DEL ANTIGUO AL NUEVO # Capítulo 12 – 1a. parte
Del Antiguo al Nuevo
Capítulo 12 – 1a. parte
Luz Plena (2)
Un llamamiento celestial que nos constituye en hijos, en santos, en ministros del Dios Altísimo, y en reyes y sacerdotes.
“Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento divino…” (Hebreos 3:1)
Todo esto representa una gracia superlativa, la cual se nos confiere por el puro y maravilloso amor divino.
Es fácil, sabiendo estas cosas a un nivel mental, perder la sensibilidad espiritual, y no valorarlas debidamente. Pero pensemos y reflexionemos quedamente ante el Señor sobre lo que significan.
Nosotros todos, que hemos sido pecadores rebeldes y que no merecíamos nada, somos ahora los altamente agraciados depositarios de un llamamiento celestial. El Eterno Dios, tras fijar Su mirada en nuestras pequeñísimas vidas, aun conociendo lo peor de cada uno de nosotros, ha optado por amarnos, por escogernos para sí, y otorgarnos a cada uno un pequeño, pero muy digno lugar, en Su gran programa universal y eterno.
Hijos del Dios Padre Eterno, no por una adopción formal y legal, sino por el renacimiento. Hijos de un Padre fiel, lleno de sabiduría, gracia amor y poder y muchísimos otros atributos de grandeza inescrutable, que se preocupa de verdad por cada uno de Sus hijos, velando desde Su trono por su bien día y noche.
Por ser hijos Suyos, Él ha derramado en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama y por el cual clamamos “Abba Padre” (Gálatas 4:6 y Romanos 8:15.)
Esto significa que desde lo íntimo de nuestro ser brota un tierno amor filial, reconociéndolo a Él como nuestro verdadero Padre, con todo el inmenso bien que ello supone.
Dichosos somos los que sabemos que en verdad somos hijos Suyos, e hijos bien nacidos, por Su inmensa gracia. En contraste con ello, cuán pobres aquéllos que no lo conocen como Padre, y están faltos de tan inestimable bien!
Santos, no por haber acumulado méritos por nuestros propios esfuerzos, sino por el poder santificador del Espíritu Santo, en virtud de la la obra redentora consumada por el Señor Jesús a nuestro favor en el Calvario.
Una parte muy importante de esa obra fue llevar en su muerte expiatoria nuestra vieja vida, sucia y corrompida, y otorgarnos en cambio una nueva – la Suya, limpia, santa y pura.
En la Biblia aparece algunas veces la frase “la hermosura de la santidad.” No se trata de una apariencia de piedad, reflejada a través de una religiosidad en la conducta o estilo de vida.
En cambio, consiste en vivir en la esfera de la verdad, la honradez y la limpieza, una esfera que no sabe de las torceduras y las suciedades contaminantes de la mundanalidad y la vida carnal.
El contraste entre tal vida santa y pura, y una vida egoísta, corrompida y pecaminosa es absolutamente abismal, y cuán gloriosa y bendita nos resulta en este aspecto -y en todos los demás también – la porción que nos ha tocado por herencia!
Ministros del Dios Altísimo.
“…ministros de nuestro Dios seréis llamados, comeréis las riquezas de las naciones, y con su gloria seréis sublimes.” (Isaías 61: 6)
La palabra ministro en realidad significa siervo. No obstante, en esto no cabe para nada el concepto de algo servil, propio de una persona de rango o nivel inferior.
Muy por el contrario, ser un verdadero siervo o sierva del Señor, constituye una dignidad y honor superlativos. Algunos no lo comprenden así, y aspiran a ser identificados por medio de títulos o cargos que consideran de más alto nivel o envergadura.
Jesucristo fue a todo lo largo de Su trayectoria terrenal el siervo modelo y perfecto, y por cierto que ninguno de nosotros debiera sentir que “nos queda chico” ser reconocidos como siervos, con tal, claro está, de que lo seamos de verdad.
Reyes y Sacerdotes.
En el Antiguo Testamento, en el pueblo de Israel ninguno podía ser rey y sacerdote a la vez.
La razón era que los reyes necesariamente debían ser de la tribu de Judá y de linaje real, mientras que los sacerdotes debían ser de la tribu de Leví y de linaje aarónico.
Verdad es que al separarse los reinos tras la apostasía de Salomón, en la historia del reino del Norte hubo una serie de reyes faltos de linaje real alguno, y como resultado de conspiraciones militares. Pero en el reino del Sur, con Jerusalén como capital, la necesidad de ser de la tribu de Judá y de linaje real seguía en pie.
Una de las muchas glorias del Nuevo Testamento, que está basado en mejores promesas y en el más excelente ministerio del Señor Jesús (Hebreos 8:6) radica en el hecho de que esa limitación del antiguo régimen ha perdido vigencia y quedado plenamente superada.
Jesucristo, como Rey de reyes que es, a través de Su sacrificio y la aspersión o el rociado de Su sangre real en nuestro espíritu, nos confiere la altísima honra de compartir Su realeza.
Igualmente, instituido con juramento como Sumo Sacerdote eterno, por la misma vía nos otorga también el muy digno privilegio de ser sacerdotes del Dios altísimo.
En verdad, esto constituye una bendición y y un honor por partida doble, y de inestimable valor, procedente de Aquél de cuya plenitud hemos recibido todos, y gracia sobre gracia. (Juan 1:16)
Notemos también que esta doble gracia de conferirnos realeza y sacerdocio, se nos otorga como parte de la redención que tenemos por su sangre. Tanto Apocalipsis 1:6 como 5.10, en que se nos declara que nos ha hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, van precedidos en el versículo inmediatamente anterior de su sangre, como el medio de gracia por el cual semejante bendición y privilegio se nos ha acordado.
Para mayor abundamiento, estando la vida en la sangre, o siendo la sangre la vida, como se nos afirma en Levítico 17:11 y Deuteronomio 12:23 respectivamente, al verterla en el Calvario, Jesucristo estaba derramando la preciosa semilla de Su vida.
Es por eso que en un párrafo anterior hemos puesto “a través de la aspersión o el rociado de la sangre en nuestro espíritu”
Al rociarnos en nuestro interior con esa sangre del Rey de reyes y del Sumo Sacerdote Eterno, el Espíritu Santo ha puesto en nosotros, como tesoro sagrado, la preciosa semilla de la vida misma de Jesús, destinada a reproducir en cada uno de los Suyos de verdad, un rey y un sacerdote para Dios a semejanza de Él.
Como un breve paréntesis, en cuanto al rociado con la sangre, tenemos en 1a. Pedro 1:2 un versículo más que lo confirma de forma concluyente. Al dirigirse a los creyentes expatriados de la dispersión en diversos lugares, afirma: “…elegidos según la presciencia de Dios Padre, en santificación
del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo, Gracia y paz os sean multiplicadas.”
Aunque para algunos esta última explicación nuestra puede parecer innecesaria, hemos notado a través de los años, que muchos no terminan de comprender esta verdad debidamente y en todo su rico contenido. Al hablar de la sangre de Jesucristo, a veces parece que algunos, lo único que comprenden es que nos limpia de todo pecado, según 1a. Juan
1:7. Aun cuando de por sí esto es algo muy maravilloso, no es por cierto lo único – hay mucho más.
Lo que estamos diciendo de la sangre, en el sentido de que también es la semilla reproductiva, no es ni más ni menos que otra proyección del principio de reproducir según la especie y género, que aparece ya en la primera página de la Biblia.
En efecto, en Génesis 1: 12.13 se la consigna por primea vez con respecto al reino vegetal, y el mismo principio posteriormente se extiende al reino animal, al género humano, y finalmente al reino espiritual.
En este último, al reproducir Dios en los santos escogidos tanto la realeza como el sacerdocio de Cristo, lo hace en base a este principio, elevándolo al mismo tiempo a un nivel mucho más alto.
Pero éste no es todavía el último peldaño – todavía hay uno más encumbrado!
Participantes de la naturaleza divina. “…preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina” (2a. Pedro 1:4)
Se ha afirmado, y con mucha razón, que en Cristo Jesús hemos alcanzado y logrado mucho más de lo que perdimos en Adán.
La caída de los que solemos llamar nuestros primeros padres, Adán y Eva, provocó desastrosas y trágicas consecuencias de todo orden para el género humano.
Eso es innegable, y lo estamos viendo reflejado hoy día quizá como nunca antes -tanto a nivel colectivo en la sociedad, como individual o personalmente -en vidas maltrechas, trastornadas, o virtualmente deshechas.
La redención que el evangelio nos trae, no se ofrece a nivel colectivo, sino individual, a cada hombre o mujer que de verdad quiera recibirla. Por medio de ella se logra una restauración de todo lo perdido.
Pero además de ello, en el interior del vaso de barro que seguimos siendo, se recibe un depósito de inestimable valor: la comunicación de la naturaleza divina.
Adán, antes de la caída, era un ser inocente, que no había conocido el pecado, y que individualmente estaba altamente dotado, tanto física como mentalmente.
No obstante, no dejaba de ser un ser humano, al cual no le había alcanzado ni llegado esta gloria del nuevo pacto: la de ser participante de la naturaleza divina.
La misma la debemos equiparar con lo que Pablo nos dice en Colosenses 1: 27:
“..a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria.”
Como vemos, se trata de algo con lo cual Adán no contaba, y además no conocía ni experimentaba, y que además, tampoco conocía ni experimentaba el pueblo de Israel en el régimen del Antiguo Testamento.
Esto se nos confirma en 1a. Pedo 1: 12, donde, refiriéndose a los profetas de antaño se lo puntualiza con toda claridad.
“A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado desde el cielo, cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles.”
Tomemos conciencia pues de esta gloria tan maravillosa: somos por pura y soberana gracia del Señor, participantes de nada menos que la misma naturaleza de Dios. Y vivamos también a la luz y en la virtud de tan gloriosa verdad.
Y notemos, además, que esto es otra proyección más de la grandiosa e incomparable redención y restauración que el bendito Crucificado ha logrado a nuestro favor.
En efecto, en Génesis 1:26 leemos el propósito creativo dispuesto por el Dios Supremo para el ser humano:-“También dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza…”
Como sabemos, tristemente eso se perdió por la caída del género humano en el pecado. No obstante, el Altísimo e Invencible Dios, no iba de ninguna forma a ser privado de salirse con la Suya – esto dicho con toda reverencia, desde luego – ni por la serpiente astuta y engañosa, ni por el pecado del ser humano. Y así, valiéndose del incomparable sacrificio redentor de Su Hijo Amado, logra ver plenamente cristalizado tan alto y maravilloso designio creativo.
La muerte vencida.
“Y todo aquél que vive y cree en mí, no morirá eternamente.”
(Juan 11.26)
La muerte, ese horrible y postrer enemigo, es algo que a muchos, sobre todo cuando su llegada se aproxima, les causa espanto y terror.
Para los verdaderamente redimidos el panorama es totalmente distinto. Amén del versículo que hemos citado, tenemos muchos más que nos hablan de nuestra gloriosa esperanza, como parte de la vastísima herencia que nos ha tocado.
Tomemos dos de ellos.
“De cierto, de cierto os digo, que el que guarda mi palabra, nunca verá muerte.” (Juan 8:51)
“…nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio.”(2a. Timoteo 2:10)
Cuando dejemos de respirar y nuestro corazón dé su último latido, un médico de cabecera habrá de expedir el certificado de nuestra defunción, y se dirá de nosotros que somos muertos, difuntos o que hemos fallecido.
No obstante, no es eso lo que Dios dice en Su palabra en cuanto a nosotros Sus redimidos.
Al acercarse el fin de su curso terrenal San Pedro afirmó:
“…sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como el Señor Jesucristo me ha declarado…” (2a. Pedro 1:14)
Por su parte en el libro de Los Hechos, al finalizar el relato del martirio de Esteban, tras consignar sus últimas palabras, se agrega:
“…y habiendo dicho esto durmió.”(Los Hechos 7:60)
Igualmente en 1a. Corintios 15: 6 y 1a. Tesalonicenses 4: 13, 14, y 15, Pablo no emplea el verbo morir sino dormir.
Aun antes de consumar Su sacrificio expiatorio en el Calvario, tanto de la fallecida hija de Jairo en Lucas 8:52, como de Lázaro en Juan 11:11, Jesús dijo que dormían.
Esa es la preciosa y emancipadora verdad – la gracia del evangelio ha transformado para nosotros la tan temida muerte en algo muy distinto – en un plácido dormir que nos ha de llevar al más dulce despertar que se pueda concebir.
Sin querer internarnos en el escabroso laberinto de la teología, afirmamos nuestra convicción de que se trata, y se tratará, de un dormir consciente, a la espera de que nuestro ser se vista de del nuevo cuerpo espiritual, que será a la vez un cuerpo inmortal, totalmente exento de corrupción. (Ver 1a. Corintios 15: 44 y 53)
Hablando en un plano normal y corriente, qué maravilloso invento del Señor ha sido el sueño!
Como es algo a lo cual estamos tan acostumbrados, no sabemos reparar en el milagro que en realidad supone.
Agotados, después de una intensa jornada de labor, dejamos
de lado toda ocupación y preocupación, y tomamos la posición
horizontal en nuestros lechos, desconectándonos de todo lo que nos rodea.
Bien pronto quedamos sumergidos en el mundo del sueño, emitiendo ronquidos de diversa intensidad, y sin que nos demos cuenta de ello, pero que otros, que se encuentran despiertos, oyen, ya sea para su deleite o desagrado!
Así yacemos unas cuantas horas, durante las cuales hacemos gala de una humildad ejemplar. Durante todo ese lapso de tiempo podrán decir lo que quieran de nosotros, pero ni siquiera nos inquietaremos en lo más mínimo, ni llegamos a pestañear!
Por fin llegado el amanecer y la luz de un nuevo día, a unos muy pronto, a otros tal vez un buen rato más tarde, un maravilloso mecanismo interno nos dice que hemos dormido bastante – que ya no necesitamos más sueño.
Y así nos despertamos, totalmente despojados del agotamiento anterior, y con nuevas fuerzas y bríos, listos para iniciar la nueva jornada.
¿Se le ha ocurrido pensar, querido lector u oyente, qué sería de nosotros si el todo sabio Creador, no hubiese inventado ni dispuesto para Sus criaturas esta cosa tan maravillosa, restauradora y renovadora que es el sueño?
Aun cuando no lo hemos gustado todavía, tenemos la firme convicción de que el dormir del cual disfrutaremos al terminar nuestra carrera aquí en la tierra, será todo lo bueno y dichoso del dormir natural, y aun mucho más. Y desde luego, llegado su tiempo, nos llevará, como ya hemos visto, al más bendito y dulce despertar eterno.
Esta verdad es otra parte, magnífica y maravillosa, de nuestra herencia en la luz plena del evangelio de la gracia y la vida eterna.
Qué contraste tan grande con un morir sin Dios, sin Cristo y sin esperanza!
Interrumpimos aquí para continuar en la segunda parte.
FIN