaración que es clave para el resto de la exposición de Hebreos 7.
“Juró Jehová, y no se arrepentirá:
“Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.”
Se subraya entonces que esto significa, y con toda claridad, la institución de un nuevo sacerdocio en reemplazo del levítico, que queda abrogado a causa de su debilidad e ineficacia. (Hebreos 7: 18)
Como con tanto acierto se señala en el último versículo del capítulo, la ley mosaica constituía sacerdotes de hombres débiles y mortales. En cambio, la palabra del juramento, escrita muchos años más tarde, por la pluma de David y la inspiración del Espíritu Santo, constituye al Hijo de Dios, perfecto y por toda la eternidad.
Además, hay otro hecho importantísimo, por el cual se establece la gran superioridad del nuevo sacerdocio sobre el aarónico o levítico.
En ésta, los sacerdotes eran lavados, vestidos con ropas para honra y hermosura, ungidos, consagrados, y santificados, todo dentro de un rico y completo ritual, con el cual quedaban constituidos en su sacerdocio.
Sin embargo, había algo, importantísimo como anticipamos, que no se daba: el juramento.
Son muchas las veces en que Dios, a lo largo del hilo histórico de las Escrituras, se ha puesto bajo juramento. Desde luego que cada vez que lo ha hecho, ha sido por el peso tremendo e irresistible de Su omnipotencia y Su verdad, que han servido y seguirán siendo como aval inquebrantable. Huelga decir también, que Dios nunca ha jurado ni jurará por algo que no le merezca la más absoluta confianza.
Tomemos, por ejemplo, el caso del primer sumo sacerdote, Aarón, hermano mayor de Moisés.
Si bien en la etapa posterior de su vida fue rehabilitado y restaurado bajo la tutela de Moisés, en los principios, a poco de salir Israel de Egipto, tuvo serios fallos. El más grueso y lamentable fue el de hacer un becerro de oro con los zarcillos y joyas que le fueron traídos, y consentir que se lo honrase, diciendo: “Israel, estos son los dioses que te sacaron de la tierra de Egipto.” (Éxodo 32:2-4)
Como es bien sabido, esta aberración garrafal y casi inexplicable, provocó una gran ira de parte de Dios contra él, y fue sólo por la intercesión de Moisés, con un segundo ayuno de 40 días, que permitió que fuese perdonado y no destituido irrevocablemente del sacerdocio. Ver Deuteronomio 9: 18-20.
Más tarde, después de concretarse la erección del tabernáculo, y ser constituido sumo sacerdote con todo el ritual prescrito y que ya hemos delineado de forma condensada, eventualmente le tocó en el día de la expiación, entrar en el Lugar Santísimo, en la presencia silenciosa pero igualmente terrible y temible del Dios tres veces santo.
Como se nos dice en Hebreos 10: 2 y 4, la sangre de los toros y machos cabríos que se ofrecían en ese entonces, no podía satisfacer plenamente la conciencia ni quitar los pecados.
Bien podemos visualizar a Aarón, recordando esa ocasión con vergüenza y mucho temor, esa terrible aberración suya en lo del becerro de oro a que ya nos hemos referido. Seguramente que se habrá sentido tremendamente temeroso.
Así las cosas, Dios, con Su presciencia inerrable, no podía de ninguna manera instituirlo como sacerdote con un juramento de Su parte.
Nuestro sumo sacerdote Jesucristo, en el orden del régimen actual de la gracia, es todo lo contrario de lo que fue Aarón en esa primera etapa de su carrera. Aunque tentado en todo, no cedió jamás ni un ápice, y Su vida indestructible y hecha para siempre perfecta (Hebreos 7:26b y 28b) hace que Su sacerdocio sea plenamente eficaz, inmutable y eterno.
Es por eso que Dios – que, como ya señalamos – nunca ha de jurar por algo que no sea de la más absoluta confianza y fiabilidad – pudo en cuanto a Él ponerse bajo firme y expreso juramento.
La vida, y el carácter de Su persona, intachable y perfecta hasta la cima más elevada que se pueda concebir, le inspiraban tal seguridad y confianza, que con toda claridad y certeza pudo alzar Su mano, y jurar que Su sacerdocio ha de continuar y perdurar por toda la eternidad.
De paso notemos que la sangre preciosa de Jesucristo, el Hijo Amado, nos permite a nosotros, en el ejercicio de nuestro sacerdocio, entrar confiadamente al Lugar Santísimo con corazones purificados de mala conciencia y nuestros pecados – por graves y vergonzosos que hayan sido – totalmente perdonados, quitados de en medio y olvidados para siempre. (Hebreos 10:19-22 y 8:12b.

Como hijos de Abraham, y contando con la genética de él, nosotros también tenemos encuentros enriquecedores con Cristo, nuestro Melquisedec, aun cuando los mismos sean en circunstancias distintas y con matices diferentes.
F I N