DEL ANTIGUO AL NUEVO # Primer capítulo
DEL ANTIGUO AL NUEVO
AVANZANDO DE LO BUENO A LO MEJOR
Y DE LO MEJOR A LO ÓPTIMO
INTRODUCCIÓN
Estábamos a punto de terminar los manuscritos de nuestra obra titulada “Volviendo a las Fuentes Primitivas.”
Siempre con el ánimo de seguir en la brecha, a pesar de la edad avanzada en que nos encontramos, rogamos al Señor que nos hiciese saber sobre qué habría de versar nuestro próximo libro.
Estando de gira por España, puntualmente en la localidad de Santiponce (Sevilla) fue como si se abriese y corriese el telón, y se nos presentase el escenario, con caracteres vivos y frescos, la comparación y el contraste entre los dos personajes -Juan el Bautista y nuestro amado Señor Jesucristo, pertenecientes al Antiguo el uno y al Nuevo Pacto el Otro.
En cuestión de menos de una hora fuimos visualizando más de una docena de puntos, muchos de ellos bien conocidos pero igualmente importantes y suculentos, y sobre todo, traídos a nuestra mente y espíritu con la frescura y la gracia que sólo el hálito de la inspiración del Espíritu divino les puede conferir.
Siguiendo el orden correcto establecido por Dios en las Escrituras – primero la palabra hablada, después la escrita – muy poco después pasamos a compartir oralmente, en una reunión de los queridos hermanos gitanos de Filadelfia, lo que acabábamos de recibir.
Antes de hacerlo de esa forma por segunda vez, y mientras nos encontrábamos sumidos en preciosa comunión con el Señor, tomamos conciencia de que ése debía ser el enfoque y la panorámica de éste, nuestro octavo libro, que habrá de salir a luz en un futuro no muy lejano, si el Señor así lo permite.
Para la portada hemos elegido un cuadro muy hermoso, que nos ha llamado la atención e inspirado.
Usando la imaginación, en el portentoso edificio a la izquierda vemos como una gran fortaleza a la ley, que es a la verdad santa, y el mandamiento santo, justo y bueno, tal como Pablo nos dice en Romanos
7:12.
Sin embargo, no nos puede impartir vida, dado que nos deja librados a nuestros propios recursos – totalmente insuficientes – para cumplir sus muy elevadas exigencias.
De esta forma queda como algo estático, sin ninguna posibilidad de avance ni de progreso para quienes estén sujetos y amarrados a ella.
Mas en el centro, vemos una vistosa embarcación que ha soltado amarras y se desliza gallardamente, repleta de hombres y mujeres ávidos de descubrir nuevos y vastos horizontes.
En ella visualizamos la nueva y privilegiada dispensación del Nuevo Pacto que nos libra del yugo de la ley, y nos transporta gradual y progresivamente, a las riquezas inescrutables del evangelio pleno de gracia y de gloria que nos legado nuestro Señor Jesús.
Aquí se hace necesario puntualizar que, una de las bendiciones de esa gracia sin par es la de estar ahora capacitados para cumplir la ley, no en su parte ceremonial, pero sí en la moral, cosa que como ya señalamos, librados a nuestros propias fuerzas jamás podríamos lograr.
A lo largo de los capítulos que siguen, se podrá ir absorbiendo lo señalado en el evangelio pleno, al ver uno tras otro, contrastes, diferencias y comparaciones por una parte de algo malo, o por lo menos no muy bueno, del primero de esos dos personajes protagonistas, Juan el Bautista y Jesucristo,
En contraposición a ello, se encontrará en el mismo capítulo – o a veces en el siguiente – la otra cara de la medalla – lo bueno, exhibido en la vida del Señor Jesús. Eso entrará dentro de lo que llamaríamos “De lo malo a lo bueno,”
Otros contrastes y muchas diferencias hablarán de lo bueno de Juan el Bautista,, comparado con lo mejor del Señor Jesús. Esto, a su vez, caerá bajo el encabezamiento “De lo bueno a lo mejor.”
Y por último, algunas de las diferencias nos elevarán de lo bueno o muy bueno de Juan el Bautista hasta lo óptimo o súmmum de Jesucristo.
En todo esto estará latente el espíritu de avance, progreso y superación, que proviene del Espíritu del Dios viviente para con los que pertenecemos al reino celestial.
En el orden terrenal, las cosas van a menos: después de la primavera de la juventud dorada, gradualmente viene una declinación inevitable hasta desembocar en el ocaso de la vejez.
Con Dios, nuestra vida entra en el régimen celestial. Y así “la senda del justo es como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto” tal como se nos dice en Proverbios 4:18.
Inevitablemente, en algunas partes del libro, al pasar a lo mejor que tenemos en Jesús y el Nuevo Pacto que nos ha legado, nos hemos extendido considerablemente, dejando transitoriamente y por un buen espacio toda mención de Juan Bautista.
Lo hemos hecho movidos por la necesidad y el desafío de escudriñar en alguna medida las inmensas riquezas del nuevo régimen, sellado con la sangre del Hijo de Dios.
En realidad, el no hacerlo dejaría como resultado el no cristalizar el fin primordial de esta obra, que es el de procurar que comprendamos, por lo menos hasta donde lo permitan nuestras posibilidades como seres finitos – las riquezas superlativas de la herencia que nos ha tocado, al ser los inmensamente agraciados hijos de Dios.
Oramos al Señor que este nuevo libro -que confiamos ha de salir a luz en un futuro no muy lejano -y que como siempre habrá de ofrecerse a un preció muy módico, con ninguna ganancia económica para quien esto escribe -sirva para despertar una visión más amplia, e infundir una fuerte dosis de renovación, fe y optimismo en los corazones de los muchos hijos de Dios que, en la actualidad, se encuentran en una etapa de estancamiento y sequía espiritual.
Y al mismo tiempo, para servir de incentivo a otros que no se encuentran en esas condiciones, para animarlos a sondear y apropiar nuevas profundidades y escalar nuevas alturas.
Tanto lo uno como lo otro habrá de colmar nuestras más caras
aspiraciones.
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CAPÍTULO 1
Gabriel, el Ángel de los anuncios
Las Escrituras del Antiguo Testamento se habían cerrado en el último capítulo de Malaquías, prediciendo el próximo acontecimiento de importancia dentro del programa divino. Se trataba de que el profeta Juan el Bautista – representado simbólicamente con el nombre de Elías – había de venir y preparar el camino del Señor, haciendo volver el corazón de los hijos hacia los padres, y el de los padres hacia los hijos.
Cuatro largos siglos habían transcurrido, y dando rienda suelta a nuestra imaginación, podemos pensar en la atmósfera de expectativa, y casi de impaciencia, que podría imperar en medio de las huestes celestiales, que estarían preguntándose cuánto más tendrían que esperar hasta ver cristalizarse tan significativo y trascendental suceso.
De repente, en el reloj celestial suena la campanada que, por fin, anuncia el próximo amanecer en el planeta tierra, sumido hasta entonces, moral y espiritualmente hablando, en la más densa penumbra.
Se presenta así la necesidad de que un mensajero celestial sea comisionado para descender de las alturas como pregonero y anunciador de tan feliz e importante acontecimiento.
De entre los millares y millares de seres celestiales, semejante honra recae sobre uno de los más distinguidos, de nombre Gabriel, que significa el poderoso de Dios.
Con ejemplar esmero y la más rigurosa puntualidad se sitúa dentro del templo y a la derecha del altar del incienso.
Es precisamente a esa hora – la del incienso – la de la oración.
El piadoso sacerdote Zacarías, marido de la igualmente piadosa, pero estéril y de edad avanzada Elisabet, entra en el santuario para ofrecer el incienso de la manera prescrita por la ley mosaica, mientras el pueblo afuera, se encuentra orando, habiendo dejado de lado toda otra ocupación. Ella y él han de ser los agraciados personajes que han de ser madre y padre de la singular criatura, que una vez alcanzada la mayoría de edad habrá de erguirse en profeta del Altísimo, mayor que todos sus predecesores, según hemos de ver en detalle en un capítulo posterior.
Al advertir la presencia del personaje celestial, Zacarías se turba y le sobrecoge el temor. Seguramente que antes no le había sucedido semejante cosa, pero la voz de Gabriel le infunde calma, al pronunciar las palabras:
“Zacarías, no temas porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elisabet dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan.”
Antes que Zacarías pudiese asimilar bien cuánto significaban esas maravillosas palabras, Gabriel prosiguió con su glorioso, anuncio que contenía más, muchísimo más.
“Y tendrás gozo y alegría y muchos se regocijarán de su nacimiento, porque será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre.”
“Y hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos.”
“E irá delante de ellos con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver el corazón de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.” (Lucas 1:13-17)
Anonadado por tan grandiosas promesas, Zacarías pregunta cómo ha de saber que eso ha de ser, siendo él muy anciano y su mujer también de edad muy avanzada,
Es a esa altura que el inspirado anunciante da a conocer su identidad. Se trata nada menos que del ángel Gabriel, que mora delante del Dios todopoderoso y ha sido comisionado para traerle esas buenas nuevas.
Al mismo tiempo, advirtiendo una nota de incredulidad en la pregunta de Zacarías, pasa a comunicarle que desde ese momento y hasta el día en que su profecía se cumpla, habrá de quedar mudo “ por cuanto no creíste a mis palabras, que se cumplirán a su tiempo.” (1:20)
Y esto nos lleva al primer punto de contraste.
El hombre a quien fue hecho el anuncio del nacimiento de Juan el Bautista dudó, mientras que, como veremos, la mujer a la cual se le trajo la promesa del nacimiento del Señor Jesús creyó la palabra que le fue dada.
“Y entrando el ángel en donde ella estaba, dijo, Salve! muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres.”
“Mas ella, cuando le vio, se turbó por sus palabras, y pensaba qué salutación sería ésta.”
“Entonces el ángel le dijo: María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios.”
“Y ahora concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS.”
“Éste será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.” (Lucas 1:28-33)
Al recibir la noticia que Gabriel le traía de que iba a concebir en su vientre, y además dar a luz un hijo que sería llamado Jesús, y que sería grande y llamado el Hijo del Altísimo, la virgen María también le formuló una pregunta a Gabriel.
¿Cómo será esto,? Pues no conozco varón.” (1:34)
No obstante, esto no denotaba incredulidad o duda. Se trataba de querer saber cómo iba a ser semejante cosa debido a su virginidad, pero sin cuestionar de ninguna forma que en verdad fuese a suceder.
Gabriel, que había advertido la incredulidad de Zacarías, encontró que por lo contrario, en María había fe, y esto mismo fue confirmado por el Espíritu Santo, al inspirar a Elisabet, como parte de su profecía, a exclamar en Lucas 1:45:
“Y bienaventurada la que creyó…”
Este contraste que tenemos entre Zacarías y María, puede parecer a primera vista un mero detalle, pero por cierto que no lo es. En cambio, se trata de algo sustancial, de fondo y no de forma, y que apunta a una diferencia importantísima entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Significativamente, con la ayuda de una concordancia, podemos comprobar que en el Antiguo Testamento la palabra fe como sustantivo sólo aparee en dos ocasiones a todo lo largo de sus 39 libros canónigos. (Isaías 57:11 y Habacuc 2:4)
En cambio, en el Nuevo Testamento la tenemos más de 200 veces como sustantivo, a lo que hay que agregar las numerosas veces en que aparece como verbo. Debemos tener en cuenta que en el griego, esta acepción del verbo se deriva de la misma palabra fe (pistis)
El régimen del Antiguo Testamento se basaba en cumplir todas las palabras de la ley mosaica, so pena de caer bajo maldición.
El del nuevo pacto se sustenta por la fe en la obra redentora, consumada y perfecta de Cristo a favor nuestro en la cruz del Calvario, y en toda la provisión de Dios para la vida cristiana.
Antes de proseguir, hacemos una salvedad. Se podrá argumentar, y con razón, que la lista de los héroes de la fe que se consigna en Hebreos capítulo 11, está constituida totalmente por personajes del Antiguo Testamento. No obstante, éstos eran una excepción dentro de una mayoría incrédula. En cambio, en el orden del Nuevo TODOS, ABSOLUTAMENTE TODOS tenemos y debemos ser personas de fe, sin la cual desde luego quedamos totalmente excluidos.
Continuando ahora, al descubrir por la revelación del Espíritu Santo cuán satisfactoria y maravillosa es, tanto esa bendita obra redentora como esa provisión divina, de muy buen grado y con mucho gozo, uno deposita en ellas y en toda la palabra de Dios, su absoluta fe y confianza.
Al mismo tiempo, el eslabón que se rompió en la caída de Adán y Eva – el de creer y confiar plenamente en Dios y Creador Supremo – restaurado y restablecido, y así nos encontramos otra vez unidos y en feliz comunión con Él.
Cuán hermoso es tener fe en Dios y Su palabra, y confiar plenamente en Él!
Nos trae más que descanso, un dulce reposo, y además, transforma nuestro panorama totalmente, llenándolo de luz, esperanza, y ganas de vivir, amar, servir, luchar y vencer.
Sin buscar hacernos más grandes de lo que Dos nos ha hecho, debemos tener una sana aspiración de que nuestra fe se desarrolle y aumente.
Pablo daba gracias a Dios que la fe de los tesalonicenses iba creciendo. (2a. Tesalonicenses 1:3)
Cuando los discípulos le pidieron al Señor “auméntanos la fe” Jesús comparó a la fe con un grano de mostaza. (Lucas 17:5-6)
En otra ocasión, denotando el gran potencial de crecimiento del grano de mostaza, Él afirmó:
“El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo; el cual es a la verdad la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol.” (Mateo 13: 31-32)
Sí, debemos tener una sana aspiración de que nuestra fe crezca y se incremente.
Desde luego que esto no lo lograremos por nuestros propios esfuerzo, pues es un don de Dios. Sin embargo, para que el Espíritu de fe (2a. Corintios 4:13) encienda y vivifique la fe en nosotros, Él necesita una actitud de búsqueda y avidez de nuestra parte.
Si nos ve despreocupados por el tema, y sin una saludable disposición y deseo, poco es lo que podrá hacer por nosotros al respecto.
Como medios principales de gracia para esto tenemos la oración y también la palabra, recordando que “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios.” (Romanos 10: 17)
Además, sin duda, debemos añadir el ayuno. El mismo no debe interpretarse como una forma de acumular méritos y así merecer el favor de que se nos aumente la fe.
En cambio, es una demostración práctica y palpable de que “vamos en serio” con Dios, y para ello estamos anteponiendo los valores espirituales y eternos a los carnales y temporales.
Por otra pare, en la mayoría de los casos el ayuno es de mucho beneficio para nuestra salud, y tiene además la virtud de fortalecer nuestra fuerza de voluntad.
Aun más que eso, quienes practican debidamente el ayuno, pueden atestiguar que al dar la palabra de Dios lo hacen con mayor peso y autoridad.
Asimismo, sienten los beneficios de poder orar con más fe por los necesitados, y de gozar de una mayor claridad en el discernimiento de las cosas, pues el ayuno tiende a despejar el espíritu y agudizar así la visión espiritual.
Naturalmente que estas ventajas sólo se cristalizan si al ayunar uno se concentra debidamente en las cosas de Reino de Dios. Decimos esto porque es posible ayunar y centrarse al mismo tiempo en lo terrenal, lo cual no ha de otorgar ningún beneficio espiritual.
Que al saber que estamos en la dispensación de la fe y de la gracia del Nuevo Testamento, tomemos plena conciencia de ello, y cortemos y rompamos con la duda y la incredulidad, para ser hombres y mujeres de fe.
Aunque ya lo señalamos anteriormente, reiteramos la importancia de que sepamos cuál es la medida de nuestra fe, como fruto del Espíritu y para nuestra vida diaria de relación con el Señor.
Para este fin – no el de la labor ministerial de cada uno – la medida que se nos ha dado a todos es cuarenta y uno.
Esta conclusión, que podrá parecer extraña a primera vista, la basamos en el hecho de que en el libro de Romanos – que es el que mayor número de veces nos da la palabrita fe – la encontramos 41 veces.
Sin querer ahondar en la numerología -que es un ingrediente que incuestionablemente se presenta en las Escrituras -acotamos que el número 40 aparece un buen número de veces.
Citamos las principales: en el diluvio en tiempos de Noé llovió por cuarenta días; Moisés estuvo en tierra de Madián antes de recibir el llamamiento de ir a liberar a Israel del yugo de Faraón en Egipto por cuarenta años; subió al Monte para estar con el Señor por cuarenta días en dos oportunidades; los espías enviados a explorar la tierra prometida volvieron al cabo de cuarenta días; Elías completó su marcha épica desde el enebro debajo del cual estuvo durmiendo, al Sur de Beerseba, hasta Horeb el Monte de Dios, en cuarenta días; nuestro Señor Jesús al ser tentado por Satanás, estuvo en el desierto por cuarenta días.
Con la única excepción de los cuarenta días después de Su resurrección, en que Jesús se presentó vivo a Sus discípulos “hablándoles acerca del Reino de Dios” (Los hechos 1: 3) en todos los demás casos el número cuarenta se relaciona con pruebas, paciente espera, tribulación, etc.
Y aquí viene lo de la medida de fe – cuarenta y uno – que se nos ha dado. Una fe que, siempre que la empleemos debidamente nos habrá de alcanzar para superar las muchas “cuarentas” que habrán de jalonar nuestro camino, y todavía nos ha de sobrar una para echar una mano al que la está pasando mal.
Para algunos, un tratamiento y una conclusión no acorde con la hermenéutica y la ortodoxia más depurada. Sin embargo, responde elocuentemente a la verdad innegable de que la santísima fe que nos ha sido dada (Judas 3 y 20) nos es bien suficiente para afrontar airosamente todas las pruebas y contingencias que se nos puedan presentar.
De modo que a tomar plena conciencia de esa medida – cuarenta y uno – de nuestra fe, y a ponerla en funcionamiento en nuestro andar cotidiano.
Gabriel y lo que se nos enseña a través de él.
No debemos cerrar el capítulo sin rendir un cumplido tributo a Gabriel, el ángel de los anuncios, según reza el título de este primer capítulo.
Para no extendernos demasiado, nos ceñimos a las dos intervenciones suyas que se nos narran en Lucas, dejando de lado las anteriores que sabemos que tuvo en tiempos de Daniel.
Es de la más elemental lógica señalar que la primer a encomienda que se le dio – la del anuncio del nacimiento de Juan el Bautista – la cumplió cabalmente, con toda puntualidad, esmero y precisión.
De no haber sido así, seguramente que no se le habría enviado para el segundo anuncio. Pero, habiendo desplegado total responsabilidad y exactitud en ese primer anuncio, seis meses más tarde se le volvió a comisionar para otro anuncio, y éste de mucha mayor importancia – el del nacimiento prometido, y tan largamente esperado, del Mesías que había de ser el Redentor de la humanidad perdida.
Esto no es más que una forma práctica, objetiva y viva de enseñarnos Dios – en este caso a través de un ángel – la necesidad de que seamos fieles en aquello que se nos ha confiado.
No importa que ello no sea muy grande, ni que lo estemos haciendo sin que nadie se entere; con tal que lo hagamos plenamente, a conciencia y para el Señor, a su tiempo Él nos habrá de premiar, otorgándonos encargos o tareas de mayor responsabilidad y envergadura.
Gracias Gabriel, por lo que el Espíritu Santo nos enseña y corrobora a través de tu ejemplo!
Danos Señor la gracia de serte fieles de verdad. “El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto.” (Lucas 16:10)
FIN