Muy queridos hermanos en Cristo Jesús,
Con el permiso y la aprobación de vuestro querido pastor, me permito haceros llegar esta carta, que él hará leer cuando lo considere oportuno.
La situación imperante con motivo de la pandemia del Covid-19, me ha impedido seguir viajando por la querida España, en la labor de llevar la palabra del Señor que he desarrollado por muchos años.
No obstante, estando en oración, Él me ha hecho entender que si bien no lo puedo hacer oralmente, tengo otra buena opción, que es la de hacerlo por escrito.
De manera que ya me pongo en marcha, y empiezo tomando como tema uno que me ha resultado de mucha inspiración y bendición últimamente. –

LA INTERCESIÓN DE CRISTO (I)

Como introducción os narro que hace muchos años – concretamente en 1958 – oí en Londres una exposición sobre el tema en la llamada Capilla de Westminster, en los tiempos de Martyn Lloyd Jones, conocido por muchos por sus escritos y predicaciones, que han sido traducidos a muchos idiomas, incluso el español.
Pero no era él el predicador en esa ocasión, sino un teólogo norteamericano que lo visitaba, y que leyó su exposición con voz algo monótona. El tema era la intercesión de Cristo a favor de los Suyos, basándose mayormente en el capítulo 17 de San Juan. Por lo que pude saber, para otros quizá no habrá significado gran cosa, pero a mí me impresionó profundamente.
Efectivamente, en el servicio militar que había cumplido en la Argentina unos 10 años antes, el Señor me había guardado de una manera especial de peligros, tanto para mi salud física como moral o espiritual.
Por ejemplo, en una ocasión, cuando casi toda la compañía a que pertenecía estaba lista para salir de campaña, equipados con todos los enseres necesarios, a último momento un sargento me ordenó que fuese a apostarme de centinela en un punto determinado dentro del cuartel. Así que no salí con los demás. Al regresar, los compañeros me dijeron: De la que te has salvado!
Resulta que había llovido torrencialmente, y aun dentro de las pequeñas carpas en que pasaron una noche habían tenido que dormir con la ropa totalmente empapada. A partir de los 11 años de edad yo padecía de bronquitis asmática – de la que maravillosamente el Señor me sanó a muy poco de contraer matrimonio. Pero de haber tenido que pasar una noche así como ellos, seguramente que habría cogido una pulmonía doble que me podría incluso haber costado la vida, dado que las facilidades sanitarias del cuartel no daban para el tratamiento pronto y eficaz que las circunstancias hubieran requerido.
En el aspecto moral, me encontraba rodeado de una gran corrupción. El fin de semana se nos daba franco, y la mayoría de los demás soldados aprovechaban para ir al prostíbulo y saciar sus apetitos sexuales. Felizmente el Señor dispuso que un querido matrimonio cristiano me abriese su hogar, de manera que yo pasaba ese tiempo descansando, en comunión con ellos – si bien no había una iglesia evangélica en la localidad en que residían – estando a buen resguardo y ajeno a todo ese mundo tan inmoral.
Yo siempre recordaba que mi querida madre oraba por mí especialmente en esos días. No obstante, y no dejando de valorar sus oraciones, me resultó una revelación maravillosa saber que el mismo Señor Jesús había estado muy pendiente, con la mirada puesta en mi vida, e intercediendo – gracias a Dios con toda eficacia – de manera que salí del servicio militar totalmente ileso, tanto física como espiritualmente. Y mi querido padre, al regresar de su trabajo y ver que estaba de vuelta sano y salvo, corrió hacia mí y me dio un fuerte abrazo.

Dejando atrás ese testimonio, y pasando ahora al terreno bíblico del tema del título en que estamos, la primera cita que consignamos es Isaías 53: 12, que en sus últimas palabras nos dice:”…habiendo él llevado el pecado de mucho y orado por los transgresores.” Como en el pasado todos lo hemos sido, podemos desde ya cobrar aliento sabiendo que Él ha orado por nosotros.

Pasando ahora al Nuevo Testamento, tenemos para empezar un pasaje muy importante. “Dijo también el Señor: Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos.” (Lucas 22:31-32)

Este caso que se nos presenta aquí, aunque muy alejado del de Job, tanto en función de tiempo como en los pormenores del mismo, sin embargo nos hace ver dos cosas importantes que tenían en común.
La primera es que algo estaba aconteciendo en los lugares celestiales, de lo cual no estaban enterados ni Job, sus tres amigos, ni el joven Eliú por una parte, ni por la otra, Simón Pedro ni los demás discípulos. Es algo de lo que debemos estar conscientes, pero que no debe inducirnos a ningún temor; con tal de que nos mantengamos celosamente bien atrincherados, por así decirlo, en la parcela del Señor, estaremos siempre a buen resguardo. Y si el Señor permitiese algo que se relacione con alguno de nosotros, podemos tener la seguridad de que será para que a la postre redunde en bendición y ensanchamiento en nuestras vidas.
La segunda es que en ambos casos estaban operando tanto el reino de las tinieblas, como el de la luz. Por una parte, Satanás para tentar y dañar a los siervos de Dios, y por la otra, el Señor para purificar y madurar a Sus siervos, y a su debido tiempo, bendecirlos de una manera especial que los levantase a un nivel más elevado.
Tal fue el caso de Job, que como sabemos, terminó disfrutando de una prosperidad mucho mayor y una dichosa y bendita longevidad.
Veamos ahora el de Simón Pedro. La oración de Jesús fue que después del zarandeo, no sólo quedase restaurado, sino que cumpliese una importante y dignísima comisión – la de confirmar a sus hermanos.
En efecto, él, que lo había negado al Señor tres veces, y que tras el canto del gallo había salido llorando amargamente, pensando que se había creído un hombre hecho y derecho, y que en realidad resultaba un mentiroso, cobarde y traidor – ese mismo, restaurado de tal manera que, como ya vimos, estaría capacitado para que el Señor le encomendase la importante comisión que ya hemos mencionado.
De cómo Pedro se encargó de cumplir rigurosamente y a carta cabal esa comisión que el Señor le encomendó, tenemos amplia evidencia en los anales posteriores de las Escrituras.
Pero antes de pasar a considerarla, debemos puntualizar que, aunque en términos muy distintos, hubo otra ocasión en que el Señor le hizo a Pedro esa misma encomienda. Efectivamente, en el conocidísimo pasaje de Juan 21:15-19, nos encontramos con estas tres exhortaciones dirigidas a él por el Maestro: “Apacienta mis corderos” (versículo 15), “Pastorea mis ovejas” (versículo 16) y “Apacienta mis ovejas” (versículo 17)
Ahora sí pasamos a ver la fiel obediencia de Pedro.
“Aconteció que Pedro, visitando a todos, vino también a los santos que habitaban en Lida.” (Los Hechos 9:32)
La versión autorizada del Rey Santiago en inglés pone “visitando todos los lugares.” Sea cual fuere la traducción más exacta, podemos estar seguros de que no serían visitas breves, más bien de cortesía. Antes bien, estarían colmadas de palabras de ánimo, de consuelo, consejo, amonestación y advertencia, que a los fieles por cierto no les resultaría nada fácil desatenderlas, ni mucho menos olvidarlas.
En 2ª. Pedro 1: 12-15, cuando se avecinaba el fin de su carrera, hallamos estas muy significativas palabras:- “Por esto, yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis, y estéis confirmados en la verdad presente. Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación, sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como el Señor Jesucristo me ha declarado. También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas.”
Se trata de un pasaje que, para hacerle justicia, habría que comentar largo y tendido. Nos ceñiremos a tocar dos o tres puntos. En primer lugar, las palabras en la verdad presente del versículo 12, se deben evidentemente al hecho de que aquéllos a quienes iba dirigida la epístola eran judíos o israelitas, los cuales habían sido criados y nutridos en la ley de Moisés, el Pentateuco y todo el régimen del Antiguo Testamento. Pero ahora habían pasado a la era mejor del Nuevo Pacto, y por eso dice en la verdad presente.
En segundo término, resulta sumamente emotiva su alusión a su partida – por el martirio! – y su determinación de que, aun después de la misma, pudieran tener memoria en todo momento de esas verdades tan importantes que les había impartido y reiterado.
Como culminación de todo esto, en los versículos 16 a 18 tenemos lo siguiente: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el santo monte.”

Concluyendo sobre el tema, vemos como el Señor permitió el zarandeo por parte de Satanás de este humilde pescador de Galilea. Pero Su intercesión a favor de él – tan eficaz como maravillosa – elevó su vida a un clímax sobresaliente desde todo punto de vista, con una encomienda importantísima, cumplida por él en total plenitud, para ser recibido en lo alto luciendo la gloriosa corona del mártir.

Ahora pasamos a un pasaje que aporta cosas de sumo interés e importancia sobre nuestro tema. “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis, y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo,” (1ª. de Juan 2: 1-2)

El apóstol Juan, a esta altura un venerable anciano, se dirige a sus amados hijitos espirituales con el consejo entrañable de que no pequen. En esto no cabe el pensar en una condición de perfección final de uno que ya no peca nunca, pero sí en un andar limpio delante del Señor, en el cual el pecado ya no es una constante en la vida de uno – es decir de haber sido hecho libre de esa esclavitud, según el mismo Señor Jesús lo puntualizó y prometió en Juan 8: 36.
No obstante, Juan agrega que en caso de que alguno hubiere pecado, si bien se debe tratar de evitar a toda costa, no es el fin del mundo, por así decirlo, pues tenemos un abogado para con el Padre, a Su Hijo Jesucristo, a quien califica de el justo. Es decir que pasa a presentarnos al amado Señor Jesús en el rol o carácter de abogado para con el Padre.
Debemos de inmediato señalar que, si bien esto podría dar la impresión de un Padre severo cuya ira es necesario aplacar, la verdad es muy distinta. Él es por supuesto y como bien lo sabemos, un Dios lleno de misericordia y benevolencia, No obstante, uno de Sus atributos – el de Su justicia – requiere que toda infracción, delito o pecado reciba su debida penalidad, y si Él lo pasase por alto, como si no hubiera sucedido, dejaría de ser lo que es – un Dios de absoluta justicia.
El siguiente punto es lo que el texto nos señala – que Jesucristo el justo es la propiciación por todas nuestras faltas y pecados, como así también por los del resto del mundo. Hizo un sacrificio tan grande y tan perfecto, que no sólo basta para propiciar a Dios a favor de nosotros los redimidos, sino que bastaría también para los pecados de todo el resto del mundo, si se arrepintiese y se volviese a Dios con fe en Su muerte expiatoria. Esto es algo que va mucho más allá de lo que nuestras mentes finitas y falibles pueden comprender.
El calificativo que aquí se hace a nuestro abogado de justo, nos motiva a hacer una reflexión que confiamos no sepa a algo rebuscado y fuera de lugar.
Siendo Él, nuestro hermano mayor, el justo, a nosotros, por ser menores y más pequeños, nos cabe el diminutivo, es decir justito. Y ese debe ser nuestro ideal en todos los aspectos de la vida cotidiana – es decir hacer justito lo que Él quiere que hagamos, decir justito lo que Él quiere que digamos, callar justito cuando quiere que callemos, ir justito adonde quiere que vayamos, y en suma, ser justito lo que Él quiere que seamos.
Ahora un comentario muy elemental. A lo largo de mi dilatada trayectoria nunca he tenido que valerme de los servicios de un abogado, pero me consta que en muchos casos los honorarios que cobran pueden ser muy elevados. Felizmente Éste es muy distinto, pues Sus servicios son enteramente gratuitos.
Como el tema es muy extenso y aún queda mucho que agregar, lo desdoblamos, dejando la segunda mitad para más adelante.
Pero cerramos con una advertencia importante. Hay ocasiones en que el cliente del abogado, por el carácter o la magnitud de su transgresión, se ubica en una situación indefendible. Es decir, que por más argumentos que esgrima el abogado, lleva una causa perdida, y el resultado será que el cliente tendrá que recibir la penalidad y el escarmiento correspondientes.
A buen entendedor…
Me despido ahora con un cálido saludo fraternal y será hasta la próxima, si el Señor así lo permite.
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