Capítulo 3
Su llamamiento y la primera pisada de fe

“Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré:” Génesis 12:1.
Esta es la primera vez que el Señor le habló a Abram, como todavía se llamaba entonces. Le habló en Ur de los caldeos, en Mesopotamia, según nos hace saber Esteban en su exposición ante el concilio de Jerusalén. (Los Hechos 7:2-4)
Abraham obedeció, pero, como generalmente se considera, lo hizo en forma incompleta, pues además de su mujer, salió acompañado por su padre y su sobrino Lot, para ponerse en camino a la tierra de Canaán. Asimismo, al llegar a Harán se detuvo con ellos y se quedaron allí por un buen tiempo.
Esto nos da un panorama de obediencia parcial. Por una parte, porque no continuó el viaje hasta llegar a la tierra de Canaán, sino que se detuvo en Harán, y al parecer, por un buen tiempo.
Por la otra, no dejando su parentela, sino dejándose acompañar por su padre Taré y su sobrino Lot. El primero, muy bien pudo hacerlo detener en Harán todo ese tiempo, pues no fue hasta después de su muerte que continuó viaje hasta llegar a Canaán. En el mismo pasaje ya citado, Esteban afirmó que una vez fallecido su padre, “Dios le trasladó a esta tierra.” (por la tierra de Canaán se entiende.)
En cuanto al segundo, su sobrino Lot, sabemos que las contiendas entre sus pastores y los de Abraham obligaron a una separación, después de la cual Lot siguió una trayectoria totalmente nefasta.
A la postre, ésta resultó en el nacimiento de Moab y Ben-ammi, que más tarde vinieron a ser padres de los moabitas y amonitas respectivamente – dos pueblos que, a lo largo de la historia, fueron enemigos declarados del pueblo de Israel.
Continuando, vemos el resultado de una obediencia parcial, obediencia ésta que tardó un buen tiempo en volverse plena y total.
Sin embargo, debemos tener en cuenta lo radical y drástica que fue la palabra de su llamamiento. Se trataba de dejar por completo todo el mundo y el entorno conocido hasta entonces, para ir a un lugar totalmente indeterminado y desconocido para él, el cual el Señor le mostraría con posterioridad.
También mediaba el aspecto muy a tenerse en cuenta de un corte con su parentela, el cual, como vemos por el relato, fue gradual y costoso.
En nuestros días y dispensación actual Dios nos habla la palabra del evangelio de verdad, mandándonos a arrepentirnos y creer de todo corazón en la muerte del Señor Jesucristo por nuestros pecados, y Su resurrección al tercer día.
Las consecuencias que resultan de abrazar y obedecer esta palabra de verdad, casi siempre son las mismas: dejar nuestro mundo y círculo de amistades mundanas, para emprender la marcha en un camino nuevo y desconocido.
Las dificultades y pruebas a que esto da lugar, en muchos casos son bastante considerables, a lo que hay que agregar nuestra falta de conocimiento y experiencia en cuanto a lo que en realidad constituye una aventura nueva, andando por un camino que nunca hemos transitado antes.
Esto, de por sí, nos ayuda a comprender y apreciar la comprensión y tolerancia con que el Señor contempló esos titubeos, y el progreso lento de Abraham en esa primera etapa. De paso, nos alienta pensar que con muchos de nosotros, por las mismas razones, Él ha sido igualmente comprensivo y tolerante.
En favor de Abraham, también diremos que en el caso nuestro hay muchos más que abrazan el llamamiento del evangelio, mientras que en el suyo él fue el único.
Por otra parte, nos resulta más fácil sentirnos identificados con nuestro padre Abraham, viendo en él a un hombre falible, y, sobre todo en los comienzos, con algunas lagunas o fallos, y no un personaje totalmente exento de ellos.
Pero en definitiva, lo que le aconteció a él en ese principio, en esencia es lo mismo que nos acontece a los que somos hijos de él, redimidos por la sangre de Jesucristo el Cordero de Dios.
Aun cuando las circunstancias externas son generalmente muy distintas, lo que sucede es que recibimos de Dios Su palabra expresa para nosotros, canalizada, como se ha dicho con anterioridad, a través del evangelio de perdón, salvación y vida eterna.
Al creer, recibir y abrazar esa palabra, la misma nos une en lo más íntimo del ser con el Dios que nos la habló. De ahí, le amamos, seguimos y servimos todo el esto de nuestra vida.
Esto fue lo que sucedió con Abraham, y lo que, al pasarnos a nosotros, nos constituye en “los que son de fe” y por lo tanto, hijos de Abraham. Gálatas 3:7.
Hemos de ver, pues, como primera conclusión práctica y que nos incumbe a todos nosotros, lo siguiente: tú querido lector u oyente, quien esto escribe, y cada uno en particular, debe saber a ciencia cierta y sin la menor duda, que eso que define a los verdaderos hijos de Abraham es algo a lo cual nos podemos suscribir con absoluta certeza y confianza.
Y al llegar a esto, hacernos la siguiente composición de lugar: como simiente espiritual de nuestro padre Abraham, estábamos en sus mismos lomos desde ese mismo comienzo. Al dar él esa primer pisada de fe, nos marcó y programó a nosotros, para que, llegado el punto de tiempo en que la palabra expresa de Dios nos había de llegar, tuviésemos la misma disposición de creerla, abrazarla y obedecerla.
El hecho de que esa obediencia fue parcial, y tuvo que sobreponerse a muchos obstáculos y reservas, no la desmerece ni le resta efectividad en su transmisión a nosotros. Por lo contrario, la identifica con nosotros y nuestra propia experiencia inicial, que también en muchos casos ha sido de una obediencia no del todo completa, y que ha tenido que superar serios escollos y contrariedades.
Por último, un hecho adicional muy importante, y que va mucho más allá de lo que estamos diciendo: al hablarle Dios a Abraham, Su palabra viva entró en su vida como una simiente de Su misma persona, teniendo los ingredientes de Su carácter, Sus atributos y Sus cualidades.
Más adelante abarcaremos esto en más detalle, pero por ahora nos limitaremos a puntualizar uno de Sus atributos – el de ser el Padre eterno.
En la simiente de esa palabra hablada por el Señor a Abraham, iba sin lugar a dudas el atributo de Su eterna y gloriosa paternidad.
Así, al depositarse en el espíritu de Abraham, ya le confirió, aunque solamente en forma de embrión, el reflejo terrenal de esa paternidad, la cual iba a desarrollarse y madurarse en el resto de su vida, para convertirlo en Abraham el padre de todos nosotros.
Ahora pasamos a los que nos proponemos hacer al final de cada capítulo: resumir en una reflexión condensada la verdad o verdades principales del mismo.
Tú y yo, como verdaderos hijos de Abraham, estábamos ya en él como semilla espiritual cuando Dios le habló, diciéndole que dejase su tierra y su parentela para ir a la tierra que le habría de mostrar. Su obediencia nos marcó y programó de tal manera, que, por la gracia de Dios, y ejerciendo también nuestro libre albedrío, tuvimos la misma disposición que él tuvo de creer, abrazar y obedecer esa palabra.
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