Cuatro Cosas Inescrutables

Capítulo 3
El apóstol Pablo (1)

En una obra anterior – “Volviendo a las Fuentes Primitivas”

– dedicamos dos extensos capítulos para considerar la carrera y las virtudes de este sobresaliente siervo de Dios. Lo vimos como el depositario de gracia superlativa, como así también en su gran versatilidad como apóstol, profeta, maestro, hombre singular en cuanto a la oración, y mucho más.
Ahora pasamos a presentar algunas reflexiones sobre él, desde el punto de vista que estamos tratando – el de una persona muy agraciada y amada por el Señor, y sin embargo, sometida a gran padecimiento y esto por expreso designio divino.
“..instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles y de reyes, y de los hijos de Israel. Porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre.” (Los Hechos 9: 15-16)
Aquí tenemos otra vez la gran paradoja: un vaso sumamente particular y especial, y por ende muy amado y bendito, pero con una programación de antemano que le iba a llevar a padecer el resto de su vida de muchas maneras y en sumo grado.
Claro está que esto no fue el fin de la historia, sino la siembra

– muy dolorosa por cierto – pero de la cual hubo, y sigue
habiendo hasta el día de hoy,
una cosecha riquísima y maravillosa.

Pero antes de considerar ese resultado tan feliz, y de tan
variados matices, pasamos a referirnos a sus sufrimientos.

Para ello nos valdremos del relato de Lucas en el libro de Los Hechos, pero también, y en mayor medida, de los pasajes de 2a. Corintios 11: 23-33 y 12:1-10.
A muy poco tiempo de haberse convertido empezó a predicar con denuedo en Damasco, y quienes le escuchaban estaban asombrados de ver que el que antes perseguía y asolaba a los cristianos, ahora predicaba a los judíos que Jesús era de verdad el Cristo.
Lo hacía con tal certeza y valor, que pronto comenzó a suceder algo que se iba a repetir y reiterar a todo lo largo de su futuro: los judíos inconversos lo iban a perseguir y procurar matar.
Recordamos que a poco de convertirnos en la lejana Argentina, al testificar de Cristo a un compañero del colegio secundario en que cursaba mi tercer año lectivo, éste lo comunicó a otro de sangre judía, llamado Goldenberg, lo que yo le había dicho.
La respuesta fue tajante: “no hagas semejante cosa que te irás al infierno.”
Para ese judío inconverso, Jesús era un impostor y un falso y lo odiaba a muerte.
Por el contrario, si la luz de la verdad amanece en sus corazones, ellos saben muy bien que no sólo es el Mesías prometido, sino también Emanuel, es decir el mismísimo Dios con nosotros. (Mateo 1:23)
Ese odio de los judíos al querido gran apóstol Pablo llegó a ser tal, que unos buenos años más tarde, en Jerusalén, unos cuarenta de ellos se pusieron bajo juramento de no comer ni beber hasta que le hubieron dado muerte. (Los Hechos 23: 12­13)
También debemos verlo de la perspectiva del dolor moral que debe haber experimentado, al ver la tremenda dureza de corazón conque respondieron a la defensa que él hizo ante el pueblo, la cual se nos narra en Los Hechos 22:1-21.
En efecto: les narró su conversión y cómo el Jesús que él había odiado a muerte se le había aparecido con tanta gracia y misericordia, y esto con el ánimo de que ellos también pudiesen recibir la misma gracia y misericordia.
Lejos de ello, enfurecidos de tal manera al decir Pablo que el Señor le hizo saber que lo enviaría a los gentiles, prorrumpieron en alta voz, con estas increíbles palabras de rechazo y odio infernal:-“Quita de la tierra a tal hombre, porque no conviene que viva.”
Por supuesto, el padecimiento físico que experimentó fue también doloroso en extremo. En el primer viaje misionero emprendido con Bernabé, ambos fueron perseguidos y expulsados por los judíos en Antioquía e Iconio.
No conformes con ello, después que el Señor hiciese un gran milagro a la vista de todos en Listra, llegaron a esa localidad, y lo apedrearon con tal saña que parecía que había muerto.
No obstante, rodeado por los discípulos en una rueda de amor y súplica, el Señor lo levantó maravillosamente, y al día siguiente, casi agregaríamos como si no hubiera pasado nada, salió con Bernabé rumbo a Derbe para continuar su valerosa y sacrificada labor.
En el segundo viaje misionero, acompañado ahora por Silas, también padeció muchísimo. Azotado él y Silas con varas, fueron metidos en el calabozo de más adentro y sus pies fueron asegurados en el cepo.
Con heridas sangrantes, estos dos verdaderos valientes, haciendo gala de un valor y una nobleza, solamente posibilitada – no nos cabe ninguna duda – por la suprema gracia divina, lejos de quejarse o amilanarse, oraban y cantaban himnos de alabanza a Dios!
El feliz desenlace final de este episodio tan conmovedor, con la conversión del carcelero y toda su casa, es bien conocido, por lo que nos abstenemos de comentarlo.
Como nos hemos propuesto que los distintos capítulos sean más bien breves, interrumpimos aquí para continuar en el siguiente.
FIN