DEL ANTIGUO AL NUEVO # Tercer capítulo
Del Antiguo al Nuevo
Capítulo 3
Antorcha que ardía y alumbraba
La Luz del Mundo
Jesús pronunció las palabras que forman la primera parte del título de este capítulo, acerca de Juan el Bautista, como testimonio a su persona y del rol que había desempeñado como precursor Suyo.
Un testimonio muy veraz por cierto, y al mismo tiempo muy elocuente y significativo.
Juan fue lleno del Espíritu Santo aun desde el vientre de su madre, como se nos dice en Lucas 1:15.
Una vez llegada la hora de su manifestación a Israel, (Lucas 1:80) la palabra que Dios le había encomendado brotaba limpia, clara y valiente de su corazón – un corazón que ardía con la llama con que el Espíritu Santo lo había encendido.
Esa palabra ardiente era una luz que alumbraba en medio de las densas tinieblas que se habían ceñido sobre el pueblo de Dios, debido a la profunda decadencia de los sacerdotes, escribas, fariseos y ancianos de aquel entonces.
Su impacto fue tan fuerte que el pueblo estaba en expectativa, preguntándose si acaso él sería el Cristo. (Lucas 3: 15)
Mas como ya vimos, Juan se apresuró a desmentirlo, señalando que no era él, sino uno que estaba en medio de ellos, a quien ellos no conocían – uno que venía después de él, el cual era antes de él. (Juan 1:27)
Llama mucho la atención la afirmación de que él tampoco lo conocía, sobre todo por el parentesco que tenía con Jesús, por ser su madre Elisabet, parienta de María, la madre de Jesús. (Lucas 1: 36)
Y llama más la atención todavía, la señal que Dios le dio a Juan para que pudiese identificar al que estaba anunciando que venía.
Fue como decirle: “ Verás a muchos hombres que se te irán acercando, pero no te fijes ni en la estatura, ni en el porte, ni el color del cabello ni en los ojos. En su momento vendrá uno del cual tendrás una señal clara e inconfundible: verás que sobre Él desciende el Espíritu Santo y permanece sobre él. Ése es el que tú buscas y esperas.” (Juan 1:33)
Qué momento maravilloso habrá sido para Juan cuando esta señal inequívoca se cumplió delante de sus ojos! Con qué aplomo y confianza podría afirmar de ahí en más, que Él – Jesús de Nazaret – era el Mesías prometido y tan ansiosamente esperado!
Verdaderamente su función era ésa, aparte de otras más: la de ser una antorcha que ardía y alumbraba, tal como la definió el Señor. Y agregamos, una antorcha bendita, con una llama ardiente que iluminaba todo el escenario, proclamando que por fin había llegado el Personaje Celestial que iba a ser el Redentor de la humanidad perdida.
Ahora bien, una antorcha no es autosuficiente ni se basta por sí misma. Necesita que alguien la encienda y se encargue también de que el aceite, la vela o lo que fuere, no falte.
Además, su lugar y tiempo están fijados por la oscuridad del entorno y la duración de la noche. Al rayar el alba y llegar la luz del sol, ya pierde su razón de ser, y su luz claramente visible durante la noche, ahora se hace apenas perceptible, ante la llegada de una luz mucho mayor.
Todo esto – tan aplicable a Juan el Bautista y su misión de ser el precursor del Mesías -nos muestra a las claras cuán acertado y preciso fue el símil de la antorcha, escogido por Jesús en esa ocasión de Juan 5, en que testificaba a los judíos.
En verdad, Sus parábolas y las analogías que nos ha dejado, con ser todas ellas claras y sencillas, tienen al mismo tiempo una lógica cristalina e impecable, y por la otra, una profundidad y una riqueza admirables.
Por cierto que Él es el Maestro de los maestros!
Retomemos ahora el hilo central, pasando de la antorcha que fue Juan, a la luz del mundo que es Jesús.
Al hacerlo, debemos notar la diferencia en el tiempo del verbo. Juan era una antorcha que ardía y alumbraba, es decir algo temporal que tuvo su razón de ser por algún tiempo, pero que luego estaba destinado a extinguirse y desaparecer.
Jesús por Su parte es la luz del mundo, en un presente que perdura hasta el día de hoy y que no tendrá fin ni se extinguirá jamás.
En Juan 1: 4 hablando de Jesús como el Verbo Eterno, la Escritura nos dice que : “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.”
Esa luz de la cual Juan vino a dar testimonio, resplandeció y resplandece en medio de las tinieblas, las cuales no prevalecieron ni prevalecerán contra ella.
Loado sea Dios, el poder de esa luz es mucho mayor que el de las tinieblas. Dios mismo ha establecido la supremacía de la luz, que la hace invencible, y en su lucha contra ella las tinieblas se encuentran totalmente impotentes.
La comparación más aproximada que tenemos, en cuanto a Jesús como la luz del mundo, la constituye el sol.
En esto tenemos la armonía del patrón o diseño de lo natural con lo espiritual, también establecido por el señor como el Creador Supremo. En Malaquías 4:2 la descripción profética lo llama el Sol de Justicia.
Por otra parte, en el Salmo 19:4b-6 se describe al sol como una figura de Él, el Sol Increado y Eterno y que nadie escapa de su calor.
En su encuentro con el Señor en el camino a Damasco, Saulo de Tarso, como todavía se llamaba entonces, quedó totalmente deslumbrado por esa luz de Jesús que le rodeó repentinamente.
Años más tarde, al testificarle al Rey Agripa, en Los Hechos 26:13 Pablo la describió diciendo que al mediodía vio una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, la cual lo rodeó a él y a los que iban consigo.
En 2a. Corintios 4:4-6 Pablo relaciona la luz del evangelio de la gloria de Cristo, y la iluminación del conocimiento de Dios, en la faz o sea el rostro de Jesucristo.
Resulta particularmente significativo que en ninguna de las cuatro biografías que tenemos de Él en los cuatro evangelios – Mateo, Marcos, Lucas y Juan – se nos consigna el menor detalle en cuanto a los rasgos físicos o las facciones de Él.
El hecho de que tampoco encontramos ninguna mención de Su estatura o peso, o alusión al color del cabello o de Sus ojos, etc., creemos que es otra muestra evidente de la inspiración de los cuatro evangelios.
Si hubieran puesto, por ejemplo, que sus cabellos eran rubios y sus ojos azules, siendo el ser humano tan propenso a mirar lo externo, y a la idolatría también, tendríamos una multiplicidad de cuadros, efigies, pinturas y estatuas del Cristo de cabellos rubios y ojos azules, preparados para que la gente los compre y los adore, postrándose ante ellos.
Aun sin que se cuente con ningún detalle en los evangelios, ya se ha hecho tanto en ese sentido particular, no solamente en cuanto a Él, sino también a la que fue la virgen María, quien lo dio a luz, y que va en línea totalmente contraria a la que Dios ha establecido y nos señala como la Suya en Su palabra:
“Porque Jehová no mira lo que mira el hombre, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón.” (1a. Samuel 16:7)
Seguramente que a muchos lectores, al contemplar de cerca un cuadro o pintura de Jesús, les ha pasado lo mismo que a quien esto escribe. Es decir, muy bonito el cuadro, pero mirando el rostro, y en especial los ojos, uno sabe que ése no es el Cristo que uno conoce y le ha sido revelado por el Espíritu Santo a través de las Escrituras. Es otro distinto, ideado por un ser humano, desde luego con buena intención y quizá también con buenos dotes de pintor o escultor, pero no el Cristo vivo que nosotros conocemos.
Debemos preguntarnos entonces, cuál es el rostro o la faz de Jesucristo a que Pablo alude en la Escritura ya citada de 2a. Corintios 4: 6.
Creemos que hay una clara respuesta en las Sagradas Escrituras. Veamos:
“…y se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandeció como el sol.”
(Mateo 17:2)
“…y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza.”
(Apocalipsis 1:16)
“…cuando a mediodía, oh rey, yendo yo por el camino vi una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol.” (Los Hechos 26:13)
Aquí tenemos, en base a tres pasajes, una descripción del rostro de Jesucristo dada a sus cuatro principales apóstoles del Nuevo Testamento, a saber, Pedro, Juan Jacobo y Pablo.
La misma lo define como el sol – no precisa y exactamente un sol, sino lo más parecido y aproximado dentro de lo que conocemos, aunque con una luz mayor, como lo afirma Pablo en la tercera cita que hemos consignado.
Esto nos da un buen asidero, a fin de extraer de la comparación tres puntos principales en cuanto a lo que es Cristo para los Suyos en esta acepción particular de ser la luz del mundo.
Si bien gran parte del mundo no lo admite como tal, nosotros los redimidos sí lo reconocemos como la luz verdadera, que, por cierto, ilumina todo el mundo de nuestra propia vida.
El primero de estos tres puntos es que el sol, como la inmensa bola de fuego que es, da luz y calor a nuestro planeta. Si estuviese más alejado estaríamos bien pronto congelados y petrificados. Si por el contrario estuviese bastante más cerca, moriríamos todos incinerados y carbonizados, también a muy breve plazo.
Es el que nos da luz, y esa luz proviene de la vida que hay en Él (Cristo) y que nos ha impartido a nosotros. (Ver Juan 1: 4)
Asimismo, Él es el que ha transformado nuestros corazones, duros y fríos, llenándolos del calor de Su amor.
El siguiente punto se refiere al girar de la tierra en torno al sol en órbitas constantes e ininterrumpidas – con el movimiento de rotación sobre sí mismo, que nos señala el día y la noche dentro de las 34 horas, y el de revolución, que enmarca el año de 365 días.
Así como la tierra gira en torno al sol, como el centro del sistema planetario en que nos encontramos situados, nuestras vidas giran en torno a Él como nuestro centro.
Su voluntad, Sus propósitos, Su provisión y protección, Su guía y todo lo demás nos condicionan y disponen para que estemos enfocados hacia Él, en todo lo que la vida nos exige y depara.
Si nos salimos de esa órbita en torno a Él, bien pronto entramos en tinieblas, frustración, turbación o cosas peores. Mas loada sea Su gracia, podemos remediarlo arrepintiéndonos y retomando la órbita con la ayuda del Espíritu Santo.
El tercer y último punto que señalamos – pero reconociendo que seguramente debe haber más – es sobre el poder deslumbrante de esa luz.
Pablo lo manifestó en Los Hechos 22:11 diciendo: “Y como yo no veía a causa de la gloria de la luz…”
Aun cuando nuestra experiencia no haya sido tan sobresaliente como la de Palo, el efecto ha sido el mismo, y acontece en toda genuina conversión.
Nos explicamos. En lo natural nuestros ojos no pueden mirar el sol fijamente cuando brilla, debido a que la intensidad de su luz nos encandila y puede dañar la vista.
A veces lo hacemos accidentalmente y por sólo una fracción de segundo. Esto es suficiente para que nuestra visión quede muy afectada. Se vuelve nublada, por lo menos por unos momentos, de tal modo que las cosas u objetos que antes veíamos y distinguíamos con claridad, ahora no las veamos así, sino desdibujadas y borrosas.
Lo mismo sucede en nuestras vidas cuando Jesús, la luz del mundo, nos ilumina con Su luz admirable. Muchas de las cosas que antes veíamos con claridad y como importantes, y que nos apetecían y absorbían, ahora se nos aparecen nubladas y carentes de sentido e importancia, y aun razón de ser. Y mientras esto sucede, Él pasa a ser la luz de nuestra alma, que nos conduce por una senda nueva, distinta e inmensamente mejor.
Esa luz de ahí en más pasa a ser la fuerza rectora de nuestra vida, que ha de seguir brillando a todo lo largo del camino, con su fulgor tan benéfico y glorioso.
Cierto es que, así como acontece en lo natural, en lo espiritual las nubes de pruebas, dificultades, presiones y tensiones pueden interponerse e impedir que veamos al Sol de Justicia en todo su esplendor.
Sin embargo, de la misma manera en que un avión despega y levanta vuelo, perforando las nubes y llegando a un lugar muy por encima de ellas, así nosotros también podemos toma alas por el Espíritu Santo, perforando también las nubes que se interponen y alcanzando un lugar de mayor altura.
Desde el mismo, volvemos a ver el Sol de Justicia brillando con todo su fulgor, estando ahora bajo un cielo radiante y despejado, Las nubes no han desaparecido – siguen como antes – pero con dos puntos de diferencia muy importantes.
Ahora están debajo nuestro, no encima como antes, y desde lo alto – créase o no – siempre o casi siempre se las ve blancas, muy blancas, y no oscuras o grises, como a menudo se las suele ver desde abajo.
Esto último nos da el sencillo pero alentador mensaje que las nubes de dificultades, pruebas y problemas, en realidad han de redundar para nuestro bien y la purificación y el emblanquecimiento de nuestras vidas.
Loado sea Dios! “A los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien.”
Y además, a pesar de esas nubes grises u oscuras, Jesús, nuestro sol y la luz del mundo, está ahí como siempre, fiel e inconmovible.
FIN