SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR – Cuarta parte
SAMUEL EL GRAN RESTAURADOR
Cuarta parte
Según lo anticipamos al concluir la tercera parte, pasamos ahora a tratar el tema – sumamente importante, como ya apuntamos – de la unidad. Citamos ahora varios casos en que el pueblo de Dios se reunió en Mizpa, ya sea para tratar crisis de envergadura o por llegarse a una coyuntura importante. Vemos esto en Jueces 20: 1 – 1ª.Samuel 10:17 – Jeremías 40:7-12.
La unidad es en sí un tema muy amplio y no nos vamos a extender demasiado sobre él, pues sería desviarnos en algo del hilo principal. Pero sí haremos algunas consideraciones generales.
Por empezar, en cuanto dependa de nosotros, debemos estar en paz con todos. (Romanos 12:18) lo que supone, por supuesto, no estar enemistados con nadie, sea hermano en la fe o inconverso.
Tampoco debemos estar en un aislamiento que nos aleja o separa de los demás, ya sea a nivel individual o congregacional. Al cultivar lazos fraternales con otros en ambos sentidos – personal y de iglesia – nos fortalecemos y enriquecemos de muchas maneras.
Esto implica claramente que debemos estar despojados de todo espíritu exclusivista – ¡nosotros somos los únicos ! – o de superioridad – ¡somos los mejores! Ambos son, desde luego, síntomas de estrechez de visión y sobre todo de orgullo espiritual, el cual es muy desagradable a los ojos del Señor.
Paralelamente, debemos ser fieles a la identidad y visión que el Espíritu Santo nos ha dado, y no permitir que el cultivo excesivo de otros lazos nos distraiga de la labor que, de forma personal y también conjunta, Él nos ha encomendado.
Al ser consecuentes en ese sentido, debemos sin embargo respetar y valorar la visión y el trabajo de otros hermanos y consiervos, aun cuando haya diferencias con respecto a lo que nosotros estamos haciendo. Esas diferencias podrán incluso ser grandes, pero la madurez nos enseñará a identificar tanto lo de ellos como lo nuestro como correctamente ubicado dentro de los lineamientos básicos de las Escrituras.
En cuanto a tener comunión con nuestros hermanos, el Nuevo Testamento nos señala tres excepciones:
1) Aquéllos que andan abiertamente en pecado. (1a. Corintios 5:11)
2) Los que se extravían de la doctrina de Cristo. (2a. Juan 9-11) Se entiende que este extravío debe ser en puntos fundamentales.
3) El que causa divisiones, después de una y otra amonestación. (Tito 3:10-11)
El grado de profundidad de la comunión con otros hermanos o iglesias, dependerá de la mayor o menor afinidad que tengamos en cuanto a la experiencia personal con el Señor y la visión espiritual. Pero en todos los casos habremos de ser respetuosos, y valorar lo bueno y positivo que veamos en los demás, según la sabia exhortación de Filipenses 2:4:-
“…no mirando cada uno por lo suyo propio, sino también por lo de los otros.”
Aunque el tema de la unidad queda muy incompleto, nos limitamos a lo anterior, y a volver en particular a lo señalado en primer término en cuanto a estar en paz con todos. Esto con frecuencia se vincula de cerca con la restauración, debido a que en el decaimiento espiritual y sobre todo si ha habido un alejamiento de la iglesia, sin duda habrá producido un deterioro en las relaciones con por lo menos alguno o algunos de los hermanos.
“…Y juzgó Samuel a los hijos de Israel en Mizpa.” (1a. Samuel 7:6)
Seguramente habría distanciamientos, pleitos y enemistades entre un buen número de ellos, y al acercarse al Señor en el sincero arrepentimiento de la parte anterior del versículo, que a continuación hemos de analizar, sentían la necesidad urgente de ponerse a cuentas con todos sus hermanos. En toda auténtica restauración, sea individual o colectiva, ésta es a menudo el sello que la autentifica.
Recordamos como hace muchos años entre un grupo de estudiantes bíblicos que se preparaban para servir al Señor, durante el curso lectivo surgieron malentendidos y disputas entre varios, en las que tristemente abundaron las habladurías y los chismes.
Hacia el final del curso uno de ellos, verdaderamente llamado por el Señor al ministerio, sintió la angustia de estar implicado en tal situación. Profundamente compungido por el Espíritu Santo, se humilló ante el Señor, y en una reunión de testimonios al final del curso, quebrantado en su espíritu pidió perdón a todos los que había ofendido de una forma u otra. Los demás implicados asumieron al parecer la actitud de haber tenido la razón, y si bien en todo el doloroso proceso evidentemente también habían hecho de las suyas, ni en la mencionada reunión, ni después de ella, por lo que se pudo saber, reconocieron su culpa, ni se disculparon en lo más mínimo.
Como resultado de todo esto, el joven que se había humillado se marchó a servir al Señor en el receso veraniego, descargado, plenamente reconciliado y en la paz del Dios, llevando a continuación buen fruto en sus labores. En cuanto a los demás, por lo que se supo, siguieron un camino bastante mediocre en su vida cristiana.
“El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” nos enseñó el Señor Jesús.
En situaciones como ésta, es mejor perder (según la carne) para así ganar, a la postre, según Dios.
“Y se reunieron en Mizpa, y sacaron agua, y la derramaron delante de Jehová, y ayunaron aquel día, y dijeron allí: Contra Jehová hemos pecado.” (7:6)
Aquí tenemos en primer lugar la obediencia consecuente y pronta. “Reunid a todo Israel en Mizpa” les había dicho Samuel, y en su estado de contrición y sincera búsqueda de Dios, no tienen ningún problema en hacerlo sin la menor pregunta ni demora. Cuando estamos realmente quebrantados ante el Señor, alcanzamos esa bendita condición de ser tiernamente obedientes a lo que nos dice, venga directamente de Él, o a través de un siervo Suyo.
A continuación y en segundo término vemos la profunda sed de Dios – el tener hambre y sed de justicia. Cabe suponer que al estar congregados en tan gran número, muy probablemente al calor del sol, tenían naturalmente mucha sed. Y al sacar agua y derramarla delante de Jehová – como vemos por el texto que hicieron – era como si estuviesen diciendo “Tú ves y sabes nuestro Dios que nuestras gargantas están muy secas y tenemos mucha sed. Pero al derramarla delante de Ti, de estamos diciendo, Oh Dios nuestro, que en nuestro interior tenemos una sed aun mayor – sed de Ti, de Tu presencia bendita, de tenerte otra vez en nuestras vidas, llenándolo todo con esa gracia Tuya, como la cual no hay otra.”
Dichoso el varón, feliz la mujer, que tiene esta sed inmensa del Dios vivo. Tanto para él como para ella, el Altísimo habrá de derramar raudales de aguas vivas, que traerán plena restauración, consuelos y dichas celestiales que habrán de saciarlo/a por completo.
Claro está que no se debe confundir esa sed con un deseo muy fuerte de que él nos llene, pero con la motivación, sutilmente enmascarada o escondida en un rincón del alma, de que nos convierta en un “gigante”, o un”superman” en la fe, que habrá de alcanzar grandezas y éxitos resonantes.
El equilibrio perfecto concilia los dos extremos: por una parte, estar despojados de toda vanidad y con la actitud de un niño, que se siente y se sabe muy pequeño; por la otra, una sed muy grande, un deseo vivo de ser llenado y saturado por las fuentes divinas.
Tener esa sed, como dijo Jesús, y como se ha expresado más arriba, es una rica bienaventuranza; en cambio, no tenerla es todo lo contrario.
Amado lector u oyente, si tienes esa sed, guárdala celosamente y cuídate bien de no apagarla ni disiparla, bebiendo de fuentes indignas e impuras. Antes bien, ven a Él, la fuente eterna y cristalina, y derrama a diario tu gran deseo de recibir esos copiosos torrentes de aguas benditas.
Y tú lector u oyente, también amado, que no la tienes, deja que lo que estás leyendo sea como una sal que va penetrando imperceptiblemente en tu organismo espiritual y anímico, y poco a poco te va dando una sed del Dios vivo. Persevera, busca, clama, pide, golpea a las puertas del cielo, que así serás oído, y tú también pasarás a ser uno de los dichosos sedientos, que habrás ser abreveado del torrente de Sus delicias, para quedar plenamente saciado, según la promesa que se nos da en Salmo 36:8.
En tercer lugar, notemos que ayunaron ese día. Ésta es otra forma muy eficaz de hacerle ver al Señor, y a uno mismo también, que vamos muy en serio. El tener buen apetito y querer disfrutar de rica comida, es un instinto natural y además, por lo general un síntoma de gozar de buena salud. El practicar el ayuno sabiamente resulta beneficioso para nuestro organismo, y además fortalece nuestra voluntad y dominio propio, a la vez que, espiritualmente, nos ayuda a estar más diáfanos y despejados que de costumbre.
Todo esto conduce a una mayor eficacia en la búsqueda de Dios, y concuerda con la exhortación del Maestro que nos neguemos a nosotros mismos, en el sentido de anteponer los valores celestiales a nuestro natural deseo de comer.
Hemos de cuidarnos de no adoptar inadvertidamente, o a sabiendas, la actitud de ser más justos o mejores que otros que no ayunan, o pensar que con el mérito del ayuno, casi diríamos, podemos obligar a Dios que nos bendiga. Como en todas las demás cosas, en el ayuno es importante retener una actitud mansa y humildes de corazón, sabiéndonos indignos e inútiles en nosotros mismos, y acogiéndonos al amor infinito y gratuito del Señor.
Por último, al terminar el ayuno se habrá de comer con mesura, y de ninguna manera sobrepasarse para compensar por lo no comido en el ayuno, puesto que esto traería perjuicios tanto al estómago como al espíritu. En este último sentido – el del espíritu – el resultado casi seguramente sería el de pasar de unas horas de feliz comunión a un bajón desagradable y perjudicial, incluso el de perder el terreno ganado anteriormente.
No queriendo que las partes del escrito sean muy extensas, interrumpimos aquí para continuar en la siguiente, a saber, la quinta de esta serie sobre Samuel, el gran restaurador.
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