EL AMOR SUBLIME Y SUPREMO DE CRISTO – PRIMERA PARTE
EL AMOR SUBLIME Y SUPREMO DE CRISTO
PRIMERA PARTE
Comenzamos este tema citando algo que un muy buen siervo del Señor, ya en la gloria con Él, señaló con mucha inspiración en cuanto al capitulo 13 de San Juan.
Tomó como comparación, la ocasión en que el Señor le dijo a Moisés, y más tarde a Josué, que se quitasen el calzado de los pies, pues el lugar donde estaban pisando era santo y en seguida añadió lo siguiente.
En San Juan 13 el Señor Jesús no sólo les hizo quitar el calzado a Sus discípulos, sino que fue mucho más allá – pasó a lavar los pies de cada uno, por la necesidad de estar en la más tierna sumisión y sosiego, dada la gloria de los cuatro capítulos siguientes, con las perlas y joyas brillantísimas que les brindarían, culminando con la incomparable oración sumo sacerdotal del capítulo 17.
En otro orden de cosas, pero en el mismo sentido de puntualizar la grandeza inigualable del amor de Cristo – que ése es el título y el tema en que nos estamos embarcando – citamos lo que el eminente apóstol Pablo escribió en Efesios 3: 17-19.
“…para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios..”
Se trata de una afirmación tan gloriosa que resulta casi increíble – conocer ese amor en su dimensión y magnitud tan colosal e indescriptible, equivale a llegar a ser lleno de toda la plenitud de Dios.
Algo tan majestuoso y maravilloso, que nos debe llevar, después de considerarlo debidamente – si a tal cosa podemos alcanzar – a pedir que se ensanche sobremanera la capacidad de nuestros vasos, tan estrechos y limitados.
Descendemos ahora de esos picos tan elevados para aportar cosas de nuestra propia cosecha.
En el mismo capítulo 13 de San Juan, antes de que el Señor procediese a lavar los pies de los discípulos, nos encontramos con las siguientes palabras: “…como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.”
Aquí entonces tenemos que plantearnos la pregunta ¿cuál o dónde sería el fin de ese amor?
Proponemos algunas respuestas.
¿Hasta el fin de Su vida aquí en la tierra?
¿Hasta el fin de la vida de ellos en su peregrinación terrenal?
¿Hasta el final de los tiempos, antes de que, tras Su segunda venida, se pasase a la etapa siguiente de la eternidad?
¿Hasta el fin de esa eternidad sin fin?
¿Hasta el final o máximo de Sus posibilidades o capacidad de amar?
Como vemos, bastantes posibilidades de un amor sin fin. Y pensar, además de tantas cosas, que para tenerlos como Sus discípulos – y por extensión a nosotros también – tuvo que librar y ganar la batalla más cruenta y más importante de la historia en todo el universo.
O en otro sentido, pero sobre el mismo tema, pensar que ese amor brotó en el principio de la eternidad pasada – cuando quiera que haya sido – y sabiendo con Su omnisciencia y la del Padre de gloria, lo frágiles, y endebles que seríamos, lo propensos a equivocarnos y aun a volvernos atrás después de haber andado una parte del camino. En suma, un cúmulo enorme de dificultades y escollos que superar, para poder redimirnos y llegar a llevarnos a un punto en que estemos “sin caída y presentarnos sin mancha delante de su gloria con gran alegría” según consta en Judas 24.
Se redondea muy bien, y con mucha inspiración de lo alto, concluyendo la doxología en el versículo final de su epístola.
“…al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén.”
Ahora pasamos a una comparación en momentos de extrema prueba y dificultad entre, por una parte, cuatro siervos del Antiguo Testamento, y el Señor Jesús por la otra.
1) Jonás. “…y deseaba la muerte, diciendo : Mejor sería para mí la muerte que la vida.” (Jonás 4: 8)
Lo podríamos calificar del profeta ultra patriota; pero por lo menos, por lo dicho en 4:2 – “…porque yo sabía qu tú eres Dios clemente y piadoso, tardo en enojarte, y de grande misericordia, que te arrepientes del mal” – podemos atribuirle la virtud de tener un buen conocimiento del carácter misericordioso del Señor.
2) Moisés. “No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía. Y si así lo haces tú conmigo, yo te ruego que me des muerte si he hallado gracia en tus ojos, y que yo no vea mi mal.” (Éxodo 11: 14-15)
Evidentemente, era una situación muy angustiosa, muchísimo más difícil que la de Jonás. Y el Señor atendió al ruego de Moisés, no para quitarle la vida, pero en cambio para darle una salida, con la ayuda de setenta ancianos muy dignos.
3) Job.- “Quién me diera que viniese mi petición, y que me otorgase Dios lo que anhelo, y que agradara a Dios quebrantarme; que soltara su mano, y acabara conmigo!” (Job 6: 8-9)
El padecimiento de Job, tanto físico como mental y emocional, fue muy grande. Por lo tanto, ninguno de nosotros, en su sano juicio, se atrevería a reprocharle que desease la muerte con tanto anhelo. Su caso fue muy especial – uno de esos que sucede muy rara vez. Su conducta recta y muy temerosa de Dios, había hecho que el favor divino reposase sobre él y todo lo suyo.
Sin embargo, el Señor se propuso bendecirlo, honrarlo y enriquecerlo aun más, pero haciéndolo pasar primero por un verdadero horno de fuego.
Resulta significativo el punto preciso en que su dolor y tribulación fueron quitados.
“Y quitó Jehová la aflicción de Job, cuando él hubo orado por sus amigos.” (42:10)
La ira del Señor se había encendido contra sus tres amigos, porque no habían hablado bien de Él, como lo había hecho Job. Y mandó entonces que fuesen a él para que orase por ellos.
Hasta entonces, en el hablar de Job todo era su dolor, su dilema, su sufrimiento, etc. Pero ahora, ante la necesidad de otros tiene que dejar de lado eso y orar por ellos. Y fue en ese punto – en el que se olvidó de sí mismo para dedicarse al bien de otros – que el Señor puso fin a su tribulación.
Un principio muy importante. Muchas veces, cuando en medio de pruebas, dificultades, presiones y tensiones, no hacemos más que afligirnos y ensimismarnos en todo ello, el Señor nos envía un necesitado de una forma u otra, para que le socorramos.
Al hacerlo, dejamos de pensar en nosotros mismos, y las desdichas que nos agobian, para ocuparnos del bien de otro. Imperceptiblemente sucede un hermoso milagro – pasamos a experimentar una feliz liberación!
Aprendamos de tanto que se nos enseña en la palabra de Dios.
4) Elías tisbita.-
“Y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres.” (1a. Reyes 19: 4)
Otro gran siervo, que en una encrucijada muy penosa busca la escapatoria de la muerte. Su súplica, al igual que las otras tres anteriores que hemos tomado, fue rotundamente denegada. Por lo contrario, se le dice: ”Levántate y come, porque largo camino te resta.” (19:4)
Si bien se podría comentar bastante más, nos ceñimos a una reflexión brotada de Santiago 5: 16b-18: “La oración eficaz del justo puede mucho. Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, y oró fervientemente que no lloviese, y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses. Y otra vez oró, y el cielo dio lluvia, y la tierra produjo su fruto”
Lo que no nos dice Santiago es lo que ya hemos visto, que a él también por lo menos una oración le fue denegada. Y fue nada menos que la de morir!
En cambio iba a tener una ascensión directa, sin pasar por la muerte y con tres grandes distinciones, a saber: la de ser junto con Enoc el único ser humano que pasó al más allá sin morir; la de representar, también al igual que Enoc, un anticipo glorioso del arrebatamiento de la iglesia. Y por último, la de reflexionar al subir en un torbellino, que de habérsele concedido la petición de morir, su cuerpo estaría ahora descomponiéndose, sepultado en un ataúd; mientras que ahora nada de eso le acontecía, sino que con gran deleite iba ascendiendo dichosamente a las alturas celestiales.
Con cuánta razón Pablo escribe en Romanos 8: 26 “…pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos.”
Pensamos que nuestra petición es lo mejor, pero no pocas veces se nos deniega, porque en lugar de ello, en Su sabia voluntad el Señor tiene algo distinto y mucho mejor.
Interrumpimos aquí para continuar en la segunda parte.
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SEGUNDA PARTE
Ahora, después de considerar a los cuatro siervos del Antiguo Testamento en su deseo de buscar la escapatoria de la muerte ante situaciones angustiosas, pasamos a ver la del amado Señor Jesús, que nos resultará una estupenda relación de contraste, la cual realzará en sumo grado la comprensión de Su amor inefable.
Para empezar, citamos tres pasajes claves que aportan sustancialmente sobre el tema.
“Y tomando a Pedro y los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y angustiarse en gran manera.”
“Entonces Jesús les dijo-: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo.”
“Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:37.39)
Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle. Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían sobre la tierra.” (Lucas 22: 43-44)
“Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente.” (Hebreos 5:7)
En cierta forma, se nos presentaba un interrogante en el pasado el hecho de que Jesús, sabiendo muy bien de antemano todo lo que tenía que padecer, y habiéndolo recalcado repetidas veces a Sus discípulos, en ese punto álgido del Getsemaní le pidiese al Padre que, si fuera posible, esa copa pasase de él, y no tuviera que beberla. Eso casi representaba un paso hacia atrás en un punto culminante.
Sin embargo, las palabras que hemos subrayado en la primera cita – hasta la muerte – nos ayudan a comprender la verdad de lo que en realidad estaba aconteciendo.
La carga inmensa – física, moral y espiritual – era tal, que Su vida estaba al borde de la muerte.
Para mayor abundamiento, acotamos que los seres humanos a veces podemos exagerar. Tal vez teniendo un fuerte dolor de cabeza, uno podría decir: ” Tengo un dolor de cabeza que me muero”, o algo así por el estilo.
Nada de eso había en el Señor Jesús, de quien, huelga decir que no era ningún exagerado. Si bien Su salud era perfecta, la carga que recaía sobre Sus hombros en esa hora crucial era tan aplastante – tan demoledora – que Su vida corría serio peligro.
La culpabilidad de cuanto pecado y maldad había cometido todo el género humano a través de la historia, iba a recaer sobre Sus hombros santos. De ahí sus palabras, al afirmar que Su alma estaba entristecida y angustiada hasta la misma muerte.
De haber sucedido eso, todo el plan de redención del género humano, que era el propósito principal de Su venida al mundo, se hubiera frustrado totalmente.
Es decir, que al pedir que esa copa pasase de Él, lo estaba haciendo porque veía que de otro modo le acarrearía la muerte, con el consiguiente resultado del fracaso ya consignado.
En situaciones extremas en que nos podamos encontrar, al oír nuestro clamor y pedido de socorro, por así decir, Su respuesta a menudo no es cambiar las circunstancias, sino enviarnos una gracia para poder sobrellevarlo.
En este caso particular del Maestro bendito en el Getsemaní, la forma en que lo hizo fue enviar un ángel para fortalecerlo, según el versículo de Lucas que hemos consignado.
La forma en que Lucas lo narra es muy descriptiva, y nos ayuda a comprender mejor la extrema intensidad de lo que estaba pasando. Nos hace pensar en Él en medio de un esfuerzo casi sobrehumano, con todos los músculos, nervios y tendones de Su organismo estirados a un máximo absoluto, al punto de agonizar en un esfuerzo supremo. Además, Su mente concentrada total y absolutamente, y el latir de Su corazón seguramente alcanzando un nivel muy superior a lo normal.
Como resultado de todo esto, grandes gotas de sudor, como de sangre, chorreaban de Su frente y caían en tierra, como testimonio de un derramarse por entero en aquello que estaba suplicando.
¿Pero qué era lo que estaba pidiendo con tanto fervor y agonía?
La tercera cita, extraída de Hebreos 5: 7, nos da la respuesta. Creemos que este versículo necesariamente debe referirse a este punto cumbre ocurrido en el Getsemaní. Por cierto que no puede de ninguna manera relacionarse con las horas en que estuvo crucificado. Por otra parte, ninguno de los cuatro evangelios contiene otra situación en Su trayectoria en que se encontrase en una situación tan extrema como ésta.
Es decir que, como pusimos más arriba, todo apunta de la forma más convincente a que el versículo en cuestión se refiere al Getsemaní, en lo que venimos comentando.
Y la respuesta a la gran pregunta de qué era lo que estaba pidiendo con tanta intensidad y en tamaña agonía es la siguiente: No lo que pidieron Jonás, Moisés, Job , Elías y seguramente muchos más en trances muy difíciles, sino todo lo contrario.
Con temor reverencial, con gran clamor y lágrimas, en una agonía indescriptible de quien estaba al borde de la muerte, suplicó con toda la fuerza y voluntad de Su ser: “Padre, quiero vivir” en total contraste – lo repetimos – con todos los demás en situaciones análogas.
Con todo, debemos seguir ahora preguntándonos ¿con qué fin lo pedía y suplicaba?
¿Para disfrutar de un rato de descanso y alivio, para reponer las fuerzas y recuperarse?
Nada de eso. Pedía vivir y no morir, sabiendo muy bien que era para enfrentarse a muy poco con algo mucho peor que le esperaba. El ser apresado, abofeteado, recibir puñetazos, y ser cruelmente azotado, al punto de que de su espalda chorreasen la sangre y el suero, mientras que con la burla más cruel y siniestra, festejaban verlo vestido con ropa de púrpura y coronada Su sien de espinos. Y todavía faltaba salir a la vista de todos, condenado como un criminal y reo digno de muerte; ser levantado en alto, desnudo y como un espectro pálido de dolor y angustia indecible, y todo lo demás que va muchísimo más alla´de lo que puede abarcar nuestra mente finita, en esas horas en que estuvo pendiendo en la cruz, saturadas de sufrimiento moral, emocional, espiritual y físico, y que habrían parecido interminables.
Incomparable Señor Jesús, que nos deja atónitos ante tanta nobleza, tanto abismo insondable y tanta altura inescrutable de ese amor – el cuadridimensional que Pablo describe diciendo que excede a todo conocimiento.
Al reflexionar y comprender mejor esta revelación del amor sin par de Cristo, un buen tiempo atrás, de rodillas ante su lecho y con la Biblia abierta ante si, quien esto escribe experimentó un mover poderosísimo del Espíritu Santo sobre su ser entero. Era como si olas gigantescas lo cubrían y arrollaban, una tras otra, y se sentía inmerso en el océano infinito de ese amor, absolutamente quebrantado, absorto y maravillado.
Que todo esto sirva para ampliar y enriquecer nuestra visión de ese amor, multifacético como es, con los deleites del tierno cariño, la alegría de compartir las ocasiones gozosas, y el consuelo de compartir las penas con otro u otra a quien se ama, pero que tiene, sin embargo, una cima más alta.
Cuando sin ningún deleite, a costa de dolor y sacrificio, no sabiendo nada de segundas intenciones ni ventajas que se pudieran lograr, uno se da de lleno para el bien de quien se ama – sí, eso es el amor, y en su manifestación más elevada y sublime.
Nuestra carne, humanidad y fragilidad conspiran contra todo esto, y es sólo por la capacitación del Espíritu Santo que en alguna medida se pueda cristalizar, por lo menos en una cierta – por no decir mínima proyección – ese amor celestial, del cual este mundo y el príncipe del mismo nada saben ni quieren saber.
En conclusión condensada: que sintamos la más profunda gratitud por la grandeza inconmensurable de ese amor sin igual, y aunque muy indignos de ello, por la dicha inefable de ser beneficiarios eternos del mismo.
Pero continuamos ahora pasando a intentar describir otra faceta de este multifacético e indescriptible amor del amado Señor Jesús.
Tomando un ejemplo imaginario, suponemos delante nuestro a un hermano en Cristo, que es una excelente persona, muy capaz para aconsejar y consolar a necesitados y acongojados. Lamentablemente, padece de un fuerte dolor de muelas.
Si le venimos con la noticia de que alguien quiere verlo para que lo consuele, ore por él y pase un buen rato aconsejándole, ¿cuál sería su reacción?
Creemos que lo más razonable es pensar que sería la misma que tendríamos cualquiera de nosotros, es decir:
“Por favor, ¿no te das cuenta que este dolor de muelas me está haciendo ver las estrellas? Por favor, déjame tranquilo – no estoy para ver ni aconsejar a nadie.”
Pero ahora, en una relación o comparación de contraste, pasamos a considerar la forma en que Jesucristo padeció, y cuál fue Su comportamiento en ese largo túnel del Getsemaní hasta el momento de Su muerte.
Estudios responsables nos hacen saber que los crucificados eran azotados con azotes de tres cuerdas, con un trozo de metal en la punta de cada una de ellas, así que ya tenemos el cuadro cruento y cruel de la sangre chorreándole por la espalda y un dolor intensísimo.
Previamente, también tenemos el tremendo dolor emocional, moral y físico de ser escupido, escarnecido y recibir bofetadas y puñetazos en Su rostro santo.
Al llegar al momento de la crucifixión – la pena y castigo para los peores delincuentes – los clavos atraviesan Sus manos y Sus pies, otra vez con indescriptible dolor, y de ahí pasa a ser levantado en esa cruz, reducido a la total impotencia y casi inmóvil.
También por los mismos estudios responsables ya aludidos, sabemos que por el menor movimiento para buscar alivio momentáneo por siquiera un pequeño cambio de posición, provocaría unos shocks fortísimos en el cerebro, el corazón, las arterias y todo el sistema nervioso.
No creemos estar exagerando en absoluto, y lo sorprendente, que nos deja asombrados y estupefactos, es el comportamiento Suyo de principio a fin.
Nada de quejarse de Su propio dolor. Ya en el camino al Calvario se da vuelta para decir a las mujeres llorosas que lo seguían: “No lloréis por mí.”
Al ser atravesado por los clavos en Sus manos y Sus pies, ninguna recriminación, amenaza ni cosa semejante, sino “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.”
Más tarde, al malhechor arrepentido le dice: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.”
Después de esto, fijando la mirada en la que fue Su madre, le dice, señalando al discípulo amado: “Mujer, he ahí tu hijo” y dirigiéndose a éste “He ahí tu madre” como diciéndole “Cuídala como si fuera tu propia madre, protegiéndola siempre y cuidando que no le falta nada.”
En medio de tanto dolor y agonía, ni una sola queja o protesta, ni siquiera una mención o alusión al indescriptible sufrimiento que estaba padeciendo. Casi diríamos que por Su comportamiento y Su hablar se daba a entender que a Él no le estaba pasando nada – que estaba bien – y su única preocupación era por el bien de los demás, a quienes buscaba ayudar hasta el último momento de Su vida.
Semejante cosa nos resulta un verdadero imposible; una agonía infinitamente mayor que cualquier dolor intenso que podamos experimentar, y como si todo estuviera bien – ningún dolor, sin problema alguno de Su parte!
Sólo la gracia, grandeza y gloria incomparable del maravilloso Jesús pudo lograr semejante imposible.
Al- mismo tiempo, nos hace sentir tan diminutamente pequeños y además indignos, dado que tantas veces al menor dolor o malestar podemos ser muy poco sufridos, y hasta a veces se nos podría oír poniendo el grito en el cielo, como se suele decir !
Pero, en conclusión, nos alegramos sobremanera que Su dolor y agonía ya pasaron y nunca jamás volverán a repetirse. Todo lo contrario, está disfrutando y disfrutará por siempre de la gloria más excelsa y sublime, y Su sacrificio en el Calvario será el gran tema de la canción, gratitud y alabanza de los eternamente redimidos por Su gracia, maravillosa e incomparable.
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