LA PLENITUD INFINITA
DE CRISTO Y DE SU OBRA REDENTORA

Primera parte

Pasamos ahora a abordar o considerar un tema que constituye en realidad la espina dorsal del cristianismo. Tanto para el comienzo con el nuevo nacimiento, como para el desarrollo y la maduración ulteriores, o la restauración cuando ha habido un decaimiento o alejamiento del camino de la fe, la plenitud infinita de Cristo es el manantial eterno e inagotable, del cual fluyen todos los raudales de gracia necesarios, traídos a nuestras vidas – se sobreentiende – por la bendita persona del Espíritu Santo.
Esa plenitud desde luego incluye Su obra de redención, con todas sus vastas y eternas proyecciones a favor de todos los santos de todos los tiempos.
“…donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo y en todos.” (Colosenses 3:11)
El versículo que precede a éste que hemos citado nos habla de ser revestidos del nuevo hombre “el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno.”
Pablo añade ahora a las palabras “circuncisión ni incircuncisión” que ya hemos visto antes, varios opuestos que pueden originar diferencias contradictorias o contenciones, para pasar a decir que en esa nueva vida, en ese nuevo hombre, en esa nueva esfera, en ese reino nuevo y distinto, ninguna de esas cosas tiene valor e importancia. Lo fundamental y absolutamente prioritario es que Cristo sea el todo y en todos.
En realidad, cuando se anda continuamente buscando cosas nuevas, la última novedad, o lo más reciente, lo que va a estar o ya está en boga, es señal de una insatisfacción interior. Por supuesto que es bueno y sano tener hambre y sed de más de Dios, pero con mucha frecuencia esos anhelos se perfilan por líneas indebidas. Así en vez de buscar a la Fuente Eterna en sí, se busca lo más novedoso, la última palabra, lo que ahora está de moda, o bien el poder y los milagros. Y en esta búsqueda incorrecta, a menudo se prescinde de los medios claramente trazados por el Señor, que son básicamente la oración, la palabra de Dios, le entrega total de nuestras vidas y el querer hacer Su voluntad por encima de todo lo demás.
La verdad es que al tenerlo a Cristo de veras por la plenitud del Espíritu en nuestras vidas, en Él lo tenemos todo. Lo que hace falta no es andar corriendo de aquí para allá buscando algo nuevo, sino por el obrar del Espíritu Santo que mora en nosotros, ensancharnos, extendernos, profundizarnos y cobrar altura, dentro de esa plenitud inagotable del Cristo infinito.
Varias veces ya, en lo que hemos escrito anteriormente, hemos hecho alusión a lo que llamamos la pluma tan fecunda del apóstol Pablo. En este tema tenemos que volver a lo mismo. Aunque muy respetuosos de otras plumas como las de Juan y Pedro, y otros más que han aportado en sus sagrados e inspirados escritos del Nuevo Testamento, y del Antiguo también, tenemos que reconocer que, ninguno como Pablo cuando se trata de presentar y describir la grandeza inmensa, sin fin, de nuestro amado y maravilloso Cristo.
No obstante, en el desarrollo de este capítulo sobre un tema tan fundamental – la espina dorsal del cristianismo, como ya hemos dicho – tomaremos también pasajes destacados de otros autores de las Escrituras, que indudablemente también han hecho una aportación muy valiosa.
El tema de la plenitud infinita de Cristo y de Su obra redentora es tan vasto , que para tratarlo debidamente y a fondo habría que escribir unos buenos tomos. La verdad es que no nos consideramos capacitados para ello, de manera que sólo iremos tomando un buen número de sus aspectos principales, algunos de forma escueta, y otro con cierta extensión.
Antes de empezar a hacerlo, reiteramos el importante punto ya señalado con anterioridad, con otras palabras y desde enfoques distintos. Siendo Él
Quien lo tiene todo para nuestras vidas, no nos debe extrañar que el proceder del enemigo sea el de usar cuanto argumento, tema polémico, tentación, distracción o estratagema pueda, para que saquemos la mirada de Él y perdamos así el contacto vivo con Su gracia todo suficiente. Esto es lo que se les señala a los Colosenses, al advertírseles de las diversas tendencias erróneas que se estaban infiltrando entre ellos, cuando en el versículo 19 del segundo capítulo se les dice:
“…y no asiéndose de la Cabeza…”
Éste es el efecto que tienen todas las cosas de esta índole – que se pierda la visión y el contacto vivo con Aquél de Quien nos viene todo para nuestra vida y servicio cristiano.
Todo el hincapié de la palabra de Dios, con el consejo para Sus hijos, apunta a arraigarnos y permanecer en Él. Y podemos afirmar con toda propiedad y absoluta convicción que, con una gran variedad de matices, éste es el principio básico y la receta universal para todo verdadero creyente.
Quien se ha apartado o alejado – mucho o poco – a volver a unirse con Él y vivir en Su gracia; quien no se ha apartado ni alejado, pero desea crecer y desarrollarse más, a enraizarse más cada día en Él, y nutrirse con avidez de la savia de Su vida plena de todo bien.
Una salvedad más: comprendemos que para el gusto, el estilo o la capacidad de algunos, parte del material que sigue no será del todo de su agrado, por ser muy denso en algunos puntos, y porque en determinadas partes habrá que leer muy lenta y detenidamente. Sin embargo, para los de espíritu investigador y con deseos de ahondar y ampliar la visión, será buen material para “masticar,” digerir y asimilar cosas muy sustanciosas y de evidente provecho.
Así – por fin! – pasamos a tocar ahora algunas de las partes más destacadas de esta maravillosa plenitud. Para ello, nos valemos, como ya anticipamos, no sólo de los escritos paulinos, sino también de los de otros grandes siervos, con citas y pasajes que convergen sobre el tema.

a)El conducto por el cual se canalizan todas las promesas.
“Ahora bien, a Abraham fueron hechas todas las promesas…Y a su simiente” la cual es Cristo. (Gálatas 3:16)
Él es el conducto, perfecto y glorioso, a través del cual se canalizan todas las promesas de bendición para todas las naciones. Se deriva de la promesa de la simiente de la mujer hecha primeramente en el Edén (Génesis 3:15) ratificada y ampliada en grado sumo en el pacto con Abraham.

b) La meta suprema a la cual nos lleva la ley.
“De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo.” (Gálatas 3:24)
Toda esa ley mosaica, tan llena de sabiduría, verdad y justicia, tenía y tiene como su fin más elevado, actuando como nuestro maestro o enseñante, llevarnos a Él, como el más alto bien para el ser humano.
c) El niño e hijo con el quíntuple nombre para describirlo.
“Y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno y príncipe de paz.” (Isaías 9: 6)
Su nombre – en singular! – pero en realidad cinco – para denotar
1) Su grandeza gloriosa, 2) Su rol de consejero celestial, 3 y 4) Su deidad omnipotente y eternal, 5) su obra única de reconciliarnos con Dios y llenar de paz nuestras vidas.
Como si esto fuera poco, el contexto nos habla de un reino sobre Sus hombros, dilatado ilimitadamente en tiempo y en espacio, y ordenándolo todo en perfecta paz, juicio y justicia.

ch) El vaso corporal que contiene en sí toda la plenitud de la Deidad.
“…Cristo. Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad.”
(Colosenses 2: 8-9)
Todo lo que es y será el ser Supremo, el Dios invisible y eterno, se encuentra depositado corporalmente en la persona de Cristo.

d) La cabeza de todo principado y potestad, que completa totalmente nuestras vidas.
“…y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad.” (Colosenses 2:10)
¿Por qué y para qué andar buscando y buscando en otras partes, cuando en Él lo tenemos todo?

e) El recipiente o contenedor en el cual se encuentran todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento.
“…Cristo, en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento. (Colosenses 2: 3)
Él, la sabiduría personificada, de la cual nos hablan tanto los nueve primeros capítulos de Proverbios, tiene escondidos en su persona todos los secretos de la misma, y también del conocimiento. En su ministerio terrenal y a través de las Escrituras, nos ha dado una buena dosis de ellos, y para cualquier situación o emergencia que se nos presente, podemos acudir a Él directamente, o a través de ellas – las Escrituras – y se nos dará la respuesta certera.

f) El que en todo tiene la preeminencia.
“…el que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia.” (Colosenses 1:18b)
Por encima y por delante de todo lo que hay, ha habido y habrá, estará Él como el personaje máximo y supremo.
En esto se entiende, con la salvedad hecha en 1a. Corintios 15:24-28, de que “…al fin, luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos.”

g) Cabeza de la iglesia que llena Su Cuerpo con toda Su infinita plenitud.
“…y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquél que todo lo llena en todo.” (Efesios 1:22-23)
Aquí se nos presenta esa exuberante y desbordante plenitud, como algo que inunda y satura la vida de cuanto miembro redimido haya en la iglesia universal de Cristo de todos los tiempos – una muchedumbre incontable de todo pueblo, nación, tribu o lengua. (Ver Apocalipsis 7:9)

h) La pieza clave en la que en el cumplimiento de los tiempos Dios reúne todas las cosas.
“…dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra..” (Efesios 1:9-10)
Nuestras mentes finitas y estrechas no llegan a abarcar por completo, ni mucho menos, la magnitud de lo que Pablo nos está diciendo en estos versículos. Nos limitamos a decir que, por lo que entendemos, en la consumación de los siglos, Dios habrá de tomar cuanto haya en los cielos y en la tierra y colocarlo en Cristo, a fin seguramente de darle su destino debido, liquidando y saldando por medio de Él cada cuenta, y ubicando cada cosa en su correspondiente lugar final.

i) “Toda potestad me es dada en los cielos y en la tierra.” (Mateo 28:18)
Estas palabras tan bien conocidas y que figuran al principio de la gran comisión, tienen un hondo y rico sentido. Nos ceñimos a hacer constar una cosa que en varias ocasiones hemos expresado en nuestra prédica oral.
Si a Cristo le ha sido dada toda potestad ¿cuánta tendrán Satanás y sus huestes en su lucha contra nosotros?
La respuesta, que se cae de madura, no puede ser otra que:
NINGUNA!
A la cual debemos hacer el solemne agregado de que, el único poder que puede tener contra nosotros es el que le demos, ya sea por desobediencia, o salir de nuestra fortaleza en Él, yéndonos fuera de la voluntad de Dos y así dándole cabida en nuestras vidas. De lo contrario, por Su gracia somos intocables para el enemigo. 1a. Juan 5:18:- “Sabemos que todo aquél que ha nacido nacido de Dios no practica el pecado, pues Aquél que fue engendrado por Dios le guarda y el maligno no le toca.”(1a. Juan 5:18)
Esto debe entenderse en un plano normal, porque puede haber muy excepcionalmente casos como el de Job, a quien el Señor le permitió a Satanás hacer bastante daño. No obstante, era con un propósito especial, y a la postre, Job quedó mucho más enriquecido y bendecido que antes.

j) La gloria del Verbo encarnado, lleno de gracia y verdad.
“Y aquél verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros(y vimos su gloria, gloria del unigénito del Padre), lleno de gracia y verdad.”
“Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia.” (Juan 1:14 y 16)
Esto forma parte de un precioso pasaje en el cual el apóstol Juan, que escribió el evangelio que lleva su nombre a una edad muy avanzada, nos da unas pinceladas entrañables sobre la plenitud de Cristo.
Escribe como uno que ha visto y contemplado a ese personaje incomparable. Lo resume diciendo que la gloria que vieron en Él no podía ser otra que la que se pudiese esperar del que es el Unigénito de ese Padre de Gloria tan sublime. Y termina comprimiéndola en estas palabras: lleno de gracia y verdad.
Pero en el versículo 16 ya citado, pasa a añadir que todos hemos recibido de esa gran plenitud, no gracia y verdad, como se esperaría, sino gracia sobre gracia..
¿Qué queremos señalar con esto?
La plenitud consignada primeramente por Juan en el versículo 14 es de absoluta gracia y de absoluta verdad. En Su trato con cada no de nosotros nos administra de Su gracia, pero también de Su verdad, la cual en algunas ocasiones debe hacernos doler, al corregir nuestros errores y faltas, tocando puntos muy sensibles de nuestra personalidad y conducta.
No obstante, a medida que lo vamos conociendo más, nos damos cuenta de la sabiduría, el amor y bondad con que lo hace, buscando siempre nuestro más alto bien.
Y así, si bien de esa plenitud Suya provienen la gracia y la verdad, la forma tan especial con que maneja esta última, hace que también la llamemos gracia.
¿Esta claro? Confiamos que sí.

k) Todas las cosas están en Sus manos.
“…sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos…” (Juan 13:3)
Cualquier soberano o emperador, al ser investido, es objeto de grandes honores, y bien pronto lanza una proclama real o imperial.
Qué distinto es nuestro Señor!
En lugar de todo eso, con serena calma toma una toalla, llena un lebrillo de agua, y se pone a lavar y secar dos docenas de pies sucios y polvorientos! Y después de eso, sigue Su marcha voluntaria hacia el Gólgota para ofrendar noblemente Su vida santa, y así poder salvarnos de la perdición eterna.
Con razón que se lo llama el Rey de Reyes y Señor de Señores!
Nadie como Él en la hermosura de la realeza y señorío de Su humildad y amor incomparables.
Habiendo dicho esto, no debemos perder de vista el verdadero alcance del versículo 3. El Padre le ha dado todas las cosas en Sus manos.
Por una parte, tú y yo querido hermano y querida hermana, somos un regalo que el Padre le ha dado a Él, el Hijo Amado. A esto último se está refiriendo Pablo, cuando en Efesios 1:17-18, como parte de su gran oración por los santos y fieles en Éfeso, ruega en estos términos:
“…para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento para que sepáis… cuáles son las riquezas de la gloria de su herencia en los santos.”
Y para mayor abundamiento, hemos de puntualizar que, a nuestro entender, Pablo en esta oración no sólo está visualizando la herencia final una vez consumadas todas las cosas, sino también la actual que Cristo tiene en todos Sus santos aún en vida. Aun cuando no están perfeccionados de forma total y final, le proporcionan a él todo el riquísimo potencial que necesita para llevar adelante la obra que comenzó en Su ministerio terrenal. Tú y yo somos parte de esa herencia y ese potencial, junto con todos nuestros verdaderos hermanos y hermanas del mundo entero.
Por otra parte, qué consuelo, seguridad y confianza nos deben dar estas palabras! Nuestras vidas, sí, la tuya y la mía, están en sus manos buenas, diestras y todopoderosas. ¿Podrá haber mejor lugar para estar? Seguramente que no.
Aquí interrumpimos para continuar en la segunda parte.

l) La imagen del Dios invisible.
“…Cristo, el cual es la imagen de Dios.” (2a. Corintios 4: 4b) “ Él es la imagen del Dios invisible” (Colosenses 1:15) “…siendo…la imagen misma de su sustancia.” (Hebreos 1:3)
Como bien se sabe, Dios ha prohibido en Su ley que tengamos imágenes, ídolos, estatuas o efigies, para darles un lugar de influencia y ayuda en nuestras vidas.
Quien igualmente lo hace, para su propio perjuicio lo hace, trayendo a menudo, aunque sin saberlo, el mal en vez del bien, no sólo sobre su propia persona, pero con frecuencia también sobre sus seres queridos.
Afirmar que Cristo es la imagen de Dios, no supone ninguna incoherencia ni contradicción con respecto a los dos primeros mandamientos del decálogo. (Ëxodo 20:3-4)
Estos últimos se refieren a cosas hechas con las manos del ser humano, a las que neciamente se las idolatra o deifica.
Nada de eso hay en la persona de Cristo. Él es el personaje celestial y eterno, encarnado en el cuerpo del bebé nacido en Belén, merced a la milagrosa concepción en la matriz de la virgen María, por la virtud del Espíritu Santo. Su vida aquí en la tierra, totalmente exenta de pecado, y plena de sabiduría, bondad y toda noble cualidad, es una expresión fiel, acabada, perfecta y exacta de lo que es el Dios eterno e invisible, a Quien nadie ha visto jamás.
Podemos por lo tanto decir con toda propiedad que como la imagen de Dios, Cristo es la representación vívida, fiel, veraz y precisa de Él, con todos Sus atributos y virtudes. En suma, verlo y conocerlo a Jesucristo equivale a ver y conocer al Dios Padre. (Juan 14:9b)

ll) Heredero de todo.
“ …el Hijo, a quien constituyó heredero de todo…” (Hebreos 1:2)
Si bien este punto puede parecer el mismo que el del punto k) anterior, hay en él un matiz que lo diferencia, realza y lo lleva más alto todavía. En efecto, en el versículo citado en el punto k) lo vemos ya antes del Calvario, como el depositario único y total de todas las cosas. Algunas de ellas, como las opuestas a Dios y a Su Reino, para saldar y liquidar cuentas y darles a su tiempo el juicio, castigo o destino de perdición que Su justicia perfecta habrá de dictaminar. Otras, tales como sus santos en vida, todavía en proceso de redención y transformación hacia su perfeccionamiento final.
En Su calidad de heredero total y exclusivo, constituido expresa y formalmente por Dios el Padre, ha de entrar a su tiempo en propiedad total, final y definitiva de toda la herencia. Ella incluirá, desde luego, a todos los santos de todos los tiempos, redimidos por Su sangre, y también dignificados, hermoseados y perfeccionados por la gracia divina.

m) Creador de todo el universo.
“…por quien asimismo hizo el universo.”(Hebreos 1:2)
Todo nuestro sistema planetario, como el sol con su centro, como así también las constelaciones, las galaxias, y cada célula y partícula de la vida humana, animal, mineral y vegetal de nuestro mundo – en fin, todo, todo – lleva impreso el sello de su Omnisciencia, grandeza y omnipotencia. En perfecta unidad y colaboración con Dios el Padre y el Espíritu Eterno, Él es el creador de cuanto somos, vemos y conocemos, y también de lo mucho, muchísimo que no vemos ni conocemos-

n) El resplandor de la gloria de Dios.
“…el cual, siendo el resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia…” (Hebreos 1:3)
“…para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.” (2a. Corintios 4:6b)
Esto es tan rico y sublime, que no podemos sino extendernos por varios párrafos sobre algo de lo mucho que encierra.
En el versículo citado de Hebreos se nos dice que el Hijo es la expresión resplandeciente de la gloria de Dios. En la segunda cita que hemos tomado de 2a. Corintios 4, se nos particulariza algo más. Se nos señala que esa iluminación del conocimiento de la gloria divina está en la faz, o sea el rostro de nuestro Señor Jesucristo.
Ahora bien, como es sabido, en los cuatro evangelios, que constituyen otra tantas biografías de Jesucristo, el Espíritu Santo no ha permitido que se deslice a sus cuatro autores el menor detalle en cuanto a Sus rasgos físicos, No sabemos si era alto o bajo de estatura, delgado o no, aunque por supuesto no estaba excedido en peso; ni el color de sus ojos o de sus cabellos, ni ningún otro vestigio en ese sentido.
Esto no es sino una muestra más de la inspiración sabia y sumamente acertada, no del hombre, sino de la Tercera Persona de la Trinidad, en cuanto a las Sagradas Escrituras – en este caso particular, de los cuatro evangelios.
Pues de haberse puesto, por ejemplo, el color de Sus ojos como azules, ya tendríamos por todas partes cuadros y esculturas del Cristo de los hermosos ojos azules, como una verdadera y deplorable aberración.
¿ Pero cuál es entonces el rostro o la faz de Jesucristo a que se refiere Pablo?
Entendemos que en el Nuevo Testamento hay una revelación muy clara del mismo. Veamos:-
!…y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol. (Mateo 17:2)
“…y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza.” (Apocalipsis 1:16)
“…yendo por el camino, vi una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol…” (Los Hechos 26:13)
Estas tres citas corresponden, respectivamente, a la transfiguración, a la aparición de Cristo al apóstol Juan en la isla de Patmos, y a la conversión de Saulo de Tarso en el camino a Damasco.
Al hacer Pablo alusión a la iluminación de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo en 2a. Corintios 4: 6b, citado anteriormente, no cabe duda de que él se estaba refiriendo a esa luz mayor que la del sol, que él mismo vio y le rodeó el día de su conversión.
Ahí tenemos en tres revelaciones dadas a los cuatro apóstoles más destacados del Nuevo Testamento, a saber Pedro, Juan, Jacobo y Pablo, una clara coincidencia. En las tres ocasiones, al hablar de la gloria que irradiaba el rostro de Él, se la relaciona directamente con el sol.
No era el sol en sí, sino como el sol, en los dos primeros casos – es decir que encontraban en él – el centro de nuestro sistema planetario – el parecido más aproximado. En cuanto a la tercera ocasión, Pablo también usa la comparación del sol, pero diciendo que la luz era aun mayor.
Por otra parte, también sabemos que en Malaquías 4:2 al Señor se lo describe proféticamente como el Sol de Justicia, y en el Salmo 19:4b-6 se habla del sol como el esposo que sale de su tálamo, y como el gigante que se alegra para correr el camino, y de cuyo calor nada hay que se esconda. Esto es, evidentemente, una hermosa descripción alegórica de nuestro Señor Jesucristo, al que teológicamente lo solemos llamar el Sol Increado o bien el Sol Eterno.
Como centro del sistema planetario en que existimos, el sol tiene un papel que es a la vez fundamental e indispensable para nuestro mundo, el planeta tierra.
Seguramente que hay muchísimo más, pero extraemos tres cosas bastante sencillas pero de indudable verdad y calor.
En primer lugar, el sol es una inmensa esfera, llena de fuego, que nos da vida, luz y calor. Si la tierra se alejase del mismo, moriríamos todos, congelados y petrificados en brevísimo plazo. Y así es Jesucristo para nosotros, Quien nos da vida, luz celestial y el calor de Su maravilloso amor.
En segundo lugar, siendo el sol el centro de nuestro sistema, giramos en torno a él. Esto lo hacemos en una órbita y con dos movimientos simultáneos: el de rotación que cada 24 horas nos marca el curso de un día, y el de revolución, que completa un circuito larguísimo de miles y miles de kilómetros en los 365 días del año.
Demás está decir que si nos saliésemos de órbita, ya sea para alejarnos o aproximarnos a él considerablemente, el efecto sería catastrófico.
Y esto nos habla de lo que debe ser nuestra vida. Nuestro andar cotidiano y el mundo de actividad en nos desenvolvemos, deben ser una órbita armoniosa y constante en torno a Él.
Es decir, hacer Su voluntad como meta prioritaria cada día, ir donde Él va y desde luego, nunca ir adonde él no va; y además bañarnos en Su luz y calor siempre. Y si nos salimos de órbita por algún desliz, ponernos a cuentas con Él bien pronto, y retomar de inmediato esa bendita y feliz ubicación en torno a Él.
Y en tercer y último lugar, mirar el sol con los ojos naturales es algo que nos está vedado. Si lo hacemos accidentalmente, aun cuando sólo sea por una fracción de segundo, nos encandila de tal manera que la visión se vuelve borrosa, y por tal vez unos minutos no distinguimos con claridad los objetos que nos rodean.
Estas palabras de Pablo nos ayudan a comprenderlo mejor: “Y como yo no veía a causa de la gloria de la luz…” (Los Hechos 22:11)
En su caso la luz celestial fue tan potente que lo encegueció – ya no podía ver nada en absoluto.
En un plano natural, en la vida, antes de estar en Cristo, vemos lo terrenal que nos rodea – casa, amigos, dinero, carrera, bienes materiales, etc. – con toda nitidez. Son nuestro pequeño mundo, nuestra razón de ser y de vivir.
Pero al brillar en nosotros esa luz tan sublime e incomparable, cual nunca hemos visto ni conocido antes, pasa algo imprevisto, quizá totalmente inesperado. Esa luz gloriosa nos deslumbra, y todo lo que veíamos antes se desdibuja y se nubla, perdiendo todo su valor y atracción. Y esa Luz Eterna, Cristo la luz del mundo, se vuelve en el centro de nuestra mirada y visión, y sabemos que ahora nuestro destino está en amarle, y servirle todo el esto de nuestro camino, dejando atrás todo lo terrenal que se oponga o quiera opacar Su luz admirable.
Que estas tres cosas sean, no una teoría ni unas ideas bonitas, sino una realidad viva y dinámica en nuestras vidas. Que Él sea en verdad el Sol de nuestra alma y ser entero, de tal manera que podamos decir con toda verdad que no podemos vivir sin Él.
Interrumpimos aquí para continuar en la segunda parte.