Peldaños del Discipulado – Capítulo 1 – ¿Por el ascensor o por la escalera?
Peldaños del Discipulado – Capítulo 1
¿Por el ascensor o por la escalera?
El comienzo del libro de Los Hechos nos hace pensar en el correr del telón, para dejarnos ver un escenario nuevo, el cual se presenta inmediatamente después de la ascensión del Señor.
Con cuánta expectativa e ilusión estarían lo discípulos, pensando en esta grandiosa aventura que se les presentaba delante!
El Maestro los había comisionado a ir por todo el mundo, empezando por Jerusalén, para hacer discípulos.
En realidad, nunca habían hecho semejante cosa, pero eso no los desanimaba en absoluto. La tristeza y desorientación que habían experimentado al ser Jesús apresado, crucificado y sepultado, habían pasado a ser un gozo indescriptible, al verlo gloriosamente resucitado.
Verdad que habiendo ascendido, ahora ya no estaba físicamente presente con ellos. Pero les había dado la promesa de no dejarlos huérfanos, asegurándoles que les enviaría otro Consolador, el Espíritu de verdad.
Más aun, si bien esta promesa no se había cumplido en plenitud, pues eso estaba reservado para el día de Pentecostés, habían recibido un anticipo, por así decirlo, al soplar sobre ellos y decirles “Recibid el Espíritu Santo” según leemos en Juan 20:22.
Todo esto, y la promesa que ya hemos visto que Él mismo estaría con ellos hasta el fin del mundo, habían servido como un tónico muy eficaz para llenarlos de buen ánimo, optimismo y ganas de ir adelante.
Además, no bien haber ascendido el Señor y ser ocultado de sus ojos por una nube, estando ellos todavía con la mirada fija en el cielo, les aparecieron dos ángeles con vestiduras blancas, afirmando que de la misma manera en que le habían visto ser transportado al cielo, así habría de venir otra vez. (Los Hechos 1: 11)
Así las cosas, y habiendo ellos emprendido el camino a Jerusalén, nos encontramos con el texto del versículo 13 del primer capítulo, que nos ha de servir de base y trampolín para proyectarnos específicamente hacia el tema, a través del prisma particular del título que le hemos dado a ésta nuestra obra – Peldaños del Discipulado.
“Y entrados, subieron al aposento alto, donde moraban Pedro y Jacobo, Juan, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hermano de Jacobo-”
Aquí tenemos, en figura, algo que debe estar latente en el espíritu de todo discípulo que aspire a producir en su vida resultados sólidos, vivos y verdaderos.
Y aquí está también lo del enfoque distinto que figura en la portada, debajo del título: no se trata de impartir un curso de discipulado, porque eso es lo que se suele hacer, sino algo que brota por la fuerza de la inspiración y la gravitación de vidas ejemplares, las cuales, sin buscarlo, ejercen de por sí un atractivo especial.
Nos explicamos: allí había once varones que moraban en un lugar alto. Esta palabra moraban, nos da a entender que no se trataba de algo transitorio o pasajero, sino permanente.
Y al tomar conocimiento de ello, los demás se sintieron movidos por una gravitación interior espontánea, a subir a ese lugar elevado y estar junto a ellos.
Como decinos, en esto hay algo de suma importancia que – expresado de otra forma – constituye la verdadera espina dorsal del discipulado: una persona o un grupo de personas que por el talante de sus vidas y su relación con el Señor, moran no en el llano de la mediocridad, por donde transita la mayoría, sino en un lugar más alto – más elevado.
Ellos no hacen ningún alarde de ello – sencillamente moran en ese nivel, pero otros lo notan, y bien pronto les brota en su interior un deseo muy grande de subir, de estar con ellos y ser como ellos, dejando atrás el lugar bajo que ya hemos llamado el llano de la mediocridad,
En cierto modo, eso fue lo que les pasó a los primeros once. Al tomar contacto con Jesús, y verlo como un personaje tan especial, que vivía en un nivel tan superior a cuanto habían visto y conocido, les nació un ansia muy grande de estar con Él, de ser como Él, de subir de ese lugar en que siempre se habían encontrado, a ese otro lugar alto en que veían con toda claridad que Él moraba siempre.
Los dos discípulos que al ver pasar a Jesús, le oyeron a Juan Bautista pronunciar las palabras “He aquí el Cordero de Dios,” en seguida, dejándolo a Juan, que hasta entonces había sido su maestro, comenzaron a seguir a Jesús.
Advertido de esto, el Señor les preguntó:
“¿Qué buscáis?”
a los cual le respondieron: “Rabí, que traducido es Maestro, ¿dónde moras?” (Juan 1: 36 y 38)
Aquí lo tenemos, sencilla y perfectamente ejemplificado. La persona, el semblante y la presencia de Jesús, constituían un imán tan poderoso, que dejando atrás espontáneamente a Juan Bautista, se dispusieron a seguir a Jesús.
Y a muy poco de comenzar a hacerlo, con Su pregunta “¿Dónde moras? denotaron claramente no sólo sus ansias de seguirlo, sino de morar con Él, cosa que de hecho hicieron aquel día, según vemos en el versículo 39.
Hay una diferencia abismal entre esto, e introducir unos cursos de enseñanza sistemática para adoctrinar a los que se desea que pasen a ser discípulos.
Lo uno brota de vida o vidas que irradian luz y exhalan fragancia divina – lo otro lleva impreso en sí algo mecánico, quizá con una sana ortodoxia bíblica, pero falto de ese hálito celestial, que sólo saben infundir los que viven muy cerca de Dios, y saben bien por experiencia propia, lo que es estar impregnados del Espíritu Santo.
De todo eso surge la necesidad de discipuladores cuyas vidas sean ejemplares, y sirvan de inspiración y motivación a otros.
Esto, de por sí, ha de crear una relación viva y cristalina con cada uno de ellos, y los discípulos que se sientan atraídos hacia ellos.
El ejemplo y la calidad de su vida, les dará una autoridad espiritual, la cual tendrá como resultado una sana obediencia y sumisión por parte de los discípulos.
Debemos recalcar que esta sumisión de ningún modo ha de ser impuesta, pues en nada de esto ha de haber un espíritu autoritario, el cual busque crear una obligatoriedad de obediencia total y siempre.
Tristemente, muchos son los casos en que se ha hecho un hincapié excesivo e incorrecto en la autoridad, con resultados sumamente contraproducentes.
Generalmente, quienes lo hacen, quizá sin darse cuenta de ello, están demostrando a las claras su verdadera falta de autoridad espiritual, que les lleva al uso de medios carnales para lograrla.
El resultado, inevitablemente será caer en un autoritarismo que, a la postre, tendrá derivaciones negativas, y a veces hasta nefastas.
En cambio, la verdadera autoridad espiritual ha de crear una relación basada en el amor y el buen ejemplo. Así, el discípulo normalmente no tendrá ningún inconveniente en atenerse a los consejos, las exhortaciones y enseñanzas que se les hagan, comprendiendo que brotan de una vida digna y ejemplar, y sólo son para su propio bien.
También, cabe señalar que el buen discipulador, no habrá de ser indebidamente posesivo para con su discípulo o discípulos. Por lo contrario, será lo suficiéntemente sabio y desinteresado como para anhelar que maduren lo antes posible, para así quedar destetados – valga el vocablo – y pasar a desenvolverse como cristianos responsables, y con mayoría de edad, espiritualmente hablando.
Esto al mismo tiempo, a él le dejará libre para dedicarse a otros nuevos que irán surgiendo y viniendo,
Pero volvamos ahora a lo que veníamos diciendo. Se trataba del ejemplo que tomamos en Los Hechos 1: 13 de subir al lugar alto donde otros ya se encontraban.
Y siguiendo con nuestra analogía, hemos de ver cómo se desarrolla en la práctica cotidiana este subir del llano a un lugar más alto.
No se sube por el ascensor!
La comodidad y la rapidez del ascensor son indudables, y hoy día, quien tenga que subir varias plantas, habiendo ascensor, no lo piensa dos veces.
Es tan cómodo pulsar el botón, y dejar que nos transporte en muy poco tiempo, digamos a la vigésima planta, o a la tercera o cualquiera otra!
Pero en el cristianismo auténtico que nos legó Jesús, no hay lugar para el ascensor – es decir la subida a las alturas, rápida y sin esfuerzo. Algunos lo han intentado, pero sólo han alcanzado alturas falsas que los han mareado, y tristemente llevado a caídas catastróficas.
Con la sabiduría propia de Su amor para con nosotros, que siempre busca el más alto bien, el Señor ha dispuesto la ley del crecimiento. Esto supone algo gradual, que va paso a paso, día a día.
Y por esto, a los fines nuestros, la comparación de la escalera – poco a poco, peldaño tras peldaño – exigiendo un esfuerzo de nuestra parte, se presta muy bien.
Quien sube por la escalera, por prudencia debe cuidar bien sus pasos para no tropezar y caerse. Como precaución adicional, viene bien tomarse de la baranda. En un plano muy sencillo pero bien práctico, en lo que nos ocupa, no puede haber mejor baranda que nuestro amado Señor Jesús. Tomados firme y continuamente de Él, de principio a fin, no será fácil ni probable que tropecemos o caigamos.
En los capítulos venideros, iremos tomando uno a uno los veinticuatro peldaños de nuestra escalera imaginaria.
Cada uno, representará una virtud que ha de encontrarse en la vida de todo auténtico discípulo.
No obstante, la comparación de la escalera no deberá tomarse de formal literal, pensando que antes de pasar al peldaño siguiente – el de la humildad, por ejemplo, se deberá completar plenamente el anterior.
En realidad, cada peldaño representa un valor o rasgo de carácter distinto, y algunos se pueden plasmar en el discípulo con cierta rapidez, mientras que otros llevan más tiempo.
Y en éstos, el crecimiento y desarrollo gradual será de varios o aun muchos, desarrollándose simultánea y acompasadamente.
En otras palabras y dicho con más sencillez, no será el caso de decir “Este peldaño del amor ya lo completé; ahora paso al de la santidad.”
Como ya hemos señalado, buena parte de los mismos estarán en marcha progresiva al mismo tiempo, y muy posiblemente el avance en unos será mayor o más rápido que en otros.
Y una aclaración final antes de ir al grano en el capítulo siguiente. Aun completados los veinticuatro peldaños de nuestra obra, ningún discípulo deberá ni podrá pensar que “ya he llegado,” es decir que ya alcanzado la meta final.
Ni siquiera podrá hacerlo el discipulador, aun cuando se encuentre en el lugar alto que sirva de inspiración y motivación para otros.
En cambio, cada uno de ellos tendrá un grado de madurez que los califique como siervos idóneos y responsables.
Ubicados en su debido lugar en el ámbito de la iglesia de Cristo, y con lazos de relación correcta con otros siervos, seguirán aspirando siempre a niveles más altos, con un ansia de superación muy grande, emanada de su relación con el Señor Jesús.
Él es el Maestro perfecto, a quien cada verdadero discípulo querrá asemejarse más cada día. Y en esa proyección – la de ser como Él y andar en este mundo como Él anduvo – la meta es muy alta.
Mientras dure nuestra carrera terrenal, siempre se pensará con justa razón, que todavía nos falta mucho que andar!
Con todo, esto nunca ha de servir para desanimarnos. Muy por el contrario, iluminados e inspirados por el Espíritu Santo, todos hemos de divisar la meta con más claridad cada vez, y comprender los incalculables valores que encierra.
Y así cobraremos nuevos bríos que nos permitirán seguir escalando posiciones hasta que terminaremos siendo “semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es.” (I de Juan 3: 2)
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