Elías Tisbita, el gran profeta
Segunda parte
Continuando desde donde dejamos al concluir la primera parte: Toda vez que uno se “mete en la cueva” para aislarse o escaparse del problema, la voz del Señor le ha de llegar con la misma pregunta que le hizo en ese entonces a Elías: “¿Qué haces aquí Elías?”
La cueva podrá brindarnos un alivio transitorio, pero no por eso deja de ser un lugar frío y oscuro, del cual nos conviene salir pronto.
Elías contesta esa pregunta de forma que nos hace entender cuál era su verdadero corazón.
“He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares y han matado a espada a tus profetas, y yo sólo he quedado y me buscan para quitarme la vida.” (1a. Reyes 19:10)
No era su situación personal lo que lo afligía prioritariamente, sino el hecho de que el testimonio de Dios estaba echado por tierra, e Israel había llegado a un estado de total prostitución idolátrica y de maldad realmente lamentables. 
La respuesta que recibió ante lo que podríamos llamar su queja y su lamento fue la siguiente: 
  “Sal fuera y ponte en el monte delante de Jehová”. (19:11a)
Éste es en verdad el consejo más certero que puede darse a quien esté refugiado y ensimismado en la cueva. Aunque la misma le resulte atractiva a uno que se encuentre en un estado de angustia y de lástima de sí mismo, no cabe duda de que lo más sensato y sabio es salir de ella y exponerse a los rayos benéficos de la luz divina.  
De inmediato, antes de que pudiera salir,  se dieron tres manifestaciones portentosas que coincidían con el paso de Jehová por el lugar. Eran señales clarísimas de  Su omnipotencia y majestad, y merecen por cierto que les dediquemos unos párrafos.
Después de cada una de ellas se nos dice que el Señor no estaba en ella. Esto da a entender que eran manifestaciones preparatorias, para abrir y despejar el camino para la palabra vital y clave que habría de venir. 
Veámoslas, una por una.
“Y he aquí que Jehová pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los monte y quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Y tras el viento un terremoto, pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego, pero Jehová no estaba en el fuego.” (19:11-12)
Los montes que se rompían, y las peñas que se quebraban delante de Jehová, nos hablan de las enormes fortalezas de oposición y resistencia al Señor que se habían erigido en Su pueblo. Hacía falta nada menos que esa triple manifestación para demolerlas y abrirle paso a él.
No es nada  rebuscado señalar que todo esto es plenamente aplicable a la vida espiritual – el viento que rompe las piedras y quebranta las peñas, el terremoto que desmorona esas fortalezas, y el fuego que consume la escoria del pecado en todas sus múltiples manifestaciones.
Significativamente, en el Nuevo Testamento aparecen las tres manifestaciones. El fuerte viento y el fuego se dieron el día de Pentecostés, y junto con otros fines que perseguían, y que no comentamos para no extendernos demasiado, tenían el de preparar y despejar el camino para la palabra viva de Dios por boca del apóstol Pedro, que iba a dar lugar al renacimiento glorioso de nada menos que tres mil almas.
El terremoto aparece un poco más tarde. En Los Hechos 4:31 se nos dice:
“Cuando hubieron orado, el lugar adonde estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios.”
Todo el  temor que podía haber en esa coyuntura, y la fuerte resistencia de los líderes religiosos, echados fuera y demolidos  por ese temblor sumamente poderoso, que también, como en los casos anteriores, precedió a que la palabra de Dios fuese hablada con todo denudo y poder.
Del viento y del fuego no tenemos ninguna constancia de que hayan vuelto a suceder, por lo menos abiertamente, en la iglesia primitiva, aunque, desde luego, eso no descarta que lo hayan sido.
El terremoto en cambio, vuelve a aparecer en Los Hechos 16: 26 con la notable conversión del carcelero de  Filipos y toda su casa. También en esa ocasión precedió a la palabra de Dios que les anunciaba la salvación en términos tan claros y precisos.
Se lo vuelve a anunciar como algo profético que volverá a manifestarse en un futuro, tanto en Hebreos  12:26-27, como en varios pasajes del Apocalipsis.
No obstante, nos abstenemos de comentarlos para no entrar en el delicado terreno de la escatología.   
En la ocasión que le tocó vivir a Elías, como ya vimos, tras estas tres manifestaciones vino la palabra determinante y definitiva del Todopoderoso. 
Como una gran paradoja, aunque saturada de tremenda omnipotencia, vino como un silbo apacible y delicado.
Cómo se deleita el Señor en esos contrastes geniales, en los que Su accionar fluye y se desliza por polos opuestos!
Al oír ese silbo especial, Elías lo reconoció de inmediato, y salió, ubicándose a la  puerta de la cueva con el rostro cubierto en su manto.
Otra vez le vino una voz preguntándole por segunda vez “¿Qué haces aquí, Elías?“  y otra vez contestó, y fue exactamente en los mismos términos anteriores. 
Pero ahora, cargada con el poder irresistible de las tres manifestaciones que hemos visto, viene con la palabra vital y clave – y como ya hemos visto, determinante y definitiva.
Bien valía todo el esfuerzo y sacrificio, toda la carga y angustia que el profeta había tenido que afrontar. 
Esa palabra giraba en torno a  tres personajes a los cuales él debía ungir, a saber, Hazael por rey de Siria, a Jehú hijo de Nimsi por  rey de Israel, y a Eliseo hijo de Safat, para que fuese profeta en lugar suyo. 
Los tres iban a ser instrumentos para hace esa labor de limpiar la tierra del culto de Baal, y para el castigo y escarmiento del rebelde pueblo de Israel.
Llama la atención que estos tres fueron ungidos en orden cronológicamente inverso: primero Eliseo, un buen tiempo más tarde Hazael, y en tercer y último término Jehú.
Además de eso, Elías no intervino en el ungimiento de estos dos últimos. El de Hazael fue por medio de Eliseo,  y el de Jehú por un hijo de los profetas, comisionado para ello por Eliseo. 
Desde luego que esto se debió a la transferencia o comunicación del Espíritu que Eliseo había recibido de Elías. De todos modos, echa de ver que el desenvolvimiento de lo que predice la profecía divina, a veces escapa de las previsiones que nuestra lógica le pueda acordar, sorprendiéndonos con imprevistos en cuanto a dónde, cuándo y cómo. Sin embargo,  la esencia misma siempre se ha de verificar y cumplir cabalmente.
De estos tres ungimientos, nos hemos de ocupar de dos de ellos más adelante – el de Eliseo y el de Jehú, comentando además sobre la trayectoria ulterior de ambos.
En  conclusión en cuanto a este rico y sustancioso pasaje, debemos señalar la hermosa promesa dada al final de ese hablar del silbo apacible y delicado.
“Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron.” (19:18)
Así, el Señor le hace cobrar ánimo a Su siervo, haciéndole saber que él no es el único – hay otros siete mil fieles que se han sabido guardar para Dios, y en medio del castigo y  escarmiento ellos iban a quedar en pie.
Nos hace mucho bien saber que no somos los únicos – que hay muchos otros que conservan sus vestiduras blancas, y que siguen en el camino angosto trazado por la palabra, sin desviarse a diestra ni a siniestra.
Sigamos ahora la  trayectoria de Elías, según consta en el relato.
Nada se nos dice del largo trayecto de regreso del Monte Horeb. En cambio, se señala de la manera más escueta:
“Partiendo de allí halló a Eliseo, hijo de Safat que araba…y pasando Elías por delante de él, echó sobre él su manto.” (19:19)
De hecho, esto constituyó el ungimiento de Eliseo, que fue lo primero que sucedió a continuación, a pesar de haber sido, como ya vimos, lo mencionado en último término en el mandato recibido en Horeb.
Llama la atención que, posteriormente, en el capítulo 21 del mismo libro de Reyes, en el cual se narra el asesinato de Nabot por no querer ceder su viña al rey Acab, Elías aparece en Samaria sin ningún temor de Jezabel, aunque ésta seguía presente y perpetrando sus horribles fechorías.
Nada se dice en el sentido de que ella haya vuelto a amenazarle o intentar quitarle la vida. ¿Se le habrá aplacado la ira? O bien ¿Se habrá convencido de que en contra del siervo de Dios nada podía hacer?  
Y por parte de Elías ¿será que la experiencia formidable que tuvo en el Monte Horeb le había quitado totalmente todo temor?
Dejamos al lector u oyente que escoja las conjeturas que le parezcan más probables.
Ese personaje Nabot, que tenía una viña situada junto al palacio real en Samaria, merece que hablemos un poco de él.
Ante la oferta que le hizo el rey Acab de darle otra viña mejor a cambio de la suya, o bien todo su valor en dinero,  contestó con todo aplomo y firmeza:
    “Guárdeme Dios de que te dé a ti  la heredad de mis padres.”  (21:3)     
Ese aplomo y esa firmeza ante el rey le costaron la vida, debido a la infame intervención de Jezabel. No obstante, sus palabras quedan inscritas en las Escrituras como la  repuesta de un hombre fiel a carta cabal, que se negó a renunciar a la heredad recibida de sus padres, que para él resultaba sagrada  e irrenunciable.
No estaba dispuesto a desprenderse de ella a cambio de otra mejor, porque para él no podía haber otra mejor y ni siquiera igual. La valoraba tanto, que ni aun todo el dinero que se le ofreciera a cambio de ella le interesaba en lo mas mínimo.
Si trasladamos esto al reino espiritual – a la santa unción y a las vestiduras blancas conque hemos sido honrados y dignificados – nos queda un indicativo muy claro y preciso de cómo nos hemos de comportar, contándolas como no renunciables ni negociables, tal como lo hizo el digno y valiente Nabot.    
A raíz del malvado crimen tramado por Jezabel para quitarlo de en medio, y posibilitar así que Acab se posesionase de su viña, Elías fue enviado por el Señor para pronunciar sobre él y Jezabel una terrible sentencia.  
Tanto él como ella iban a llegar a un triste fin. La sangre de él iba a ser lamida por los perros en el mismo lugar en que lo había sido la de Nabot, y los perros iban a comer el cadáver de ella en el muro de Jezreel. (1a. Reyes 21:18-23)  
El cumplimiento preciso de estas dos predicciones se encuentra consignado en 1a. Reyes 22:38 y 2a. Reyes 9:30-37 respectivamente. Animamos al lector u oyente que lea detenidamente  los capítulos 21 y 22 de 1a. Reyes, y el noveno y décimo de 2a. Reyes
Tras la muerte de Acab, Elías continuó en Samaria por un tiempo, pero su carrera ya se acercaba a su fin.   
El nuevo monarca Ocozías, hijo e Acab, sólo duró dos años en el trono, ya que tuvo una muerte prematura, tras haber quedado muy maltrecho a raíz de haber caído por la ventana de la sala de su casa.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          
En lugar de consultar a Jehová, el Dios de su pueblo,  envió a Baal-Zebub, de Ecrón, dios de los filisteos para inquirir si viviría o no. 
Elías fue enviado a interceptar a los mensajeros, reprochándoles que hicieran semejante cosa, y anunciando que por esa traición idolátrica el rey no se levantaría de su lecho, sino que ciertamente moriría.  
Al recibir semejante predicción, Ocozías envió un capitán con sus cincuenta soldados para apresarlo. 
Elías se encontraba sentado en la cumbre del Carmelo – figurativamente, el lugar del verdadero profeta –  en las alturas, muy por encima de las bajezas que imperan en el llano.   
Fue desde allí que hizo descender fuego del cielo para consumir al capitán y sus cincuenta, y también a un segundo capitán con sus cincuenta un poco más tarde.
El tercero, en vez de transmitirle marcialmente la orden del rey de que bajase pronto, se puso de rodillas ante él implorando misericordia. 
Entonces, al recibir palabra del  ángel del Señor de que no tuviese temor y descendiese con él, lo absolvió y bajó con él y sus cincuenta para reiterar al rey que no se levantaría de su lecho, sino que ciertamente moriría, cosa que sucedió a muy breve plazo y que puso fin a su breve reinado.                                                                            
Por nuestra parte, comentamos que había una diferencia muy grande entre la actitud del tercero y la de los dos anteriores, sobre todo la del segundo, que sonaba muy prepotente.
Tratar a Elías de esa forma, aun por un mandato del rey, por cierto que estaba muy fuera de lugar. 
No obstante, siglos más tarde, por una actitud hostil de los samaritanos – Juan y Jacobo -como verdaderos boanerges! – ver Marcos 3:17 – le preguntaron a Jesús si quería que mandase fuego del cielo,  como lo había hecho Elías y los consumiese, tuvieron una  respuesta categórica del Maestro.
“Vosotros no sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas.” (Lucas 9:54-56)
El espíritu de la dispensación actual es muy distinto de el de aquel entonces, basada en la ley mosaica, con su firme exigencia de que cada ofensa recibiese irremisiblemente su justo castigo.
Como bien sabemos, el Señor Jesús ha venido a traer amplio perdón, merced a Su muerte expiatoria en el Calvario, pero debemos subrayar que ese perdón sólo se ofrece a los verdaderos arrepentidos.
La muerte de Ananías y Safira,  por la mentira conque se habían puesto secretamente de acuerdo, acaeció en los albores del régimen de la gracia, y nos muestra que, ante los sagrados valores del Dios tres veces santo, debemos conducirnos siempre con un sano y saludable temor y temblor.
Después del impactante episodio de la muerte prematura del rey Ocozías, lo que se nos narra es la trayectoria final de Elías, acompañado por Eliseo, desde Gilgal, vía Betel y Jericó, hasta el Jordán y su cruce de Oeste a Este, para ser arrebatado al cielo en un torbellino. 
Reservamos el comentario de este trayecto para el próximo capítulo, el cual ha de versar sobre Eliseo, dado que echa de ver muchas virtudes de este último, su digno sucesor.
En cambio, señalamos en conclusión dos puntos importantes.
El primero, lo relacionamos con la afirmación que se hace en la epístola de Santiago, en el sentido de que Elías, con ser un hombre con pasiones semejantes a las nuestras, oró fervientemente que no lloviese y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses. Y otra vez oró, y el cielo dio lluvia y la     tierra dio su fruto. (Santiago 5:17-18)
Con eso se nos anima a orar con fe y fervor, tomando ese ejemplo de Elías, quien recibió una respuesta manifiesta en ambos casos.
Sin embargo, lo que no nos dice Santiago es que no siempre Elías recibió la respuesta a su oración. En la ocasión que huía para ponerse a salvo de Jezabel. Él pidió concreta  y definitivamente que se le quitase la vida, y su petición fue denegada rotundamente!
En cambio se le dijo: “…largo camino te resta.”
Ubiquémonos ahora en su situación final, arrebatado en un torbellino y dando una última mirada al planeta tierra en que había vivido. No hace falta mucha imaginación para suponer que estaría pensando algo así:
  “Pensar que yo pedía con tanto deseo poder morir allí abajo, lo que me habría llevado a la sepultura en un ataúd y que mi cuerpo se descompusiese y yo viese corrupción, En cambio, aquí estoy, muy ufano y orondo, por no haber tenido que atravesar por nada de eso, y poder subir directamente al cielo, por este ascensor divino de un muy amigable torbellino!”
Pablo bien dice en Romanos 8:26:- “…pues qué hemos de pedir como conviene no lo  sabemos.”
Podemos estar pidiendo algo con mucho fervor, creyendo que es lo mejor que Dios tiene para nosotros, y en realidad no lo es. Y a la postre, nos toca quedar maravillosamente sorprendidos de que, en vez de lo que pedíamos con tanto afán, Dios tenía otra cosa muy distinta para nosotros y mucho mejor.
Eso es algo que no pocos hemos podido experimentar, y tal vez en más de una ocasión.
Aparte de la gloria de la experiencia en sí, le cupo, junto con Enoc, el altísimo honor de ser los únicos personajes que no han gustado la muerte a lo largo de toda la historia – una distinción singular y maravillosa.
Para el segundo y último punto,  recurrimos a la palabras yapa, usada en países de América Latina con el significado de una añadidura o excedente que se da por encima de lo pagado y acordado,  generalmente como señal de buena voluntad y beneplácito.
A Elías le tocó la misma “yapa” que a Moisés. Unos buenos siglos después de su ascensión en un torbellino, del trono de la Majestad en las alturas, salió un mandato comisionándolo a él 
para que acompañase a Moisés en un descenso a la tierra, que
que sería muy breve, pero de trascendental importancia.  
Como ya vimos anteriormente, se trataba de identificarse con el Hijo de Dios, compartiendo en algo sobre Su partida, “que iba Jesús a cumplir en Jerusalén. (Lucas 9:31)
Se presentaron rodeados de gloria, pero eso no impidió que los tres discípulos que estaban con Jesús – Pedro, Juan y Jacobo – reconociesen claramente quiénes eran.
De la importancia y las repercusiones de la conversación sostenida por Jesús con los dos grandes varones de Dios de antaño, seguramente que lo sabremos todo en el más allá.
Por ahora, sólo nos queda alabar a Dios por haberles acordado semejante “yapa,” la cual sin duda nunca se la habían imaginado.
  “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman.” (1a. Corintios 2:9)
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