DEL ANTIGUO AL NUEVO

Capítulo 13
Primera parte

Fe que flaqueó y fe que nunca vaciló

No hemos perdido, como podría parecer, el hilo central de contrastes entre Juan Bautista y el Señor Jesús.
Al considerar buena parte de la inmensidad de la herencia de la luz plena, necesariamente hemos tenido que dejar atrás a Juan Bautista, aunque transitoriamente, para remontarnos a esferas que van mucho más allá.
Mas ahora retomamos nuestro hilo conductor, para considerar el contraste que marca el título.
En un capítulo anterior ya comentamos el efecto que le surtió a Juan Bautista su encarcelamiento.
Enterado de los milagros que Jesús estaba haciendo, “…llamó Juan a dos de sus discípulos y los envió a Jesús, para preguntarle ¿Eres tú el había de venir, o esperaremos a otro?” (Lucas 7:18-19)
Como ya dijimos, esto resulta sorprendente. Después de haber recibido la señal inconfundible que le había dado Dios de que el que él esperaba sería aquél sobre quien vería al Espíritu descender y permanecer; después de cumplirse ante sus propios ojos señal tan clara, y después de haber afirmado ante la multitud presente: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29) – después de todo eso, decimos -mandar a preguntar si era de verdad Él o había que esperar a otro, nos parece tan increíble.
Sin embargo, no debemos ser demasiado severos en esto, olvidando el efecto deprimente que le debe haber causado, al encontrarse detrás de rejas, y sin ver la luz del sol por un buen tiempo.
Recordemos las ocasiones en que, atravesando por fuertes pruebas, nuestra fe no ha sido todo lo firme que debiera haber sido, para así no juzgar para no ser juzgados (Mateo 7:11) y ser misericordiosos, para que podamos alcanzar misericordia. (Mateo 5:7)
No obstante, no podemos resistir la tentación de hacer la comparación entre Juan Bautista y el apóstol Pablo.
Considerándose éste el más pequeño de todos los santos (Efesios 3:8) entra y cuadra perfectamente dentro de lo que Jesús afirmó en Lucas 7:28:­
“…el más pequeño en el reino de Dios mayor es que él.” Estando en prisiones por varios años, lejos de titubear o dudar, el pequeño gran siervo de Dios se mantuvo pletórico de fe y confianza.
En esa etapa tan difícil de su carrera, llegó a ser el vaso privilegiado, por medio del cual Dios nos ha otorgado, por su vida y por sus epístolas, un legado preciosísimo, y de valor tan vital para la iglesia y los santos de todos los tiempos.
En la consideración de las posibles causas que llevaron a Juan Batista a dudar, identificamos las tres más probables. 1) Lo ya mencionado del efecto deprimente de estar encarcelado y sin ver la luz del sol por un buen tiempo. 2) El factor hereditario, derivado de su padre Zacarías, quien dudó al recibir el anuncio del ángel Gabriel. 3) El hecho significativo de que él era el último eslabón del Antiguo Testamento, el cual estaba basado en hacer o cumplir las obras de la ley, a diferencia del régimen del nuevo pacto, en el que nos acogemos por la fe a todos los beneficios derivados de la obra redentora del Calvario.
Esta última es de índole más bien teológica, algo discutible, y no tan práctica como las dos primeras.
La segunda causa que hemos puesto – el factor hereditario – es algo que muchas veces se comprueba en el terreno de la experiencia, si bien es justo consignar que a veces se dan excepciones.
Finalmente, yendo en orden inverso, la primera no deja de ser atendible, y debemos ponernos en el lugar de él, encerrado en la lúgubre cárcel, y no ser tajantes, juzgándolo o menospreciándolo por no haberse mantenido lleno de fe y confianza, como lo hizo Pablo a través de su prolongado encarcelamiento.
No obstante esto último, debemos tener en cuenta lo que se ha dicho más de una vez, acerca de los dos males que el Señor Jesús, en Su ministerio terrenal, fustigó con mayor severidad,
Uno de ellos fue la hipocresía de los fariseos y escribas, y el otro la incredulidad.
Por ejemplo, en el caso de Pedro cuando intentó andar sobre las aguas, tal vez algunos de nosotros habríamos de ser benévolos y complacientes con él, pensando que, en medio de un mar tan embravecido, con las fuertes olas y el recio viento, Pedro no había estado tan mal después de todo,. Por lo menos dio unos primeros pasos, mientras que los demás discípulos no se atrevieron, y permanecieron en la barca como meros espectadores.
Sin embargo, al tenderle la mano y asir de él, le dijo con todo énfasis: “… hombre de poca fe ¿Por qué dudaste? “
Debemos comprender que había una razón muy importante, por la cual el Señor fustigó la incredulidad tan severamente.
La incredulidad es en verdad la madre de todo pecado. De Adán y Eva, si bien puede decirse que su primer pecado fue desobedecer a Dios, ahondando un poco hemos de caer en la cuenta de que esa desobediencia brotó de no creer en lo que Dios les había dicho.
En efecto, seducida por la serpiente, Eva creyó lo que la misma le dijo, que en síntesis era que Dios no les estaba diciendo la verdad a ella y a su marido, y que les estaba queriendo privar de algo muy bueno. En otras palabras, que Dios era un mentiroso y les estaba engañando -una blasfemia horrenda e infernal.
La incredulidad – pensar que un Dios de absoluta verdad, honor y majestad pueda mentir – entró así en el corazón de ellos y luego de todo el género humano, como un cáncer maligno y maldito.
En la actualidad, por la presentación del evangelio Dios nos lleva ahora, por así decirlo, a foja número uno, esto es, al lugar donde Adán y Eva estaban en un principio.
Al poner delante de nosotros Su palabra, ella nos presenta una doble opción. Una es la de no creer en ella como Adán y Eva, y en ese caso quedar hundidos en la oscuridad, sin esperanza alguna, por quedar divorciados por esa incredulidad del único Ser que nos puede procurar el bien y la bienaventuranza, tanto en esta vida como en la del siglo venidero.
La otro opción – la que corresponde de verdad y desde todo punto de vista – es dar la espalda a todo lo que nos quiera inducir a la incredulidad, y en cambio creer de todo corazón lo Dios dice en Su palabra, para así abrazarla y y obedecerla plenamente.
En suma, que Jesús veía con toda claridad, lo que nosotros también debemos ver y entender cabalmente, a saber, que dudar de Su palabra equivale a alinearnos con la serpiente antigua y engañosa, y que por el contrario, creer de verdad esa palabra Suya, equivale a unirnos, y reunirnos y religarnos con Dios, al quedar reparado y restaurado el eslabón de la unión con Él, que se rompió en un principio en el jardín del Edén.
Es muy importante que se comprenda esto con toda claridad, y animamos al lector u oyente a leer esta explicación detenidamente, y por segunda vez, a fin de absorberla y asimilarla debidamente.
Verá también en esto la razón poderosa por la cual el justo debe necesariamente vivir por la fe, como se nos dice de una forma u otra en varias Escrituras. Si se intentase vivir por otro camino, el cáncer maligno de la incredulidad quedaría sin curarse, con todas sus horribles consecuencias.
Aquí pasamos ahora del aspecto negativo de la fe de Juan Bautista, que llegó a flaquear, y también de la de Pedro, que también lo hizo, al anverso de la medalla – la de Jesucristo que nunca flaqueó ni vaciló.
Hebreos 12: 2 lo presenta como el autor y consumador de nuestra fe, en el cual debemos fijar los ojos durante ésta, nuestra carrera terrenal.
Como hemos señalado en más de una ocasión en la exposición oral de la palabra, significativamente, la palabra fe como sustantivo, en el libro de Hebreos aparece treinta y tres veces.
Hemos tomado esto como un indicio numérico, que concuerda desde luego con lo que los cuatro evangelios nos hacen conocer del Señor, a saber, que a todo lo largo de Sus treinta y tres años de vida en la tierra, Él ostentó una fe absoluta y perfecta siempre.
Debemos comprender que, al tomar sobre sí la forma de un ser humano, de carne y hueso como tú y yo, Él también tuvo hambre y sed, fatiga y dolor, y sintió además los rigores del frío y del calor excesivo.
Decimos esto, recordando haber oído hace muchos años a una mujer que no aceptaba la deidad de Cristo, afirmando que, debe haber sido Dios, Su vida, sacrificio y ejemplo no habrían tenido mérito alguno.
Su razonamiento era, al parecer, que en ese caso todo lo que hizo y padeció lo habría logrado y atravesado fácilmente y sin esfuerzo por ser Dios.
Verdad que Su encarnación no deja de ser un misterio, el cual no nos es dado ahora sondear y comprender en toda su amplitud y profundidad.
No obstante, sabiendo a ciencia cierta que Su preexistencia, deidad y eternidad están claramente avaladas en las Sagradas Escrituras, también podemos comprender y tener bien claro que las mismas se vistieron de la humanidad nuestra, con todas las propensiones del género humano, excepto las del pecado y la enfermedad.
El entender esto nos ayudará bastante a valorar Su fe inquebrantable.
Por ejemplo, volvamos al relato que hemos tomado en parte, de la ocasión en que Pedro intentó andar sobre las aguas. (Mateo 14: 22-23) mirándolo ahora desde la perspectiva de Jesús.
El Maestro había tenido una jornada muy intensa, atendiendo a la gran multitud que le seguía, para la cual había multiplicado los panes y los peces. Tras hacer subir a la barca a Sus discípulos, subió al monte a orar, y esa subida desde luego tiene que haber supuesto un buen esfuerzo físico.
Sin el reposo de unas horas de sueño, llegada la cuarta vigilia, y consciente de que la barca en que estaban los discípulos estaba azotada por las grandes olas, se dispuso a ir en su auxilio.
Tenía por delante el mar embravecido, con un fuerte viento y el vaivén impetuoso de las fuertes olas.
No obstante, con fe indómita y serena calma, se puso a andar sobre las aguas, sabiendo que era la voluntad del Padre que acudiese a socorrer a los doce.
Él también vio las gigantescas olas y sintió el fuerte viento que lo atemorizaron a Pedro, pero nada de eso hizo la menor mella en Su ánimo y en Su fe. Caminó sobre las aguas del mar sin la menor ansiedad ni temor, con absoluto dominio de la situación, y casi diríamos, con toda naturalidad, como si hubiera sido algo a lo cual estaba habituado a hacer.
Como si fuera poco, ante el grito de “socorro” de Pedro acudió a él, y “apoyado” sobre las aguas levantó su peso muerto que se estaba hundiendo, a la vez que se mantuvo a sí mismo en pie, firme sobre el turbado mar.
Al ver todo eso, y cómo se calmó el viento al subir los dos a la barca, con toda razón, los discípulos vinieron y le adoraron, diciendo: “ Verdaderamente eres Hijo de Dios.”
Por cierto que la fe que desplegó en aquella oportunidad fue realmente asombrosa, dejándonos boquiabiertos.
Se cuenta que en en el mover de Dios en Indonesia, en la década de los sesenta del siglo pasado, en una ocasión varios creyentes tuvieron la misma experiencia de andar sobre las aguas.
En aquella ocasión, fueron comisionados por el Señor para predicar la palabra en un punto situado del otro lado de un ruido caudaloso, no habiendo ningún puente que permitiera cruzarlo.
Fue así que caminaron sobre las aguas, y se dice que las plantas de sus pies no estaban sobre la misma superficie. sino sumergidas algo así como un centímetro.
También hemos sabido de un informe que consideramos fidedigno, que posteriormente otros creyentes quisieron hacer lo mismo, pero sin ningún mandato del Señor.
Trágicamente, perecieron ahogados, lo cual no nos extraña, pues sabemos que cuando el poder de Dios se está manifestando de una forma abierta y evidente, como sin duda lo estaba en Indonesia en ese entonces, resulta muy temerario actuar con presunción, como quien quiere manipular las cosas sagradas de Dios, y jugar con ellas con vanagloria.
Otro caso muy destacado en que rayó a gran altura la fe de Jesús, fue el de la resurrección de Lázaro.
Tenía delante de sí la piedra que cubría la boca de la cueva en que estaba sepultado. Había estado allí por cuatro días y su cuerpo hedía.
Con toda esta evidencia que proclamaba que se hallaba ante un imposible absoluto, nos maravilla la serena confianza con que, alzando los ojos a lo alto pudo decir:­
“Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes, pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado.” (Juan 11:41-42)
Debemos agregar que, desde luego, esa fe de Él siempre operó en función de la voluntad de Dios.
Como Su mente y corazón estaban siempre al unísono con el Padre, Él sabía muy bien en cada caso lo que era la voluntad de Dios, y lo que no lo era.
Cuando se encontraba con algo que sabía que lo era, aun cuando, como en el caso de Lázaro las apariencias le gritasen, por así decirlo, que era totalmente imposible, las enfrentaba con total fe y confianza, y las vencía siempre.
Por otra parte, cuando sabía que no era la voluntad o el tiempo señalado por el Padre, no perdía el tiempo, y se cuidaba bien de no meterse en ello.
Tenemos un ejemplo muy concreto de esto en Lucas 12:13­14:­

“Le dijo uno de la multitud: Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia.”
La respuesta del Señor fue muy contundente:­
“Mas él le dijo: Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?
Y a continuación pasó a hacer algo que sin duda era la voluntad del Padre – advertir sobre el engaño y el mal de la avaricia, que por algo Pablo define como idolatría en Colosenses 3:5b.
Pero el Señor fue más lejos que eso. Después de afirmar que “la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (12.15) pasó a referir la parábola de un hombre rico, cuya heredad había producido mucho, y decidió derribar sus graneros y en su lugar edificar otros mayores, para así guardar toda la abundancia con que contaba.

Y de esa manera reposar, comer, beber y regocijase.”Pero
Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma, y los

que has provisto ¿de quién será? Y el Señor redondeó con la tajante sentencia final:
“Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.”
A buen entendedor, solemos decir, pocos palabras bastan. Que seamos buenos entendedores, que en todo esto hay sabiduría celestial, la cual, más allá de nuestra breve peregrinación terrenal, se proyecta y perdura por siglos y siglos en una eternidad sin fin.
Otra ocasión en que el Señor sabía que no era la voluntad del Padre, la tenemos en el caso del ciego de nacimiento que era puesto para mendigar a la puerta del templo, según se nos cuenta en Los Hechos 3:1-10.
Como bien se ha dicho, el Señor lo debe haber visto más de una vez, pero no teniendo directiva del Padre, no intentó sanarlo. Quizá hasta había entendido que ese milagro el Padre lo tenía reservado para Pedro y Juan después de Pentecostés.
En muchos otro casos el Maestro hizo gala de Su fe inquebrantable. Las veces que alimentó a multitudes de millares, multiplicando los panes y los peces que había; la vez que liberó y sanó al muchacho atormentado por un espíritu mudo y sordo, contra el cual sus discípulos nada habían podido hacer; otra en la cual el endemoniado gadareno, poseído por una legión de espíritus inmundos, quedó completamente liberado, sentado a los pies de Jesús, vestido y en su juicio cabal; la resurrección de la hija de doce años del principal de la sinagoga llamado Jairo y la del hijo único de la viuda de Naín, no son sino algunos de los muchos milagros que Él hizo, por el poder del Espíritu Santo, y merced a Su fe perfecta y absoluta.
No debemos olvidar las palabras finales del evangelio de Juan. Jesús hizo muchas otras no consignadas en las Escrituras, de las cuales Juan dijo que si se escribiesen una por una, pensaba que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. (Se entiende que esto era en aquel tiempo en que no existían los adelantos actuales de la imprenta y demás, y cada cosa se tenía que escribir a mano y en voluminosos libros y pergaminos. (2a. Timoteo 4:13) Interrumpimos aquí para continuar en la segunda aparte.
FIN