El encuentro con Melquisedec (III) # Capítulo 11
Capítulo 11
El encuentro con Melquisedec (III)
“…y le bendijo, diciendo: Bendito sea Abraham del Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, y bendito sea el Dios Altísimo, que entregó tus enemigos en tu mano. Y le dio Abraham los diezmos de todo.” Génesis 14:19-20.
Qué contraste abismal hay entre la ley y la gracia!
En la primera parte de Deuteronomio 27, se consigna que al pasar el Jordán y entrar en la tierra prometida, el pueblo de Dios tenía que levantar piedras grandes revocadas con cal, y escribir sobre ellas todas las palabras de la ley mosaica.
A continuación, en el mismo capítulo, se nos dice que seis de las tribus se debían ubicar sobre el monte Gerizim para bendecir al pueblo, y la otras seis sobre el monte Ebal, que significa árido o falto de crecimiento, y desde allí pronunciar la maldición.
Lo curioso y a la vez sumamente significativo es que, en lo que resta del capítulo, no figura ninguna bendición pronunciada por las seis primeras tribus. En cambio, a partir del versículo 15, y hasta finalizar en el 26, tenemos la maldición que debían pronunciar las otras seis, con el hincapié más fuerte que se pueda concebir.
En efecto, cada uno de esos doce versículos, sin excepción alguna, comienza con la palabra maldito. Y el último lo resume todo, diciendo: “Maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas.”
Como maravilloso contraste, muchos siglos más tarde, Jesús como mediador de un mejor pacto, basado en mejores promesas, subió al monte de Galilea, sobre el cual pronunció el célebre sermón del monte, tan lleno de verdades y preceptos, todos ellos de un grado y orden muy superior a lo conocido hasta entonces.
Llama poderosamente la atención que en todo lo largo del mismo no salió de Sus labios en absoluto la palabra maldito. En vez de ello, desde el versículo 3 de Mateo 5 en que empieza a hablar, hasta el 11 inclusive, encontramos que cada sentencia comienza con una bendita y preciosa palabra: bienaventurados!
Y con esto va la reflexión – con profunda y tierna gratitud – de que para poder otorgarnos la bienaventuranza de Su inefable bendición, Él tuvo que llevarse sobre Sus hombros santos, con espíritu de abnegación y sacrificio en su expresión absoluta y máxima, la maldición que pesaba sobre todos nosotros.
Maravilloso Jesús que vino a quitar la maldición de en medio, y al mismo tiempo traernos bendición sin par, la cual ningún otro, ni en el cielo ni en la tierra, nos podía traer.
A poco de nacer en Belén en el pesebre, los pastores recibieron la visita del ángel, la cual proclamaba la nueva de gran gozo, y la multitud de las huestes celestiales alababa con fervor y unción, dando gloria a Dios en las alturas por aquello tan bendito y maravilloso que acababa de suceder.
Todo el tiempo de Su vida terrenal, y en particular el tiempo de Su ministerio sin igual, fue un derrotero en el cual dispensaba bendición tras bendición a cuantos lo buscaban y recibían.
Quizá algunos de los muchos que no pudieron estar con Él en los momentos finales, inmediatamente antes de Su ascensión, les preguntarían a los que fueron testigos de la misma:
¿Y qué fue lo último que dijo o hizo?
Y la respuesta, según nos hace saber Lucas 24:51, habría sido:
NOS BENDIJO!
Gloriosa trayectoria de derramar bendición tras bendición de principio a fin!
Melquisedec – fiel reflejo y representación de Cristo – después de sacar pan y vino, pasó a bendecir a Abram como todavía se llamaba entonces nuestro padre.
Según dijimos anteriormente, no tenemos ningún antecedente de Melquisedec previo a este pasaje. No obstante, en la bendición que pronunció se evidencian por lo menos dos cosas que son de mucha importancia.
La primera es que él sabía muy bien que Abraham era del Dios Altísimo, del cual él mismo era sacerdote.
¿Lo había conocido o tratado anteriormente?
No podemos descartarlo por completo, aunque las Escrituras no nos dan ningún indicio de que haya sido así.
La segunda, en la parte en que bendice al Dios Altísimo, es que él sabía muy bien que la victoria resonante que había logrado contra los cuatro reyes, Abraham se la debía a este Dios suyo, Quien los había entregado en sus manos.
Y aquí añadimos un comentario que omitimos expresamente en el capítulo anterior, en cual lo vimos como el guerrero tenaz y valiente que luchó con denuedo y valor en esa ocasión.
Leyendo el relato, llama la atención que con tan solo 318 siervos a los cuales armó para improvisar un ejército, más sus tres aliados, Aner, Escol y Mamre, lograse vencer a cuatro reyes que estaban al frente de otros tantos ejércitos, y que acababan de vencer a cinco reyes que se les habían sublevado.
También hay que tener en cuenta que en esa larga marcha, él y sus 321 soldados habrán llegado al escenario del combate bastante cansados. Sin embargo, hicieron lo que muy bien puede calificarse de una verdadera hazaña, cayendo sobre los enemigos de noche, atacándolos y poniéndolos en retirada, y persiguiéndolos por una gran distancia; y todavía recobrando todo el botín con que se habían hecho.
Al bendecirlo a Abraham, Melquisedec, que era bien consciente de que eso sólo se podía hacer merced a la intervención divina a su favor, añadió con todo peso – “…el Dios Altísimo que entregó los enemigos en tu mano.”
Y esto es sin lugar a dudas otro precioso legado genético con que contamos los auténticos hijos de Abraham: el de poder derrotar a enemigos inmensamente superiores a nosotros en fuerza, y recobrar todo el botín perdido, debido al formidable poder del gran Dios que obra a nuestro favor.
Como para llenarnos de un santo orgullo de ser hijos de Abraham, y más aún del Dios nuestro, el Padre Celestial, Omnipotente y eterno.
El comentario de Hebreos consigna que Melquisedec bendijo al que tenía las promesas, añadiendo que “…sin discusión alguna el menor es bendecido por el mayor.” (Hebreos 7:6-7)
Es decir, que los veía como el altamente favorecido depositario de las grandes promesas de Dios; peo aun así se había encontrado con otro mayor que él.
Debemos tener en cuenta que la epístola estaba dirigida a los hebreos, que siempre por tradición se gloriaban sobremanera por tener a Abraham como padre. (Ver Mateo 3:9 y Juan 8:39.)
Para ellos, el hecho de que hubiese un hombre de carne y hueso como ellos, pero que fuese superior a Abraham, les resultaba algo muy difícil de aceptar.
De ahí esta observación tan acertada y oportuna, que robustece el hilo de la epístola, de la superioridad de Cristo sobre los ángeles, y sobre todos los patriarcas y profetas que le precedieron.
Pero no debemos omitir la parte final de la cita de nuestro encabezamiento:-
“Y le dio Abraham los diezmos de todo.”
En algunas partes, últimamente ha surgido una abierta resistencia contra la enseñanza de que el creyente debe dar sus diezmos a la iglesia en la cual se congrega. Se afirma que nada de eso aparece en el Nuevo Testamento.
La verdad es que es así, y la administración de los diezmos en el Antiguo Testamento, no guarda una relación exacta con lo que generalmente se enseña para el régimen presente.
Para ser estrictamente correctos, debemos notar que los diezmos del producto que rindiera el campo, o bien el dinero logrado por la venta del mismo, tenía como primer fin servirle para adquirir el alimento y cubrir los demás gastos en la ocasión de los tres viajes al año a Jerusalén que cada israelita debía hacer, para guardar las fiestas de la ley mosaica. (Deuteronomio 14:22-26).
Adicionalmente, el tercer año se lo debía dar al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda. (Deuteronomio 26: 12)
No podemos pues trazar un paralelo rígido y obligatorio, pero no cabe duda de que si hay siervos trabajando a tiempo pleno al frente de una congregación o asamblea, nada más justo y correcto que los fieles de la misma correspondan al esfuerzo y sacrificio que realizan, apoyándolos con sus diezmos y ofrendas.
¿Que el dar los diezmos no está precisa y expresamente prescrito en el Nuevo Testamento?
Sí, es verdad. Pero también es verdad que Romanos 4:12 nos dice que los hijos de Abraham siguen las pisadas que él tuvo, e incuestionablemente una de ellas fue darle a Melquisedec – sin ninguna obligatoriedad, pero, a no dudar, de muy buen grado – los diezmos de todo.
También se nos señala en Hebreos 7:6 que Melquisedec los tomó o recibió de él, lo que nos da a entender que las ofrendas y diezmos que damos, aunque encauzados o canalizados a través de los hombres, en realidad se las damos a nuestro Melquisedec, el Señor Jesús.
Con Él no podemos ni debemos ser mezquinos, y Pablo nos exhorta en 2a. Corintios 9:6, recordándonos que “…el que siembra escasamente también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segara.”
Reflexión final
Como simiente de Abraham podemos esperar y debemos buscar tener encuentros sucesivos con el Señor Jesús, nuestro Melquisedec. En cada uno de ellos Él nos bendecirá, confirmará y fortalecerá para que podamos seguir con pie firme en las pisadas de fe que tuvo nuestro padre Abraham.
Asimismo, al igual que él, sin que nadie nos presione ni obligue, sino movidos por el principio del amor y la gratitud hacia el Señor, habremos de darle nuestros diezmos y ofrendas con alegría y sencillez de corazón, procurando siempre que sea posible, que nuestra izquierda no se entere de lo que hace nuestra diestra.
F I N