Las vestiduras blancas.-  

 

“El que venciere será vestido de vestiduras blancas.”(Apocalipsis 3: 5)

Obviamente, esto se trata de haber logrado de él una calidad de vida muy real en cuanto a santidad y pureza.

La misma estará exenta de la vanidad de sentirse superior a los demás que no hayan llegado a ese mismo nivel, pues como hemos dicho anteriormente, la auténtica santidad no sabe de envanecimientos ni arrogancias . Por el contrario, contiene siempre una buena dosis de la humildad y mansedumbre del Cordero.

La frase “con vestiduras blancas” – con muy ligeras variantes – aparece con anterioridad en las Escrituras, pero debemos notar una importante diferencia: se aplica a Dios mismo (Daniel 7:9) al Señor Jesús en la transfiguración – ver Marcos 9:3 y a los ángeles (Mateo 28:23) y Los Hechos 1:10) pero nunca a seres humanos. Es decir, solamente para la Deidad y los ángeles, que jamás han conocido el pecado.

En cuanto a nosotros, los seres humanos, bien se nos dice en Isaías 64: 6 que “nuestras justicias son como trapos de inmundicia.”

Y aquí tenemos – maravilla de las maravillas – que  nuestro incomparable Señor Jesús, al prometer este galardón al que venciere dentro de la iglesia de Sardis, lo está haciendo extensivo también a nosotros, al género humano.

¿Cómo no amarlo, adorarlo y darle lo mejor de nuestras vidas?

Por otra parte, vemos en esto una preciosa progresión ascendente.

En Sardis, como ya vimos, había unas pocas personas que no habían                                                                                                                         manchado sus vestiduras, y para ellas el Señor formuló esta promesa:

“…andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas.” (3:4b)

A diferencia de los demás, éstos se habían guardado deliberada y celosamente de todo lo que pudiese manchar y ensuciarlos en lo más mínimo.

Al hacerles la promesa de que andarían con Él en vestiduras blancas, Jesucristo nos confirma algo que está explícito, y casi diríamos implícito en toda la Biblia. Sin desconocer de ninguna manera la gracia de Dios que nos llama al arrepentimiento y busca llevarnos a todo lo bueno y noble,  al final de cuentas nos quedamos con lo que hemos elegido y abrazado en la vida.

Tal el caso de estos pocos creyentes de Sardis: por amor a Él habían optado por no mancharse y conservarse limpios y puros, y con eso que habían escogido iban a terminar, desde luego no todavía en su proyección acabada y final: pero igualmente, nada menos que andar con Él y en vestiduras blancas.

Esto nos debe llevar a la reflexión muy grave  pero ineludible, de que quienes eligen lo sucio y torcido y persisten en ello, aun contra todas las advertencias que se les hagan, no pueden sino llegar a un triste fin, sumergidos en todo ese mal por el que lamentablemente optaron anteriormente.

Ahora bien, evidentemente la pureza santa y total de Dios mismo y los ángeles que nunca han conocido el pecado, es algo para nuestra vida futura, una vez dejada atrás nuestra condición de seres humanos finitos y falibles.

Pero, no obstante, tenemos que hacer aquí una salvedad muy importante. El hecho de que sea algo para la vida futura a veces se toma como un argumento falso. El mismo consiste en afirmar, o por lo menos dar a entender, que siendo así las cosas siempre habremos de pecar, en menor o mayor medida y de una forma u otra, con la inferencia de que debemos aceptar que siempre será así, y casi que no debemos preocuparnos mayormente por ello.

Éste es un error grave que abre puertas peligrosas a la carne y el pecado, como así también al enemigo declarado de nuestras almas.

Inevitablemente, conducirá a consentir cosas turbias y dudosas en la conducta, hasta quedar quienes lo hagan no sólo enredados, sino mucho más que eso, totalmente apresados por el pecado,

Para corregir ese desequilibrio tan perjudicial, debemos tener presente y con toda claridad las muchas exhortaciones y sentencias de las palabra de Dios en el sentido contrario. Veamos algunas:-

“…como aquél que os llamó es santo, sed vosotros también santos en toda vuestra manera de vivir.” (1a. Pedro 1: 15)

“Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios.” (2a. Corintios 7:1)

“…todo aquel que hace pecado (tiempo presente continuo, como una práctica habitual) esclavo es del pecado…

“Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.” (Juan 8: 34 y 36)

Estas tres citas, y muchas más que sería demasiado largo añadir, dejan claramente establecido que un hijo de Dios nunca deben aceptar el pecado como una constante en su vida. En cambio, echando mano de los medios que la gracia pone a su alcance, debe procurar andar en total rectitud y limpieza en todos los órdenes de la vida.

Existe otro error que a veces se encuentra en unos pocos círculos, consistente en inclinar el péndulo hacia el extremo opuesto, Tomando las palabras de Jesús que van más arriba y otros pasajes afines que nos hablan de ser libertados del pecado (como por ejemplo Romanos 6:14, 18 y 22) profesan y proclaman de forma drástica y absoluta un supuesto estado de gracia en el cual ya no pecan. Esto de hecho representaría haber llegado ya a una condición absoluta, final y perfecta. 

En todo caso, correspondería preguntar qué entienden ellos por pecado. Si se trata de no adulterar, matar, mentir, robar o mirar dónde y cómo no se debe, podrían ser que estén en lo cierto. 

Sin embargo, tanto la palabra de Dios como la conciencia tierna y sensible que hemos cultivado a través de los años, nos dicen que hay otras cosas menos groseras y evidentes, pero que igualmente delante del tres veces Santo, son pecado. El reaccionar ofendidos y con enojo cuando se nos trata mal; hablar palabras necias o fuera de lugar, impacientarnos por algo que nos contraría o desagrada, y en fin, todo lo que no brota de una fuerza o motivación ajena al perfecto amor y la humildad tierna y mansa del Cordero, al final de cuentas constituye pecado – lo cual habla a las claras de que ese estado ideal y final no se ha alcanzado.

Y resulta que estas cosas – que reconocemos que a veces nos suceden y nos entristecen a nosotros mismos – también las hemos visto manifestarse en quienes ostentan esa postura extrema, y a veces algunas peores también. 

Hace muchos años nos enteramos que en el diario de Jorge Müller, ese gran siervo de Dios que fundó los orfanatorios de Bristol el siglo pasado, se encontró un registro que decía así:

“Y que Dios perdone mi pecado de sentirme desconforme con la cena que se me trajo a mi habitación anoche.”

Al ver la comida que se le había traído, no le había agradado. Pero ni siquiera abrió su boca para quejarse o decir algo. Sin embargo, él sabía muy bien que Dios ama la verdad en lo íntimo (Salmo 51: 6) y allí, en vez de sentirse agradecido por lo que se le había presentado con tanta bondad en su propia habitación, había albergado descontento y malestar. Y para él eso era pecado.

Ahí tenemos el equilibrio perfecto entre los dos extremos: un santo varón, incapaz de engañar, ensuciarse o envanecerse, pero al mismo tiempo con una conciencia tierna y sensible, reconociendo que todo lo que no es perfecto y puro amor y gratitud en realidad es pecado. Y con la humildad de admitir que, con lo mucho que había avanzado en la santidad y comunión con su Dios, todavía no había llegado a ese ideal absoluto.

Todavía podemos agregar algo que quizá podríamos calificar de contundente y aun aplastante para quienes sustentan esa postura extrema.

El primer y más grande mandamiento es: “Y amarás al Señor tu Dios de todo corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” (Marcos 12:30)

¿Habrá alguno que se atreva a decir que eso lo vive cumplida y cabalmente cada momento de cada día de su vida?

Creemos que, a menos que sea un soberano hipócrita y un mentiroso descarado, no osará de ninguna forma hacer semejante afirmación.

Y con eso estará reconociendo que ha roto nada menos que el primer y más grande mandamiento!

Todo esto ha resultado un paréntesis bastante extenso por cierto, aunque no desconectado con el tema de las vestiduras blancas en que estamos. Con todo, conceptuamos muy necesario haber puntualizado los dos errores, sobre todo el primero, que es el más corriente.

Quizá lo más oportuno ha de ser cerrarlo citando Romanos 11: 32 – “Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos.”

Al final de cuentas, es sólo por la gracia y la misericordia del Señor que nos mantenemos en pie, y fuera de ellas nada, absolutamente nada de valor tendríamos ni seriamos.

 

Pero ahora, pasamos a centrarnos otra vez en este precioso galardón. Recordemos cómo Jesús nos exhortó a nosotros Sus discípulos en Mateo 5: 48a, que forma parte del sermón del monte, a que seamos perfectos, como nuestro Padre celestial que está en los cielos es perfecto. Él sabía muy bien que ningún ser humano podrá alcanzar aquí abajo en la tierra, ni siquiera con la ayuda de la gracia divina, esa perfección absoluta y suprema de Dios Padre como algo permanente.

Sin embargo, ha estimado sabio y correcto proponernos esa altísima meta. Y lo ha hecho con la seguridad de que quienes se tomen en serio la exhortación, asistidos por la virtud del Espíritu Santo, podrán ir llegando a grados progresivos de lo que bien podemos llamar una perfección relativa – no absoluta. Y esto desde luego será un muy buen acicate para seguir avanzando y escalando posiciones, en vez de quedar estancados, o conformarse con la mediocridad o poco más.

Haciéndonos eco de la exhortación a que nos limpiemos de toda contaminación, a que velemos y guardemos nuestras ropas (Apocalipsis 16:15) y muchas otras, iremos probando, en escalas graduales y sucesivas, los maravillosos frutos de la verdadera santidad. Así, nuestro ser se recreará en la hermosura de vivir esa clase de vida – pura, recta y correcta en todo sentido. La conciencia nos dará una serena señal aprobatoria de que estamos agradando a Dios, pisando “tierra firme” en nuestro andar, comenzando a ser la persona limpia y hermosa que el Creador tenía como Su propósito para nosotros al darnos la vida.

Paralelamente a todo esto, nuestra fe y confianza irán en aumento, a la par que nuestra paz interior será más profunda y constante. Por su puesto que aquí y allá nos tocará algún tropezón, pero esto en la economía del que todo lo hace ayudar para bien, servirá para arraigarnos en mayor medida en una tierna y muy saludable humildad. Y al ir a Sus pies, quebrantados y sintiéndonos impotentes e indignos, el fiel Espíritu Santo no tardará en venir en nuestra ayuda para consolarnos, levantarnos si fuere necesario, y también para infundirnos nuevos bríos y aliento para seguir la marcha ascendente.

De esta forma, hemos de paladear nuevas alturas del amor sublime de Cristo, que irá derramando sobre nuestra alma, aún sedienta, más raudales de aguas cristalinas y puras. Serán benditas prendas de lo que nos espera en el más allá, que irán jalonando nuestro camino.

 La visión se irá ensanchando, y todo se conjugará para asemejarnos paulatinamente, pero más y más con el correr del tiempo, a la imagen del todo codiciable y bendito Hijo de Dios.

Y llegará el momento en que seremos premiados con las vestiduras blancas prometidas en la acepción final y más alta,  y que ya llevan los que nos han precedido en el tiempo. (Apocalipsis 6: 10-11)

Entonces, recordando lo malos, ruines y egoístas que éramos antes de que Él se nos cruzase en el camino, nos sentiremos, en contraste, más blancos que la nieve, llenos de la pureza y nobleza sublime que tanto ansiábamos y buscábamos mientras estábamos aquí en la tierra. Así nuestro gozo, amor, alabanza y gratitud a nuestro Dios y al bendito Cordero no tendrán límites. Y sabremos que muy bien valieron la pena las lágrimas, el sacrificio y el dolor que en alguna medida nos llegaron a tocar aquí y allá, en nuestra marcha hacia un fin tan glorioso.

 

“Al que venciere” – el Siete de lo perfecto y completo.-

Todavía nos faltan unos pocos párrafos antes de poner punto final.

Al comentar las cartas a las iglesias del Asia,  en un capítulo anterior dijimos que estas tres palabras de desafío a Sus amados guerreros – Al que venciere – Jesús las ha puesto al final de cada carta, para darnos el siete de lo que es perfecto y completo, que es el sello de todo lo que proviene de lo alto. Al mismo tiempo, también vimos en ello lo que bien puede llamarse una escalera preciosa, que culminaba en el último peldaño con llevar a cada vencedor a sentarse nada menos que con Cristo en Su mismo trono, así como al vencer Él pasó a sentase con el Padre en el Suyo. (Apocalipsis 3: 21)

Esto de por sí basta para dejarnos maravillados y atónitos de que nos pueda aguardar y tocar un destino semejante – increíblemente grandioso. Pero lo dice el Fiel y Verdadero, y por lo tanto lo creemos de verdad.

Y sin embargo…Dios siempre tiene más, siempre va más alto. En la numerología de la Biblia hay una cifra más alta que el siete de la perfección, y es sencillamente el ocho de la resurrección, que va más allá.

Hacia el final del Apocalipsis hay otro “Al que venciere” – el octavo.

“El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo.”(21:7)

Aquí la relación de hijo se entiende que es de resurrección, que ya no puede morir y en absoluta plenitud. (Ver Lucas 20:36)

Pero la primera parte – heredará todas las cosas – es para dejarnos sin palabras y llenos de asombro.

¿Dónde empieza ese “todas las cosas”? ¿Por dónde sigue? ¿Y donde termina?

¿Será en esas mansiones celestiales que nos está preparando? ¿Será en los colores sumamente bellos e indescriptibles, o en las canciones sublimes que se entonan allá arriba?

Seguramente que incluirá el ser guiados por el Cordero a fuentes de agua de vida; el haber ganado en Cristo mucho más de lo que perdimos en Adán, al venir a ser participantes de la naturaleza divina. También al extasiarnos de los encantos de un mundo – no, un universo interminable – de amor y luz inefables, de viajes maravillosos deslizándonos por las esferas celestes con Él a la cabeza, y sin esforzarnos ni cansarnos en los más mínimo; de comprender   y sondear los abismos y remontar las alturas de las constelaciones y de las galaxias, con sus melodías exquisitas e incesantes. Allí sin duda podremos entender con claridad el por qué de tantas cosas que aquí en la tierra han sido grandes interrogantes y enigmas indescifrables. Y por cierto que también nos hemos de deleitar incansablemente con nuevas hermosuras y delicias que se nos presentarán por doquier, y podremos seguir para siempre sumergiéndonos en infinitos de gloria, sabiduría y gracia que se nos tienen reservados.

Por ahora, todo esto y mucha más que escapa de nuestras imaginaciones actuales –  lo concebimos sólo en pequeña parte, dando rienda suelta a nuestra imaginación, aunque asistida en mucho por los anticipos que nos da la palabra santa.  De éstos, citamos sólo uno – las palabras finales del último versículo del maravilloso salmo 16.-En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre.”

Desde luego que en todo este futuro sin par, en medio de todo y como centro de todo, estarán la gratitud, alabanza y adoración al Bendito y Eterno Padre de Gloria, al Santo Cordero inmolado para nuestra gloriosa redención,  y al Santo Espíritu, que incesantemente ha estado tomando de esas magníficas glorias sublimes,  para impartirlas a nosotros, los dichosos herederos a los cuales nos han sido legadas.

 

F I N